Desde la primera anexión de Crimea en 1783, por parte de la emperatriz Catalina II hasta hoy, la historia de esta región no solo ha sido motivo de preocupación internacional sino un asunto de estado para Rusia. Sobre todo a partir de que Nikita Kruscher regalara en 1954 esta península a la entonces república soviética de Ucrania, que la mantuvo en su poder tras la independencia de Moscú, en 1991.
Pero la mayoría de la población crimea se sentía más protegida, a nivel económico y político, dependiendo de Rusia en lugar de Ucrania (el 73’9% según desvelaba una encuesta de Gallup dos meses después de la anexión, en 2014), lo que aprovechó Vladimir Putin para tomar posiciones claves en algunas ciudades de la península y organizar un referéndum que justificara la anexión del territorio a Rusia, por segunda vez. Los comicios, realizados bajo presencia militar rusa y dudosas condiciones, fueron declarados nulos por Estados Unidos y la Unión Europea pero Crimea no volvió a manos de Ucrania.
Cuatro años después, los intereses rusos siguen estando intactos en esa parte del mundo ya que, desde la base naval de Sebastopol y con miles de militares y buques de guerra, Moscú mantiene su influencia en el Mar Negro y su posibilidad de acceso al Mediterráneo. Putin, en su alarde nacionalista, obtuvo además un pico de popularidad en su país que, aunque ha disminuido, no ha desaparecido a pesar de los 14.000 muertos que el conflicto ha dejado por el camino, desde 2014, y el bloqueo económico y la presión política de occidente.
Una popularidad que le vendrá muy bien de cara a las elecciones parlamentarias que tendrán lugar en Rusia, el próximo mes de septiembre, tras la alta tasa de mortalidad sufrida por su país durante la pandemia, las bajas tasas de crecimiento anunciadas por el Fondo Monetario Internacional y la tensión social surgida por la detención del líder de la oposición Alexei Navalny, el pasado mes de enero.
Y es que la acumulación de tropas en la frontera con Ucrania, definidas por Moscú como un simulacro militar de tres semanas para poner a prueba su preparación de cara a una posible respuesta a las amenazas de la Organización de Tratado del Atlántico Norte (OTAN), no parece una casualidad.
Por su parte Ucrania, que ha estado respaldada por Estados Unidos y varios países occidentales desde 2014, también ha reaccionado enviando a sus fuerzas armadas para ensayar “el rechazo a un posible ataque”, cerca de la frontera, bajo la amenaza de la llegada de 110.000 soldados rusos, según declaró el ministro de Defensa ucraniano, Andrii Taran.
Estados Unidos, que ha optado por la vía de las sanciones, de momento se ha asegurado un acercamiento de posturas entre los aliados a través de la videoconferencia mantenida por el secretario de Estado, Antony Blinken, con los 30 aliados de la OTAN, y ha retirado los dos buques de guerra que había enviado a la zona en conflicto, donde el número de tropas rusas es el más amplio desde 2014.
Ante la escalada de la tensión en esa zona, que se suman a los hackeos informáticos sufridos por empresas norteamericanas en suelo estadounidense, el presidente Biden ha respondido con un decreto de castigo a Rusia emitido el jueves pasado. De esta manera, se amplían las restricciones de los bancos de Estados Unidos que negocian la deuda emitida por el gobierno ruso y la Casa Blanca se une a la Unión Europea, Australia, Reino Unido y Canadá, en la sanción de ocho personas y entidades asociadas a la anexión.
Si bien Jake Sullivan, el asesor de Seguridad Nacional del presidente, ha dicho que las sanciones por sí solas “no serán suficientes”, ha sugerido que Estados Unidos respondería además de la misma manera a Rusia, aludiendo a una posible reacción cibernética como la organizada por el Kremlin sobre intereses norteamericanos. También han sido expulsados del país diez diplomáticos rusos que trabajaban en la embajada de Washington como agentes de inteligencia.
Ya Barak Obama, en 2014, acusó a Rusia de ser “responsable de la violencia en el este de Ucrania”, al entrenar, armar y financiar a los separatistas”. Y añadió que había violado “deliberada y repetidamente la soberanía y la integridad territorial de Ucrania”, como evidenciaban “las nuevas imágenes de fuerzas rusas” dentro del país.
Al igual que entonces, cuando el embajador ruso ante las Naciones Unidas, Vitaly Churkin, dijo a Washington “dejen de intervenir en asuntos internos de estados soberanos”, en esta ocasión el Kremlin señaló, el pasado jueves, que Rusia respondería de la misma manera ante cualquier nueva sanción “ilegal” de Estados Unidos y amenazó con la no aceptación de Putin a la reciente invitación de Biden para hablar de la situación.
Mientras, Vladimir Putin sigue potenciando un conflicto que no ha sido posible solucionar a través de la diplomacia y que, a pesar de lo alarmante de la situación, le reporta buenos resultados entre sus votantes, especialmente entre los rusos más nacionalistas.
De momento, ni las denuncias del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), que informó de que la campaña de reclutamiento militar que Rusia ya está realizando en Crimea supone un “violación de la ley humanitaria internacional”, ni las sanciones económicas y advertencias de Estados Unidos están teniendo efecto. De hecho, desde 2018 se han roto las ocho treguas pactadas para conseguir un “alto el fuego” en la zona.
Algo que no parece importar al dirigente ruso que, tras el cambio realizado en la constitución rusa, podría permanecer en el poder hasta 2036. Y aunque la detención de Navalny le deparó un descenso de popularidad, en febrero de este año su aceptación ya había subido de nuevo al 65%, según el portal de estadísticas Statista. Unos datos que podrían respaldar las intenciones del líder ruso.