A los ojos de los ciudadanos de otros países colonizados, los avances en la reconciliación entre Australia y los aborígenes son un ejemplo, un paso más para remendar el daño hecho. Por eso, la reciente devolución del bosque pluvial, Daintree, por parte del Estado de Queensland a los pobladores originarios se percibe como un éxito para la convivencia entre los nativos y la población australiana de ascendencia europea.
Existe una tendencia en los últimos años donde los indígenas australianos están recuperando algunos de sus santuarios más importantes. Estos gestos están siendo aplaudidos pero también levantan muchas ampollas debido a un concepto de base que permanecerá inalterable: sus derechos dependen de un Gobierno que les ha traumatizado y que cede ante ellos a conveniencia. Existen las buenas intenciones, el deseo de rectificar vergüenzas pasadas y recientes, aunque también prevalecen los intereses geográficos y económicos, así como las dobles varas de medir.
Para aquellos que no somos aborígenes, Daintree es el bosque pluvial más antiguo del mundo con alrededor de 180 millones de años de antigüedad, forma parte del listado de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco y está ubicado en un emplazamiento espectacular donde confluyen dos ecosistemas: la pluvisilva y la Gran Barrera de Coral bajo las aguas que bañan su costa. Lo que Daintree significa para los aborígenes va más allá de los datos.
“No puedo explicarlo sin decir que mi corazón y mi espíritu están completos. Siento alegría. Escucho a la tierra, al océano, a los pájaros y lo adoro. Escucho los tonos bajos de lo que sucede, escucho el viento. Le doy las gracias a aquellos que nos dejaron hace tiempo y que soñaron con este momento. Sus sueños se han hecho realidad”, ha explicado Lynette Rose Johnson, representante indígena del pueblo Kuku Yalanji orientales.
Para ellos, Daintree es un sentimiento y una parte fundamental de su identidad ya que habitaron en sus 160.00 hectáreas durante 50.000 años. Las negociaciones para devolver esta tierra han durado cuatro años y su gestión será ahora compartida entre la comunidad aborigen y el Estado de Queensland, para que en un futuro toda la administración sea traspasada a la población nativa.
“Nuestro objetivo es establecer una base para ofrecer a los miembros de nuestra comunidad una manera de sentirse seguras de sí mismas y útiles. Queremos ofrecer oportunidades de tutoría, de formación, de aprendizaje, de empleo para que nuestros Kuku Yalanji Bama (personas) orientales ocupen puestos de una amplia gama de oficios cualificados, gestión de la tierra y el mar, hostelería, turismo e investigación, de modo que seamos dueños de nuestros propios destinos”, ha asegurado en un comunicado, Chrissy Grant, miembro del comité negociador durante estos cuatro años.
El júbilo del pueblo Kuku Yalanji tras la firma del acuerdo es mayúsculo y compartido con otras comunidades que también han recuperado sus tierras, de manera simbólica, como los Butchulla, residentes en la antes llamada Isla Fraser que desde el mes pasado pasó a llamarse, K’Gari, que significa ‘paraíso’ en su lengua; o formal, como la devolución a los Aṉangu de los parques nacionales, Uluru and Kakadu, ubicados en el Territorio del Norte.
La ministra de Medio Ambiente de Queensland, Meaghan Scanlon, envió un comunicado a los medios donde señaló que Australia cuenta con un pasado “incómodo y feo” en su relación con los aborígenes y que la devolución de las tierras es “un paso clave en el camino hacia la reconciliación”.
Es precisamente el término de la reconciliación el que más dudas levanta. ¿Es posible perdonar un trauma intergeneracional que aún sigue vivo? ¿Es suficiente devolver tierras sagradas a los pobladores originales para conseguir el perdón mientras los esfuerzos en otros aspectos de sus vidas son mínimos? ¿Cuál es el nivel real de sacrificio de los Estados y del Gobierno federal a la hora de entregar la gestión de los parques naturales a los aborígenes? ¿Están dispuestos a devolverles otros emplazamientos que suponen mayores beneficios económicos para sus arcas?
