Juan está rebuscando leños en los alrededores de su casa. No vive en el campo. Vive en pleno centro de Caracas; pero desde hace más de dos meses Venezuela se está quedando sin gas y la escasez comienza a ser dramática, así que en su familia han comenzado a cocinar en un horno de leña improvisado en la terraza. Desayuno, almuerzo y cena (cuando hay economía para las tres ingestas), son ahora menús de paciencia y humo para el asma.
Los venezolanos han comenzado a inventar y reinventar soluciones para poder sobrevivir y cocinar porque el 89% del país consume bombonas del Gas Licuado del Petróleo (GLP) que suministra en exclusiva PDVSA Gas Comunal (sólo el 7% consume gas metano directo en sus residencias), la empresa estatal fruto de la expropiación en el año 2007 por parte del expresidente Hugo Chávez de las dos mayores empresas productoras de gas del país en aquel momento: Tropigas y Vengas.
La estampa de la cocina a leña es cada vez más habitual en un país en crisis acostumbrado a la escasez de casi todo y, en pleno siglo 21, parece la única solución por el momento ante la falta de explicaciones oficiales de porqué no llega el gas. Los más afortunados cuentan con una cocinilla eléctrica para toda la familia, aunque los constantes apagones que pueden dejar durante horas sin luz al país tampoco ayudan con la efectividad de este método.
Venezuela es el octavo país del mundo con reservas certificadas de gas natural. Según la Agencia Internacional de la Energía (IEA) cuenta con 5.740 miles de millones de pies cúbicos; y sin embargo no puede satisfacer su demanda interna. Los motivos son diversos y los expertos señalan como factores principales la baja producción de petróleo y gas y la merma en la operatividad de plantas procesadoras debido a una mala praxis y corrupción acuciante de los directivos durante años.
Según una fuente del sector citada por el periódico Crónica Uno y que prefiere no ser identificada por miedo a represalias, la escasez de GLP “se origina desde la producción pues en el país hay gas, el punto es que la infraestructura para procesar y distribuir el gas no funciona; por ejemplo, la planta de fraccionamiento de Jose, donde se produce actualmente todo el GLP del país múltiples problemas técnicos: turbinas, compresores y trenes dañados”.
Desde la planta de fraccionamiento de Jose, el 100% del GLP se transporta a las plantas de suministro vía cabotaje o poliducto, y de ahí se lleva a las plantas de llenado a través de cisternas o camiones habilitados, aunque según estas mismas fuentes de PDVSA Gas Comunal, se estima que en la actualidad, el 50% del transporte de cisternas de gas están fuera de servicios por problemas técnicos, algo que el gobierno no se ha preocupado en reparar hasta la fecha.
Desde el año 2011, cuando Chávez todavía estaba vivo, Venezuela comenzó a importar GLP para compensar la falta de producción autóctona, pero a día de hoy las importaciones se dificultan debido a las sanciones de EEUU. Estas medidas coercitivas incluyen también posibles castigos económicos a compañías extranjeras que vendan combustible al país, excepto el diésel, por razones humanitarias. Esta situación ha provocado que la escasez de GLP en estos momentos supere el 60% según los expertos y eso pone al país en una situación crítica y con malas expectativas respecto al futuro.
Según Nelson Hernández, ex directivo de PDVSA Gas Comunal, en entrevista con el medio venezolano El Diario, el consumo promedio de GLP (gas propano) de una familia venezolana se sitúa actualmente en 45 mil barriles diarios (KDB). Según el experto, ese volumen implicaría que cada familia tendría un consumo normal promedio mensual de 3 bombonas de 10 kg, y según las últimas cifras no oficiales, la producción actual de barriles se encuentra por debajo de los 15 mil diarios.
“En otras palabras”, sostiene Hernández, “si atendemos a la producción solo habría disponibilidad para una bombona mensual por familia, de ahí el caos que vemos en la actualidad en las calles de todo el país, cuando vemos a cientos de miles de ciudadanos haciendo colas esperando para conseguir el combustible”.
Pero desde hace casi dos meses, miles de familias ni siquiera cuentan con una bombona al mes. Como el reparto del gas depende única y exclusivamente del gobierno nacional, no existen las alternativas privadas para rellenar las bombonas. El gas, además, como la mayoría de servicios en Venezuela, está subsidiado, y rellenar una bombona de 10 kilos no cuesta más de 50.000 bolívares (0,3 dólares).
Sí hay un mercado negro basado en la corrupción de los transportistas que trabajan en el reparto de PDVSA Gas Comunal. En el mercado ilegal, la misma bombona de 10 kilos puede costar entre 5 y 10 dólares. El salario mínimo de los venezolanos continúa devaluándose y en estos momentos no llega a los tres dólares mensuales. El mercadeo paralelo no es apto para casi nadie así que la mayoría se resigna y sale a buscar leña para su nueva rutina.
Además, se estima que en el país hay un déficit de 12 millones de bombonas y las mismas fuentes de PDVSA Gas Comunal citadas anteriormente aseguran que el 80% de las bombonas circulantes incumplen las especificaciones técnicas establecidas en las normas de la Comisión Venezolana de Normas Industriales (Covenin) y que las revisiones pertinentes no se hacen cuando corresponde, algo que podría llegar a ocasionar alguna catástrofe doméstica.
“Es como si me hubiese traído la vida del campo a la ciudad”, dice Juan mientras enciende su “parrilla” en la terraza de su casa, recordando su infancia, en una zona rural del interior de Venezuela, antes de mudarse definitivamente a la capital cuando aún era un adolescente.
