La queja se repite demasiado:
“I can’t breathe!” (“¡No puedo respirar!”)
Y la respuesta suele ser la misma:
“Si puedes hablar, puedes respirar”.
El diálogo acompaña a un forcejeo en el que, generalmente, varios policías reducen a un sospechoso o a un recluso negro. A veces, demasiadas, este sometimiento acaba en asfixia. Se ha comprobado recientemente con el inolvidable “I can’t breathe!” que George Floyd pronunció antes de fallecer hace un año en Minneapolis, y que se ha convertido en el slogan del movimiento Black Lives Matter. Sin embargo, los ejemplos de la mano dura policial con la población de razas minoritarias se suceden con asiduidad, tanto en Estados Unidos (Manuel Ellis, Derrick Scott, Eric Garner…) como en otros países. Australia es uno de ellos.
David Dungay Jr falleció en la prisión de Long Bay, ubicada en Sídney, el 29 de diciembre de 2015. Varios agentes decidieron trasladar al recluso de celda y éste no hizo caso a las indicaciones. Se abalanzaron sobre él mientras el joven de 26 años comía galletas -según varios reportes, para regular sus niveles de sangre, ya que era diabético-, le redujeron, le arrastraron al nuevo habitáculo, le colocaron bocabajo y le inyectaron un sedante. Antes de morir, Dungay dijo 12 veces que no podía respirar, casi las mismas que los policías afirmaron que si era capaz de hablar, era por algo. El recluso era aborigen, estaba cumpliendo una condena por agresión, intento de abuso sexual con agravantes y participación en un robo. Le quedaban tres semanas para salir en libertad condicional. Durante la investigación forense sobre su muerte celebrado en 2018, salió a la luz pública un fragmento del vídeo que inmortalizó el fatal desenlace. Éste se cortó cuando Dungay dejó de respirar.
Aunque su figura ha sido recordada durante las manifestaciones de Black Lives Matter en Australia, afirmar que Dungay es el Floyd australiano es simplificar demasiado. Hay similitudes contextuales, como el alarmante trato de las autoridades a la población aborigen o, en EE.UU., a la afroamericana y a otras minorías, pero hay una diferencia sustancial: el principal responsable que acabó con el aliento de Floyd ha sido declarado culpable en un año, los que hicieron lo mismo con Dungay, no. Por eso, tras el fallecimiento de su hijo hay una madre coraje, Leetona Dungay, que lleva seis años moviendo tierra y mar para que se haga justicia. Ahora, ha conseguido que su lucha llegue a instancias de las Naciones Unidas.
La cronología de su determinación comienza casi un año después de la muerte de su hijo. En diciembre de 2016, lideró una marcha familiar a las afueras del edificio de Instituciones Penitenciarias de Nueva Gales del Sur en Sídney, tras conocerse que las investigaciones policiales internas no determinaron que hubiera negligencia en el trato mortal a Dungay. La imágenes de la agresión aún no se habían hecho públicas y Leetona presionó para que todo el mundo pudiera ver lo que le hicieron a su hijo.
“Es difícil de creer que hoy en día, en Australia, este tipo de cosas sigan ocurriendo, pero estoy aquí ante ustedes como madre de un hijo que me fue arrebatado cuando todavía era un niño”, afirmó entre lágrimas durante la marcha. “¿Por qué encerramos a nuestros jóvenes aborígenes en la cárcel? ¿Cuántos de ellos tienen que morir? Estamos en 2016, no en 1816 o 1916. Tenemos que enfadarnos”.
Dos años y medio después del fallecimiento de Dungay, en julio de 2018, comenzó la investigación forense. Tras varias semanas de evidencias y comparecencias, se determinó que la responsabilidad de la muerte no fue de los agentes que redujeron a la víctima, sino del sistema penitenciario por no haberles instruido sobre cómo evitar la asfixia. El médico que intentó reanimar al joven confesó que había sido la primera vez que aplicaba técnicas de primeros auxilios y la única persona que recibió un tirón de orejas fue el enfermero que le sedó -previa orden de uno de los agentes-. Todo quedó en una disculpa del comisario de Instituciones Penitenciarias, Peter Severin, quien reconoció “fallos organizativos”.
Leetona no aceptó ni las disculpas, ni el fallo del tribunal y decidió seguir su lucha para que la muerte de su hijo sirva, al menos, para cambiar un sistema que “está en crisis”.
“El Gobierno y las autoridades penitenciarias tenían la obligación de mantener a David a salvo, con personas debidamente formadas para mantenerlo con vida. El sistema falló y David perdió la vida por culpa de ese error. Mi hijo tenía derecho a vivir”, señaló. “La ONU tiene que saber que hay una crisis en este país”.
Leetona está respaldada por dos excelentes abogados australianos dedicados a la defensa de los derechos humanos. Jennifer Robinson, que también lleva el caso de Julian Assange, y Geoffrey Robertson QC, que representó al expresidente de Brasil, Lula Da Silva, frente al Comité de Derechos Humanos de la ONU por el trato que le dio el sistema judicial brasileño.
La denuncia sostiene que Australia violó los derechos humanos de Dungay y no protegió su vida. Además, también pretenden presionar al Gobierno por su historial de muertes de indígenas bajo custodia. Desde 1991, al menos 474 aborígenes han muerto mientras eran supervisados por las autoridades. Según datos de los Servicios Penitenciarios de Australia, actualmente, un 3% de la población es aborigen, así como un 29% de los reclusos. En 1989, la población indígena era de un 1,1% y la de reclusos aborígenes de un 14,3 por ciento. ¿Qué ha cambiado en todo este tiempo? Poco o nada.
Precisamente en 1991 se creo en Australia una comisión sobre muertes de aborígenes bajo custodia y se llevaron a cabo más de cien recomendaciones para frenar una crisis que reflejaba y refleja la falta de equidad y justicia, consecuencia del racismo sistémico y de la desventaja social en la que viven las comunidades aborígenes. Según Leetona y sus abogados, la situación en pleno 2021 es casi idéntica que hace 30 años a juzgar por los casi 500 fallecimientos de indígenas bajo custodia policial.
“El Gobierno australiano tiene obligaciones reguladas por el derecho internacional para proteger la vida y evitar las muertes en custodia”, señala Robinson. “La tasa sigue siendo inaceptablemente alta, con al menos cinco fallecimientos en lo que va de 2021”.
Bien respaldada, la lucha incansable de Leetona sigue su curso y ahora será la voz aborigen que denunciará las injusticias del Gobierno australiano en el mundo. Buscará las respuestas que no ha encontrado en su tierra sobre si las autoridades que acabaron con la vida de su hijo cumplieron con las leyes de derechos humanos o no, pero también sacará a la palestra un asunto apenas conocido fuera de las fronteras australianas: el fracaso histórico y sistémico del país hacia una parte de su población a la que le debe muchísimo.