La complejidad de esta relación hace que cualquier decisión sea mirada con lupa. Complacencia y criticismo van de la mano, y contentar a todos se ha convertido en una misión imposible. El primer y quizás el mayor gesto de acercamiento de Australia con los indígenas llegó el 13 de febrero de 2008, cuando el primer ministro, Kevin Rudd, pidió perdón de manera formal a las comunidades aborígenes, en particular a las Generaciones Robadas, cuyas vidas se vieron arruinadas por el traslado forzoso de niños indígenas. Se trata de uno de los episodios más dolorosos para los pobladores originarios y más bochornosos de cualquier nación desarrollada.
Se les conoce también como los Niños Robados, pequeños de ascendencia aborigen que fueron apartados de sus familias por los organismos del Gobierno federal y estatal australiano y las misiones eclesiásticas, en virtud de las leyes de sus respectivos parlamentos. La idea original detrás de esta práctica fue la creencia de que los indígenas estaban abocados a la extinción y que lo mejor era separar a niños de sus familias para que se integraran poco a poco en la sociedad blanca. Las expulsiones de los denominados niños “mestizos” se llevaron a cabo en el periodo comprendido entre 1905 y 1967 aproximadamente, aunque en algunos lugares éstos seguían siendo expulsados en la década de 1970. Según las estimaciones oficiales, entre uno de cada diez y uno de cada tres niños indígenas australianos fueron apartados por la fuerza de sus familias y comunidades entre 1910 y 1970.
Más allá de la disculpa de Rudd, las consecuencias de esta práctica marcó a los aborígenes como sociedad, a las estructuras familiares y los individuos con problemas que abarcaron un amplio rango: salud, salud mental, adicciones, conflictos, depresiones, ansiedades e incluso suicidios. Desde aquel febrero de 2008, los esfuerzos gubernamentales para restablecer la confianza de los aborígenes han sido numerosos aunque, quizás, insuficientes ante un trauma de tales características.
La devolución del bosque pluvial, Daintree, a los aborígenes se certificó a finales de septiembre en un acto institucional y tradicional que llenó de júbilo al pueblo Kuku Yalanji, otras comunidades, en cambio, no están teniendo la misma suerte. También en Queensland, la mina de carbón Carmichael, propiedad del grupo indio, Adani, comenzó su explotación en julio de 2019 ante la negativa de los pueblos Wangan y Jagalingou.
“Rechazamos firmemente y no consentimos un acuerdo de uso de la tierra en nuestras tierras tradicionales. No aceptamos las ‘ofertas' de Adani para ceder nuestra tierra y nuestros derechos e intereses en ella. No aceptaremos su dinero para callar. Protegeremos y defenderemos nuestro país y nuestra conexión con él”, declararon firmemente en un comunicado cuando se formalizó esta operación que supone miles de millones de dólares australianos al Estado y al Gobierno federal. Después de tres años, el impacto de los trabajo en esta mina están siendo visibles, según las comunidades Wangan y Jagalingou.
“Pedimos que se detenga inmediatamente la construcción de la mina, y que se realicen evaluaciones científicas completas e independientes y se supervisen las amenazas a nuestros manantiales sagrados de Doongmabulla”, afirma el líder, Adrian Burragubba. “El daño al medio ambiente es un daño a nuestro país y a nuestra cultura y es una violación de nuestros derechos humanos como pueblo de las Primeras Naciones. Necesitamos saber que nuestro patrimonio cultural va más allá de la displicencia mostrada por Adani y sus contratistas, y de los intereses políticos del Gobierno de turno”.
Todo tiene un precio y, al final, la diferencia que existe entre los beneficios de la explotación minera de tierras indígenas o la explotación turística de Daintree es de miles de millones de dólares. Es precisamente este aspecto el que marca la pauta de cuáles son o cuáles no las concesiones gubernamentales a la minoría aborigen.