El huerto que Mario tiene en Staines-upon-Thames, el pueblo de las afueras de Londres donde reside, es cien veces más pequeño que el que su tío Esteban tenía en Pelayos de la Presa, pero para Mario es suficiente porque es su forma de estar cerca de él. También es la manera que tiene de sentir el crepitar de su pueblo pese a estar a mil setecientos kilómetros de distancia. En el huerto nadie sabe que Mario Cuéllar es concejal de un municipio español de dos mil quinientos habitantes a sesenta y cinco kilómetros de Madrid y que desempeña el cargo desde Londres, donde trabaja como meteorólogo.
Mario se presentó en las municipales de mayo porque le había prometido que lo haría, antes de morir, a una amiga y vecina comprometida con Pelayos que se llamaba Concha Velasco. Encabezó la lista de Unidas Podemos-Izquierda Unida e hizo campaña utilizando sus días de vacaciones. Ya había sido concejal del PSOE durante ocho años, pero lo dejó para marcharse al Reino Unido a finales de 2012 cuando a Irene, su pareja, le ofrecieron un puesto de trabajo allí. Él había vivido en Londres entre 1999 y 2001, después de terminar la carrera de Físicas en la Complutense.
Fue durante su primera estancia en Londres cuando recibió la mala noticia del fallecimiento de su tío Esteban. Su padre le llamó para comunicárselo. Él quiso asistir al funeral, pero su padre le confesó que ya lo habían enterrado y que no lo habían avisado antes porque sabían que le iba a afectar profundamente. Mario lloró en la soledad de Londres la pérdida de su tío. Al principio le dolió que no le avisaran, pero luego comprendió que había sido lo mejor porque ha podido conservar intacto el recuerdo de su tío robusto, locuaz, alegre, malhumorado a veces, con el cuerpo encorvado, cavando la tierra con una azada.
El huerto de Staines es un vasto campo con cultivos desordenados y peinados por un viento suave, con pequeños invernaderos y casetas de madera medio desmadejadas que no parece que vayan a resistir la tormenta. En el huerto, Mario tiene zanahorias y ruibarbo que el año pasado salió en abril y este año a finales de enero. También puerros, frambuesas, lechugas, acelgas, unas espinacas que han sobrevivido al invierno y un ciruelo que daba por perdido y está reviviendo. De alguna manera, cuando está aquí, siente que está cerca de su tío.
“Mañana habrá un buen temporal de viento y lluvia con vientos que superarán los cien kilómetros por hora”, avisa Mario al señor de la parcela contigua mientras recoge las botellas de plástico colocadas en palos con unas aletas para ahuyentar a los pájaros. También ha retirado la malla con la que protege los repollos y las coliflores de las voraces palomas. “Por esto he venido hoy”, le contesta educadamente el señor inglés, que tiene unos 70 años y los mofletes rojos.
Mario lleva toda la semana escribiendo las previsiones del temporal Ciara, que se está aproximando, y enviando pronósticos de vientos muy fuertes para compañías eléctricas y eólicas. El país se encuentra en alerta ámbar y se están preparando para hacer frente al temporal.
Trabaja como meteorólogo para DTN (antes Meteogroup). Su trabajo consiste en monitorizar unos sensores instalados en carreteras de todo el país y predecir las condiciones meteorológicas para poder decidir qué acciones tomar y proteger la vida de la gente. Realiza largos turnos de doce horas diurnos y nocturnos que pasa delante de pantallas llenas de gráficas. Si se producen variaciones importantes, debe avisar urgentemente a sus clientes, para que adopten las medidas pertinentes. También elabora los pronósticos para la BBC.
Se comunica con sus compañeros de partido y con los vecinos de Pelayos a través de Whatsapp, Facebook, de su blog, por correo electrónico y por teléfono. A veces se entera de los asuntos diarios de su pueblo antes que mucha gente que vive allí. Hace unos días le contactó una vecina para comunicarle que se había roto otra vez una tubería en una de las calles principales. Mario ya había alertado al anterior alcalde que las tuberías eran demasiado viejas para poder soportar la presión de las nuevas bombas. La mujer le envió una foto con la calle inundada. Mario lo denunció en las redes sociales y expondrá el tema en el próximo pleno.
