La deriva de Putin: cómo el resentimiento con Occidente le ha llevado a la guerra
El presidente ruso ha pasado de ser un líder respetado a convertirse en paria internacional
Solo cuatro países respaldaron a Rusia votando contra la resolución de la ONU que condena la invasión de Ucrania
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Lo que ocurrió aquella noche obsesionó a Vladimir Putin durante mucho tiempo. Dicen que marcó su trayectoria, que es clave para tratar de descifrarle. Él era un espía de la KGB destinado en Dresde (Alemania oriental) y el muro de Berlín había caído días antes. Una multitud enfurecida asaltó el cuartel de la Stasi, la policía secreta, y se dirigió también a la sede de la KGB. Putin salió y se enfrentó a ella. Después, pidió ayuda a una unidad soviética cercana. Le impactó su respuesta: "No podemos hacer nada sin una orden de Moscú. Y Moscú está en silencio".
Quizá fue entonces cuando ese hombre decidió convertirse en Moscú. En todo el poder que esa palabra encierra. En sus órdenes. Lo consiguió. Putin, el zar del siglo XXI, domina la esfera política rusa desde 1999, bien como presidente o como primer ministro. Más de dos décadas en las que ha ocupado el centro de la foto con los grandes líderes internacionales. La invasión de Ucrania, la culminación de su delirante autocracia, le ha expulsado de esa fotografía.
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¿Cómo se ha ido forjando su resentimiento revanchista hacia Occidente? ¿Su conversión de líder liberal al autoritarismo? ¿Qué papel ha jugado lo que ha percibido como agravios de Occidente? ¿Cómo ha pasado de ser respetado en el tablero internacional y económico a paria? ¿De aliado a amenaza?
Su aislamiento ha quedado reflejado esta pasada semana en la Asamblea General de la ONU con la aplastante condena a su guerra en Ucrania. Solo cuatro países (además de Rusia) se opusieron a la resolución: Bielorrusia, Corea del Norte, Eritrea, y Siria. 35 se abstuvieron (China entre ellos). La gran mayoría, 141 de los 193 miembros, respaldaron la condena.
Antes de la invasión de Ucrania, la actitud de Putin ante la pandemia de coronavirus ya desató numerosas informaciones sobre su obsesivo comportamiento. Como ejemplo, la imagen tragicómica con el presidente francés, Emmanuel Macron, en una alargada mesa y cada uno en un alejado extremo. Cuentan que incluso a sus asesores más cercanos pocas veces les permite acercarse a menos de tres metros pese a las pruebas y cuarentenas previas.
El día que Putin quiso meter a Rusia en la OTAN
Tras su llegada al poder en 1999, Putin trató de recuperar parte del poder perdido por Rusia tras el derrumbe de la Unión Soviética. Lanzó una feroz campaña para someter a los separatistas en Chechenia. Buscó alianzas con Estados Unidos; e, incluso, en los primeros meses propuso a Bill Clinton que Rusia formara parte de la OTAN. "Clinton dijo '¿Por qué no?', pero la delegación estadounidense se puso muy nerviosa", ha contado el propio mandatario ruso.
Ese mismo año, Clinton anunció la ampliación de la OTAN con un primer grupo de países (Polonia, República Checa y Hungría) que habían pertenecido al disuelto Pacto de Varsovia (la alianza militar de países comunistas creada en respuesta a la Alianza Atlántica). Rusia mantiene que Occidente quebró a partir de entonces un pacto de 1990 según el cual la OTAN no aceptaría a países que pertenecieron al Pacto de Varsovia; es decir, que no se ampliaría hacia el Este.
Más tarde, Putin ofreció su apoyo a George W. Bush en la guerra contra el terrorismo lanzada tras los ataques del 11 de septiembre de 2001.
Sin embargo, su resquemor hacia Estados Unidos fue creciendo, entre otros motivos, por esa expansión de la OTAN hacia el Este. Tampoco le gustó a Putin el apoyo a las conocidas como revoluciones de colores. En 2004, las protestas de la Revolución Naranja en Ucrania anularon la victoria fraudulenta de un candidato respaldado por el Kremlin.
En 2008, la guerra con Georgia marcó el nuevo papel de Rusia -más agresivo- en el escenario global. En 2011, Putin acusó a Washington de alentar las protestas que precedieron su regreso a la presidencia.
La obsesión por la expandir el control de la gran Rusia
En 2014 -y volvemos a Ucrania- las protestas del Euromaidan (la Revolución de la Dignidad) derrocaron al presidente prorruso Víktor Yanukóvich, considerado por muchos títere del Kremlin. Las manifestaciones estallaron después de que este se negara a firmar un tratado de asociación con la Unión Europea.
Ese año Putin se anexionó la península de Crimea. Ese paso le llevó a ser excluido del G8, el grupo de los países más industrializados del mundo. Aunque ese movimiento daña su imagen en el contexto internacional, sus índices de apoyo en casa se dispararon al 80%. Esto, pese a las crecientes denuncias por la represión y encarcelamiento de opositores (políticos, artistas, músicos, empresarios...).
Con el estallido del conflicto en la región prorrusa del Donbás, en el este de Ucrania, las negociaciones de Rusia con Francia y Alemania acabaron estancándose.
En 2015, las acciones militares de Moscú en Siria, en apoyo del régimen de Bachar el Asad, marcaron el rumbo de la guerra civil en ese país.
Con Donald Trump en la Casa Blanca, ambos proclamaron su buena sintonía. Esto, tras las acusaciones de injerencia electoral en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, en el conocido como Rusiagate.
Con Volodímir Zelenski como presidente de Ucrania y la renovada petición de adhesión a la OTAN, Putin se enroca; obsesionado hasta el delirio por impulsar el rol de la gran Rusia con las ex repúblicas soviéticas bajo su órbita y un nuevo orden mundial en juego. Mientras un país se derrumba y su población civil se desgarra, el presidente juega a su propia ruleta rusa.