La voz de Julián al teléfono refleja firmeza y cansancio. Lleva lo mejor que puede el mes que acumula confinado en su apartamento de 60 metros cuadrados. “No me puedo quejar”, desliza en varias ocasiones durante la conversación que mantiene para NIUS desde un barrio bien de Shanghái. Tiene ganas de hablar aunque calibra al milímetro lo que dice.
Tanto él como otros muchos españoles residentes en el núcleo financiero de la República Popular de China miden sus comentarios con lupa, especialmente si no quieren ser deportados, una posibilidad que no disgusta a las autoridades chinas, a quienes la presencia de extranjeros les incomoda. La llamada se corta en tres ocasiones. “Pensarán que no estamos haciendo nada bueno”, bromea. Pero el asunto no es para tomárselo con liviandad. “Tengo una conocida a la que echaron de China en 2020 por criticar al Gobierno en WeChat (WhatsApp chino). Está todo controladísimo”, esgrime. Julián tiene su vida hecha en Shanghái después de 15 años residiendo allí y lo último que quiere es dejar atrás su negocio de importación de alimentos y vinos españoles. Nos pide que no publiquemos una foto suya.
Se ríe cuando le preguntamos sobre cuál es su mayor temor ante la situación que atraviesa. Es la única vez que lo hace durante la charla. No responde a la cuestión con miedos previsibles como el que su empresa está ahogándose por la política de ‘covid cero’ que el Gobierno chino está implementando -este mes sólo ha podido pagar un 10 o un 20 por ciento del salario a sus siete empleados-, “la hostelería es el sector más afectado”, cuenta; tampoco menciona la falta de alimentos que atraviesa la población, los malabares que debe hacer para conseguir productos y la cuestionable calidad de la comida que aleatoriamente le entregan las autoridades; ni siquiera expresa preocupación por la posibilidad de acabar en un centro aislamiento para contagiados. Estos detalles van saliendo más tarde durante la conversación. Su respuesta ante la pregunta de cuál es su mayor temor es otra: “soy muy afortunado”.
Julián dio positivo por covid a los 10 días de estar encerrado. El resultado “anormal” llegó en uno de los test diarios obligatorios que debe hacerse la población. “Yo me reía un poco y decía que ni de coña podía estar infectado. Pasaron cuatro días y me levanté con dolor muscular y fiebre”. Se contagió a través de algún pedido a domicilio “aunque nunca he estado en contacto con ningún repartidor”, durante uno de los tests o “en mi patio porque mi vecino del tercero se infectó y no sé si habría estornudado”.
“El día que peor estaba vinieron a hacerme un test y di positivo. Ahí me dijeron: ‘pues te vamos a llevar a un centro’. Les dije: ‘yo a un centro no voy. Hablé con el Consulado y me ayudaron mucho, la verdad. Hablé con el CDC (Centro de Control y Prevención de Enfermedades de China, que coordina la detección de infectados) y me dijeron que tenía que ir al centro. Yo les dije que vivo solo, que no entendía por qué tenía que ir, tengo un problema de espalda, les envié los informes médicos y nada, me seguían diciendo que tenía que ir”, explica. “Al día siguiente, me llamó la Policía y me dijeron, Julian, si no cooperas estás rompiendo la ley y tendrá consecuencias”. Esta negativa significaría pasar en prisión entre tres y siete años.
Después de enviar sus informes médicos al CDC, de varias conversaciones con las autoridades y de contactos con el Consulado General de España en Shanghái, Julián ha sido de los afortunados. “Una mañana, en el grupo de vecinos dijeron que se habían llevado a una chica de Taiwán y a una china. A mí no me llevaron. No sé si es porque di mucho el coñazo, que supongo que sí, o porque también intentan no llevarse a los extranjeros”.
Los ciudadanos chinos son los que más están denunciando cómo es la vida en esos centros de aislamiento gubernamentales, donde las condiciones han sido descritas por muchos internados como “inhumanas”. Una de las ingresadas afirmó recientemente que se sintió “como si estuviera en prisión”. Por ahora, Julián sigue en casa. “De momento no han venido a por mí. Hace tres días me dijeron tanto en el consulado como en el comité de vecinos que vendrían a hacerme una PCR y de momento no han venido. Podrían venir en cualquier momento”. A aquellos que dan positivo e incluso después de dar negativo, les comunican que les llevarán a hoteles, aunque la realidad es bien distinta, según describen varios internos. Al final, acaban en centros de cuarentena, donde tienen que permanecer hasta que obtengan dos resultados negativos.
El hartazgo de la población va en aumento después de un mes en el que 25 millones de personas están confinadas y donde cada semana hay una nueva medida gubernamental. Si al principio separaron a hijos y padres infectados y más adelante se produjeron desahucios a residentes de edificios enteros para usar sus casa como centros de cuarentena, ahora las autoridades están colocando unas vallas verdes con el fin de impedir que la gente salga de sus hogares. “En mi calle no, todavía, pero en muchas calles sí. Están chapando las puertas. Da miedo”, agrega Julián.
Esto, unido al hambre que está pasando la población, provoca que haya más descontento, más denuncias de los ciudadanos en las controladas redes sociales y algunas manifestaciones que se atajan rápido. “Cortan por lo sano. No se andan con tonterías, pero hay gente pasando hambre, hay gente en situación crítica, de momento no se ha comentado ninguna ayuda gubernamental para paliar esta crisis”, explica Julián. “A los chinos otra cosas sí, pero si pasan hambre, saltan. El shanghainés no es como el Wuhan o el de Shenyang. Esta gente está más occidentalizada, son más mercaderes históricamente y reclaman más derechos”.
La sensación generalizada es que el Gobierno está infravalorando la repercusión que esto puede tener a nivel social y que no está midiendo bien las consecuencias que el denominado “período de prevención y control de epidemias”, tendrá en un futuro. Las razones por las que en China se está optando por una política de ‘covid cero’ son varias, aunque la principal es porque no está preparada para la presión hospitalaria que supondría el tener a millones de residentes infectados. Eso, justo en el año en el que Xi Jinping se postula para un tercer mandato y donde lo menos malo es mantener a su gente encerrada.
Además, los índices de vacunación entre la población mayor de 75 años son muy bajos, una consecuencia directa de la falta de confianza en la vacuna. “Yo entiendo la parte de que si no paran esto en Shanghái se va a infectar el país entero. Probablemente se infecte el país entero aun haciendo esto. Entiendo que lo estén haciendo por este lado, pero…”. Julián resopla, se toma su tiempo. “Esto es una locura”.
Con Shanghái completamente irreconocible, con su economía estancada, inmersa en una falta de suministro de alimentos donde proliferan las mafias que venden productos a precios estratosféricos, donde se hacina a la ciudadanía en centros de aislamiento y donde el futuro es más gris que otra cosa, ahora le está llegando el turno a Pekín. La capital está experimentando tests masivos para evitar que el virus se propague, los supermercados se vacían en puntos de la ciudad y algunas zonas con infectados han sido aisladas. Es difícil aplicar dosis de optimismo para el futuro, especialmente cuando las medidas draconianas no han servido para contener el virus completamente. Julián lo sabe: “tiene toda la pinta de que va para largo”, sentencia sin saber cuánto puede durar una ciudad clave o un país como China cerrado ante un virus que ha venido para quedarse.