Suele viajar a Pelayos cada mes o cada dos meses. Intenta acudir a los máximos plenos que puede para presentar cuestiones y mociones. Llegar es una odisea porque son convocados con apenas cuarenta y ocho horas de antelación. Muchas veces coinciden con turnos de trabajo y los tiene que permutar con algún compañero. Sus compañeros de oficina saben que es concejal y le ayudan. Su jefe le preguntó una vez por qué lo hacía. Él le dijo que por una cuestión sentimental. Mario cobra solo setenta euros por cada pleno al que asiste, una cantidad que no cubre ni la mitad del viaje de ida cuando va.
Para el último pleno, en diciembre, tuvo que cambiar el turno. Salió de Heathrow a las cinco de la tarde un jueves y llegó a Pelayos de noche, con la chimenea apagada en medio del invierno. Asistió al pleno del viernes por la mañana, planteó sus preguntas y, al terminar, su hermana y su cuñado lo llevaron a Barajas. A las ocho de la tarde cruzaba la puerta de su empresa en Liverpool Street para trabajar toda la noche. Aquel turno fue especialmente complicado porque hubo chubascos de nieve y temperaturas por debajo de cero. “Acabé muerto, pero con la satisfacción de haber cumplido como concejal”, dice.
El cielo se está llenando de nubes y entre las nubes aún penetran algunos rayos de sol. La tormenta se acerca. Mientras guarda los bártulos en la pequeña caseta de la parcela se acuerda del pánico que su tío tenía al granizo. En una ocasión, ante la inminencia de una tormenta, le gritó que fuera a cerrar la puerta del cobertizo porque una vez entró una avalancha de viento y se llevó el tejado, desparramándolo en medio de la viña. Corrieron a cerrar la puerta y de repente vieron el latigazo de un rayo partir por la mitad un melocotonero. Oyeron el chispazo eléctrico. “Se nos erizaron los pelos —dice— y nos quedamos pensando, que nos habíamos salvado de milagro”.
La granizada solo dejó las pencas de las acelgas. “Mi tío decía que al tomate que le da un granizo es como fuego que cae del cielo. Aunque esté verde, si el granizo le deja la marca se pudre por dentro cuando madura”. Él le regaló su primer libro de meteorología. Era muy básico. Explicaba cómo se formaban una borrasca o un anticiclón y qué era un frente. Su tío se guiaba por la experiencia y la intuición. Cuando veía nubes verticales, que son las que traen las tormentas y el granizo, si aparecían en una zona decía esas no vienen para acá. Pero si se formaban en Cenicientos, el pueblo al otro lado del monte, decía que esas eran las malas, las que traían las peores tormentas.
En Pelayos presenció la mayor tempestad que ha visto nunca con un aparato eléctrico impresionante que dejó a pueblo sin luz. Duró cinco horas y arrojó granizo del tamaño de bolas de golf. “Ese día me quedé pensando en cómo se había producido”, dice. En la entrevista de trabajo para Meteogroup reveló que aquel día decidió ser meteorólogo. Todos estos recuerdos inundan sus pensamientos ahora, tanto tiempo después, mientras recoge la lona negra con la que cubre algunos trozos de parcela para evitar que crezca la hierba. Con la humedad, la hierba puede llegar a crecer medio metro y tapa las plantas y les quita nutrientes y sol. En Pelayos, no crecía tan fuerte.
Aunque nació en Madrid, la familia paterna de Mario es de Pelayos. Iba los fines de semana y pasaba allí todo el verano. Empezó a trabajar en la huerta de su tío a los catorce años. Solía acercarse en bici con los amigos a por tomates. Los cortaba por la mitad, les echaba sal y se los comía. Un día su tío le dijo: podrías echarme una manilla y de paso te ganas un jornalillo. Él accedió. Lo primero que le mandó hacer fue recoger puerros. “Los puse en una carretilla y me enseñó a sacarles la hoja verde y hacer un ramillete que luego ponía a la venta”, recuerda. Luego le instruyó para recolectar tomates y zanahorias, escardar las lechugas, regar el huerto y vender de cara al público.