“Pero es muy triste, muy cansón… Cocinar a leña es mucho más lento, el humo causa problemas respiratorios; hay que estar muy pendiente y nos quita tiempo para el desempeño de otras cosas. No disfrutas tu vida. Vivimos en una rutina de supervivencia”, cuenta mientras aparece Carla, su esposa, con el clásico budare (típico utensilio de cocina para asar arepas. Suele tener forma redonda y hace las veces de una plancha de cocina) y la harina de maíz precocida para el desayuno en las manos.
Juan y Carla son una familia normal de clase media venida a menos por la pérdida de poder adquisitivo del común de los venezolanos; pero van “resolviendo”, como dicen ellos, inventando empleos, “matando tigres” (expresión venezolana que se refiere a la realización de trabajos informales para obtener dinero fácil y completar un salario insuficiente cada mes). Él es camarero y ahora ha colocado un puesto de comida y juguetes en la puerta de su casa. Ella es diseñadora de interiores. Tienen dos hijos adolescentes que suelen acompañar a Juan en el periplo de ir a buscar los maderos.
“Siempre que veo leña, paletas de madera, lo que sea, lo recojo; porque ahora le doy uso constante”, explica el venezolano. “Primero miramos por las calles alrededor de casa, a ver si hay suerte y encontramos algo. Después solemos ir a los parques, a ver si hay algún árbol que se haya caído con la brisa; y muchos días nos toca ir hasta el Ávila (la montaña que rodea Caracas). Nos vamos caminando y llevamos una carretilla y a veces lo tomamos como una especie de diversión, de hacer otras cosas. No queda otra que pensar así. No nos vamos a morir de hambre porque no haya gas”.
La resiliencia de los venezolanos ante cualquier circunstancia podría malinterpretarse como un conformismo construido a base de indiferencia cultural. Pero nada más lejos de la realidad. Es pura supervivencia tallada en la certidumbre aciaga de que nada va a cambiar y de que nada se puede hacer ante un gobierno que dictamina su futuro sin derechos a su antojo. Por el momento, se ha intentado casi todo y protestar, por ejemplo, a juicio de Juan y su familia, ya no sirve para nada salvo para arriesgar la vida en la calle a manos de una policía sin miramientos para disparar a bocajarro a los manifestantes. Ha pasado demasiadas veces.
Al otro lado de la ciudad, a unos 30 minutos de la casa de Juan y su familia, en el barrio de Petare, la popular comunidad del “27 de febrero”, donde viven 32 familias en unas condiciones de desamparo lamentables, lleva meses pidiendo al gobierno de Nicolás Maduro asistencia humanitaria y por supuesto gas para poder cocinar los pocos alimentos que consiguen a diario.
“No existimos para nadie”, se lamenta Rosaura Rivas, de 54 años de edad y una de las más veteranas de la comunidad, que se levantó de manera espontánea en una de las avenidas principales del barrio hace poco más de seis años. Rosaura trabajaba limpiando casas antes de la pandemia y ahora sobrevive con el dinero que le manda una hija que está en Colombia. Son las diez de la mañana y hace calor bajo el techo de metal.
Su casa, o rancho, como se denominan en Venezuela las casas construidas a mano, de ladrillo rojo y techo de uralita en los barrios pobres de la ciudad, es un espacio único donde conviven varias generaciones. Hace tres días murió un viejo de la comunidad en la cama de su casa. No murió de coronavirus (que sepan, porque nunca le hicieron la prueba), sino de pobre, porque no encontraron los medicamentos que necesitaba para una diabetes crónica que se le juntó con los años, la mala comida y el agua contaminada que, aunque se hierva a fuego consciente, resiste a los parásitos y las bacterias como si tuviese inteligencia propia o peor, voluntad de matar a fuego lento.
La familia le ha hecho un altar rústico en un rincón de la casa destartalada que consiste en un bote de patatas Pringles a modo de jarrón, unas flores de plástico, un café guayoyo (americano) al pie y una foto carné del muerto separando las páginas del Nuevo Testamento a la altura de su pasaje favorito, la de los peregrinos que iban camino de Emaús cuando se les apareció Cristo resucitado.
Rosaura tiene un fogón de leña en el suelo de su rancho, pero la comunidad prefiere cocinar en grupo, en el patio que comparten la treintena de familia. Carmen, otra vecina, acaba de poner una olla en el fuego comunal.
“Aquí cocinamos de todo: caraotas (frijoles), arroz, sopas… Lo que tengamos ese día”, explica. “Hace casi tres meses que no nos llega el gas y deberían arreglarlo. Aquí hay muchos niños y no podemos estar haciendo fogones todo el tiempo”. Una vecina de la comunidad tuvo bronquitis cuando comenzaron a hacer fuego a diario y todavía no se ha curado.
El gobierno de Nicolás Maduro no ha dado explicaciones oficiales al respecto de porqué no está llegando el gas a las familias venezolanas, una problemática que fuera de Caracas, pequeña burbuja de comodidades (aunque parezca mentira), se acrecienta de manera considerable. En el interior y en las zonas rurales, hace meses que la leña se acumula en los patios de las casas de pueblo para cocinar a diario, y se alterna con la casualidad o la suerte de la aparición de una cisterna con gas. Ahora, la necesidad urgente llega a la capital mientras los niños de comunidades como la del “27 de febrero” en el barrio de Petare se acostumbran a ponerse la mascarilla a primera hora de la mañana para salir con papá a buscar madera seca. No hay cuarentena contra el hambre.