A las cinco de la tarde, dos horas antes de que abran el banco de alimentos, la cola ya prácticamente llega al final de la calle en Katherine Road. Todos son muchachos jóvenes, de entre 18 y 24 años, con los rostros escondidos tras las mascarillas y los ojos tristes y cansados. Hay un gesto de dureza en su expresión más allá de la mascarilla. Acarrean carritos de bebé y maletas gigantes vacías, llenas de hambre y de otras bolsas y mochilas, para poder cargarlas de alimentos. Estamos en East Ham, en el este de Londres, uno de los barrios más pobres de Londres y de Inglaterra. Estos jóvenes están esperando que abra la puerta el banco de alimentos de la organización benéfica ‘Newham Community Project’.
Son estudiantes de una veintena de universidades y principalmente viven en el este. La mayoría son indios, aunque cualquier estudiante que se haya quedado atrapado por el Covid aquí en Londres, es bienvenido. Explica Elyas Ismail, el fundador de la organización, que el pasado mes de abril, al principio del primer y estricto confinamiento, detectaron un perfil de población que estaba sufriendo especialmente: universitarios extranjeros con visa de estudiante que se habían encontrado con las facultades cerradas, sin derecho a cobrar subsidios y sin poder trabajar porque todo estaba clausurado. No tardaron en empezar a aparecer las complicaciones económicas. Estaban condenados.
“Los que hay aquí son estudiantes pobres. La gente suele pensar que los estudiantes internacionales vienen de familias ricas, de países ricos, pero estos no lo son —explica Elyas—. Sus padres han hipotecado sus casas y sus tierras, en muchos casos han vendido sus joyas para que sus hijos pudieran estar aquí”. Las matrículas universitarias cuestan entre 17.000 y 23.000 euros en Reino Unido. Sus familias han pagado una parte, pero todavía les queda por pagar el resto, además del alquiler y el los gastos diarios. Suelen sobrevivir realizando trabajos mal pagados como repartidores, camareros, mozos de almacén o de la construcción, pero la pandemia les ha dejado sin trabajo. Por ley, pueden trabajar un máximo de 20 horas semanales.
Elyas nació en Dewsbury, en el norte de Inglaterra, y tras graduarse en la universidad se trasladó a Londres. Sus padres son indios musulmanes. Fundó la ONG hace diez años. Ahora es más necesaria que nunca. De alguna manera, Elyas hace de padre a estos jóvenes. Acuden a verlo para pedirle consejo, para contarle los problemas relacionados con la universidad, con inmigración o con sus caseros. Su móvil suena constantemente. Él siempre responde. “Los han dejado solos”, lamenta. Cuenta que al principio de abrir el banco de alimentos acudieron treinta estudiantes y ahora ya son más de dos mil a la semana los que atienden. Y las cifras siguen aumentando porque están llegando nuevos estudiantes.
El 20 por ciento de los estudiantes universitarios en Reino Unido son extranjeros y, de estos, el 20 por ciento son indios. En total son 56.000. “¿Tenéis algún trabajo?”, nos pregunta uno de los estudiantes indios de la cola. Se llama Athul Raj y está estudiando un máster en Redes de Ciberseguridad en la universidad de East London. Le acompañan tres compañeros de piso. “Estoy buscando trabajo de limpiador, en la construcción, en un almacén, lo que sea. No he encontrado nada. Es muy complicado porque todo está cerrado”, dice. Se pasa la mañana buscando en vano trabajo a través de internet. De momento subsiste con el dinero que le pueden enviar sus padres y con los alimentos que le dan aquí.
Hacen colas en grupos de tres, cuatro o cinco, mantienen la calma en todo momento, son educados y disciplinados, pese al hambre y a la ansiedad que los come por dentro. No levantan la voz, llevan todos mascarilla y siguen las instrucciones de los voluntarios con petos fluorescentes que los dirigen para que no obstaculicen a la gente que camina por la calle. La acera es amplia delante del local que tiene alquilado la ONG, pero luego se estrecha y apenas hay dos metros de acera hasta la parada de autobús de la esquina. La mayoría viven en pisos de diez, quince y veinte estudiantes y en habitaciones de cuatro para abaratar la renta y todos tienen que quedarse estudiando en casa.
Dos horas antes del inicio del reparto de alimentos, todo está preparado en el interior del local. Los voluntarios conversan tranquilamente mientras esperan que llegue la hora. Luego no habrá descanso. Cientos de bolsas están esparcidas por el suelo perfectamente alineadas y listas para ser entregadas con los alimentos básicos para vegetarianos y para no vegetarianos, carne halal para los musulmanes. Luego añaden café, harina y otros productos. El 25 por ciento de los alimentos son entregados por una ONG local que se llaman ‘Fairshare’ y que depende del municipio y el resto los entregan empresarios y gente local. Otros hacen donaciones y ellos van a comprar los alimentos. Han iniciado una nueva colecta de dinero.
El sentimiento de comunidad está muy enraizado en el barrio de East Ham y en todo Londres en general, especialmente entre la comunidad musulmana. Enseguida se organizan para ayudar a los que se quedan atrás. Durante todo el confinamiento los vecinos se han organizado para realizar la compra para aquellas personas que no podían salir de casa porque eran de riesgo o porque no tenían dinero. Este espíritu de comunidad y de solidaridad tan londinense ha sido fundamental durante los duros días del encierro. En el caso del ‘Newham Community Project’, además del banco de alimentos para los estudiantes los martes y los sábados, el resto de los días de la semana reparten alimentos para las familias de la zona sin descanso.
Cualquiera que pase por delante del local, que tiene una enorme cristalera, puede ver a los voluntarios preparar las bolsas, almacenar las latas y los potes y toda la comida que les llega. Las luces están siempre encendidas. Es la única luz que está encendida porque las tiendas de los alrededores tienen las persianas bajadas por el covid. En su interior siempre se puede ver gente trabajando. Todas las tardes hay colas. Para poder conseguir los alimentos, tienen que registrarse primero y rellenar un formulario online. De esta manera pueden distribuirlos por días para evitar que se desborden las colas y asegurarse de que todo el mundo recibirá comida para toda la semana. Los repartos duran tres y cuatro horas.
A las siete de la tarde, la cola ya llega más lejos de la parada de autobús de la esquina. Los voluntarios colocan una mesa cruzada en la puerta que sirve como tendero para entregar los alimentos. Una de las voluntarias lanza gritos a los estudiantes para decirles que todos los que están en la lista tendrán sus alimentos y que los que no están inscritos deben dar prioridad a los otros pero que también recibirán alimentos. Athul es de los primeros de la cola. Ya han llegado sus compañeros. Empieza a avanzar la cola. Pasan por delante de Elyas, que está hablando con una mujer con un niño pequeño que le pregunta cómo puede inscribirse. “Me temo que las colas se van a incrementar todavía más en las próximas semanas”, cuenta.