Érase una vez un idílico pueblecito situado en Austria, a orillas de un lago, a los pies de las montañas. Se llamaba Hallstatt. Sus casas y callejuelas alpinas rezumaban encanto.
Tanto encanto, que en 1997 la Unesco decidió calificarlo patrimonio de la humanidad. Tanto encanto, que, en 2006, un programa de televisión de Corea del Sur lo señaló como un destino excepcional. Tanto encanto, que en 2011 un millonario chino construyó una réplica en su natal Guangdong. Y, en fin, tanto encanto, que Disney se inspiró en su mágico perfil para crear la villa de Frozen.
Y aquí llegó el fin del encantamiento. Hallstat recibe hoy 10.000 turistas al día. Proporcionalmente, eso multiplica por seis los turistas que recibe Venecia. Proporcionalmente, el problema es mayor que en Machu Pichu, la isla de Komodo o Santorini. Proporcionalmente, nada que ver con nuestro San Juan de Gaztelugatxe, inmortalizado en Juego de Tronos.
Dormir en el reino de Arandelle –perdón, en Hallstat- cuesta entre 300 y 400 euros, aunque la mayor parte de los turistas son de día: se desplazan desde Viena –a tres horas y media en tren- o desde Salzburgo –a una hora en coche-. Eso hace su turismo, si cabe, más estresante.
Los turistas recorren la población buscando el mejor ángulo para alimentar su cuenta de Instagram con el selfie correspondiente. Y muchos no son precisamente educados. Los residentes se quejan de que muchos confunden su adorado lugar natal con un decorado o un parque temático. Y utilizan sus baños, saquean sus casas y vuelan drones.
Total, que en este momento de la invasión el alcalde, Alexander Scheutz, ha pedido ayuda. Y ruega a los fans que no se acerquen por allí o, al menos, recuerden que Hallstatt no es un museo. Se ha puesto como objetivo reducir el número de turistas al menos en un tercio y para eso está pensando en cerrar carreteras. De momento, a partir del próximo 1 de mayo, limitará el número de autobuses a un máximo de 54 al día.