La ciudad fronteriza de Przemysl, en Polonia, se ha convertido en el punto cero de la llegada de refugiados ucranianos desde que comenzara la guerra en este país; y a medida que se recrudecen los ataques y los bombardeos de Rusia, la situación se pone más tensa y la llegada de personas no cesa.
Es un goteo incesante y cada rostro esconde el terror de un conflicto que nadie, mucho menos ellos, las principales víctimas de la guerra, querían ni pensaba que fuera a ocurrir. La ciudad de Kiev, imponente, cosmopolita, abría sus bares, sus restaurantes y sus teatros llenos hasta la madrugada, mientras en la región del Dombass, al este del país y en guerra calma desde el 2014, ya sufrían los primeros ataques cruentos. Era un adelanto de lo que se venía, aunque nadie quisiera prestarle atención.
Ha pasado poco más de una semana desde que los peores temores de una guerra tradicional se convirtieran en la realidad que el mundo mira estupefacto ahora, sin entender cómo ni cuando la amenaza de la (auto)destrucción total o de una Tercera Guerra Mundial parezcan más reales que nunca. La distopía supera a la ficción.
Un millón de personas ha escapado de Ucrania en una semana según cifras ofrecidas por ACNUR. Son las mismas que llegaron a Europa en 2015, durante la guerra en Siria, el año en el que saltaban las alarmas y los titulares de la prensa se echaban las manos a la cabeza ante la que calificaron como “la peor crisis de refugiados en décadas”.
Hasta la tranquila Przemsyl llegan cientos cada día. Lo hacen en tren, en autobuses, en coches particulares o incluso caminando. Familias enteras que cogieron lo que pudieron cuando se dieron cuenta de que la guerra iba en serio y tuvieron que decidir en segundos si quedarse resguardados y a la espera en el búnker habilitado en su edificio, en el metro de su ciudad, en algún garaje cercano y profundo o salir corriendo con lo puesto.
La última opción tomó fuerza entre la mayoría a medida que pasaban las horas y se dieron cuenta de que Putin iba en serio y de que esto no sería cuestión de días ni de una guerra relámpago como predecían algunos analistas.
La estación de tren de Przemsyl es un hervidero. Es una estación antigua, donde las temperaturas estos días son gélidas, aunque haga un sol que engaña al cerebro, pero no a la piel. Los trenes que llegan desde el lado ucraniano de la frontera, en Leópolis, frenan atestados de ucranianos que hasta hace pocos días tenían vidas normales y ahora el mundo les llama refugiados. Bajan al anden gris y les reciben cientos de voluntarios que se están volcando con una solidaridad inédita, y les explican sus primeros pasos, dónde están, tratan de ayudarles.
Hay mucha gente a las afueras que coloca carteles con nombres propios. Son amigos de amigos de alguno de los grupos de desplazados que se ofrecen para acogerles en sus casas o para llevarles hasta su próximo destino. Otros son simplemente personas anónimas como Roger, un polaco de Przemsyl que ofrece transporte gratis a quien lo necesite: “No podía quedarme de brazos cruzados mientras veía esto por televisión al lado de mi casa”, cuenta a NIUS mientras sostiene un cartel donde se lee “Ánimo. ¿Te llevo?”, en ucraniano.
Dentro de la estación se han habilitado puestos de comida caliente, se reparten sopas, bocadillos, café, leche para los niños y también ropa, mantas, abrigos. Es un caos organizado. Hay muchos niños y tampoco faltan las mascotas, muchos perros y gatos metidos en sus trasportines que se mueven poco y permanecen serios, inusualmente silenciosos, como si entendieran la guerra que también ellos están viviendo.
“Lo que viene ahora es una nueva vida, la incertidumbre, y no estoy preparada para ello”. Lo cuenta Victoria, enfundada en un abrigo largo negro, gorro, bufanda, mochila a la espalda, las maletas a sus pies. Ha podido cruzar en tren con unos amigos y su familia todavía espera para poder comprar el billete de tren. Por la saturación de gente, no se encuentran tickets con facilidad y al otro lado de la frontera esperan días para subirse a este medio de transporte.
“Mi familia está allí, no he podido hablar con ellos, no sé cuándo los voy a volver a ver. Nos fuimos porque estábamos asustados. Escuchábamos las bombas y los aviones de guerra sobrevolando nuestra casa. Hicimos las maletas y nos fuimos”, explica con cara de terror, haciendo pausas, con el rostro de no haber dormido durante demasiado tiempo y de no entender por qué hace pocos días estaba trabajando en su oficina del centro de Kiev y ahora se ha convertido, siente, en una “paria” a la que el mundo debe ayudar.
Al final del pasillo que une el hall central con la cafetería de la estación está Nadia, de solo 20 años, con su madre, Tania. Nadia es ucraniana. Tania, rusa. La cara de Tania refleja un luto irrefrenable. Nadia está llorando. Se están despidiendo porque la chiquilla ha tomado la decisión de volver a Ucrania a luchar por su país. Pretende alistarse en una milicia de las que llaman “La Resistencia”, formarse, armarse y dar la vida por su país si fuese necesario.