Tenía un puesto en el mismo huerto, en el camino de Valdeyernos, donde colocaba un pequeño mostrador con una balanza. Acudía gente del pueblo y de los alrededores. Sus productos tenían una calidad extraordinaria. “Los tomates sabían a tomate y las lechugas a lechuga”, dice. También acudía gente a por agua potable. Había instalado un motor que extraía el agua del pozo y la canalizaba hacia una alberca con diferentes grifos y mangueras para regar los campos. Los vecinos se acercaban con bidones y cubos. A veces había hasta veinte coches en fila. Él no les cobraba nada.
Su tío Esteban fue cartero en el pueblo y, al jubilarse, se dedicó a su pasión, que era cultivar la huerta. Trabajaba de sol a sol. “Dedicaba muchas horas a preparar el terreno, que era muy rico en nutrientes porque lo abonaba con estiércol todos los años —cuenta— y, además, sulfataba los tomates y los protegía para que no cogieran enfermedades. Eran tomates de bandera. Algunos llegaban a pesar un kilo, eran deliciosos”. Este huerto de Staines le transporta a esa época, a cuando se comía los tomates de su tío. “Te llenaban la boca de esos sabores intensos de la infancia”.
Mario cuenta que ser concejal de Pelayos le permite mantener la conexión con sus raíces y con su familia después de siete años en Inglaterra. Tiene a su abuela, a su madre y a su tío enterrados en Pelayos. Y luce una cicatriz en el hueco del mentón, una brecha que se hizo al caerse de la bici de niño y que le cosió el doctor Carlos. “No he querido operarme para borrarla porque es algo que me pasó en Pelayos y lo llevo con orgullo”, dice.
Su amiga Concha Velasco también fue quien le animó en la investigación para encontrar los objetos perdidos del monasterio de Pelayos, que es el más antiguo de Madrid, más incluso que el de El Escorial. Es un monasterio cisterciense del año 1150 que en los siglos XV y XVI gozó de enorme poder y dinero. Ahora está en ruinas, pero todavía conserva parte de su arquitectura mudéjar, románica, gótico isabelina y barroca. Mario explica que, desde la expropiación de bienes y tierras de la Iglesia de 1837, desaparecieron sus obras de arte. Y no solo eso sino también piedras, columnas, dinteles y las campanas. Muchas piedras se pueden distinguir por los chalés de la zona.
Cuenta también que, hasta que en 1974 el arquitecto don Mariano García Benito lo compró y empezó a conservarlo, hay un vacío histórico y no se sabe qué pasó exactamente desde la desamortización de Mendizábal. Hace cuatro años, Mario interpuso una denuncia en la Guardia Civil por todos los objetos desaparecidos. Los delitos, por supuesto, habían prescrito. Pero a partir de entonces Concha y él formaron un equipo para localizar todas las joyas extraviadas y seguir la paciente labor de don Mariano tras su muerte. Lo hicieron a partir de inventarios y libros de viaje. Acaban de identificar unos relieves del monasterio en el Museo del Prado. Mario cree que hay más de sesenta o setenta pinturas aún sin localizar.
De pequeños, se colaban en el monasterio porque decían que había un túnel que lo conectaba con el castillo de la Coracera de San Martín de Valdeiglesias, que está a cinco kilómetros. Entraban en busca de aquel túnel que nadie había visto y se metían por las cuevas góticas, oscuras y frías donde los monjes almacenaban el vino. Le fascinaba adentrarse en aquel templo misterioso y medio derruido para intentar encontrar aquello que nadie había encontrado. Y, de alguna manera, esto es lo que sigue haciendo con esta investigación.
“Esa caseta no va a resistir la tormenta”, le comenta Mario al señor inglés de la parcela de al lado. Señala una choza enclenque hecha con telas, palos y finas láminas de madera. El hombre se limita a asentir con la cabeza y sonreír. “Va a ser dura la tormenta”, repite el hombre. No sabe que Mario es meteorólogo y que mañana le espera un turno de doce horas para monitorizar el temporal Ciara. “Sí, mejor prepararse”, le contesta Mario.