“Pensé que todo era un sueño cuando me desperté la mañana del 24 de febrero y ahora me doy cuenta de que se ha convertido en una pesadilla. Yo no me quería despertar, pero es una realidad y ahora quiero estar allí porque Ucrania es un país de gente buena y quiero estar con ellos. Ayer bombardearon mi colegio y mi casa. Mis abuelos están refugiados en una iglesia ahora. No puedo quedarme aquí”, explica con la decisión escrita a fuego en unos ojos quizá demasiado ingenuos para entender la gravedad de lo que está pasando, o demasiado jóvenes para pecar de la ilusión absurda que mata cualquier buen propósito.
Otro de los puntos clave de esta localidad fronteriza es el campamento de acogida que de manera improvisada se ha montado a las afueras de la ciudad, frente al macrocentro de electrónica Media Expert y justo enfrente de un centro comercial de propiedad británica que cerró sus puertas cuando se aprobó el Brexit y que el ayuntamiento de Przemsyl ha habilitado para que los ucranianos desplazados hasta aquí puedan dormir bajo techo y soportar, al menos, las temperaturas bajo cero y la nieve que cae prácticamente a diario.
En el campamento hay decenas de carpas que han colocado los vecinos y varias ONGs desplazadas hasta el lugar con la misma escena: reparto de comida, ropa, mantas y hay hasta un puesto de orientación y apoyo psicológico. El gobierno de Polonia permite entrar a los ciudadanos ucranianos que porten cualquier tipo de identificación y para agilizar el paso no se les está pidiendo ningún documento que acredite que no tienen COVID o que están vacunados según las normas europeas.
También aquí hay voluntarios para transportar a los ucranianos hasta otros lugares del país y el gobierno de la ciudad ha habilitado autobuses gratuitos que les llevan hasta otras localidades e incluso hasta otros países de la UE.
En mitad de todo el drama que supone una guerra como esta que nadie quiere, se encuentran también increíbles historias protagonizadas por personas comunes con una vida normal, tranquila, que un día estaban viendo la televisión en su casa y descubrieron la terrible guerra que Rusia estaba comenzando en Europa.
Es el caso de Héctor y Paulo, dos gallegos de Lugo que cuando vieron lo que estaba pasando decidieron pedir unos días de vacaciones en su trabajo (se dedican al sector de la alimentación), coger el coche (cada uno el suyo) y conducir hasta esta frontera. Cuando este diario les reconoce en mitad de la multitud del campamento de acogida por su acento claramente foráneo para esta ubicación, están portando un cartel rudimentario hecho con cartón donde pone “España”. Su propósito, por el que se levantaron hace unas horas del sofá y apagaron la televisión para venir hasta aquí es simplemente uno: ayudar. Ayudar en lo que puedan a las familias de ucranianos que están huyendo de la guerra.
Han venido con dos coches para poder transportar a cuanta más gente mejor: “Sabiendo que solo son unas horas de carretera nos decidimos a venir”, explican a Nius. “No solemos hacer esto todos los días”, dice Héctor entre risas, quitándose importancia y con una modestia auténtica que hace que su historia sea todavía más especial; “pero somos muy echaos pa’lante”.
Aseguran que lo más difícil es la comunicación, porque la mayoría no habla ni inglés ni español, y también el frío. Su viaje no ha sido en balde. Al día siguiente del primer encuentro con este diario, nos explican que una asociación les ha contactado para que fuesen a buscar a una familia que se había quedado atrapada en la frontera, a unos 150 km de Przemsyl, y han ido hasta allí sin pensárselo. Se los llevan a España junto a una pareja que recogerán en Varsovia en las próximas horas. La familia espera sentada en el coche mientras hacemos esta entrevista. No quieren hablar, tampoco podrían porque no hay idioma común. Se prevé un viaje largo en silencio o compartiendo emociones y gestos que no necesitan el lenguaje de las palabras.
Unas pocas horas después cae la noche en el mencionado centro comercial. La llegada de nuevos desplazados se ha incrementado. Hay nuevos autobuses, nuevos coches, más prensa. Rusia y Ucrania acaban de anunciar un cese temporal de alto el fuego para abrir un corredor humanitario y dejar salir a los civiles mientras ellos negocian o para continuar de una manera más cruenta una guerra que ya no sorprende. Son las 22:35 de la noche. Un grupo de voluntarios mueve colchones por los pasillos. Una familia se prepara para dormir, unos niños juegan al fútbol en una habitación apartada, una anciana duerme y habla como si estuviese dentro de una pesadilla. Una pareja recién casada, ella embarazada, se come una sopa en silencio sin quitarse los guantes raídos por el frío y el viaje.