Desde el inicio de la escalada del conflicto de Rusia con Ucrania, el presidente Joe Biden se ha posicionado de forma tajante en contra de Moscú y a favor de Kiev. El liderazgo de Estados Unidos en la OTAN así lo aconsejaba, especialmente después de la pérdida de influencia del país en el orden internacional durante la última década y los flirteos del anterior presidente, Donald Trump con Vladimir Putin.
Pero la parte complicada de este posicionamiento empieza ahora, después de que Putin haya cruzado las líneas rojas establecidas al declarar la independencia de las dos regiones separatistas del este de Ucrania, que van unidas a una futura ocupación militar. Porque aunque las sanciones económicas han sido inmediatas y se ha conseguido la unidad de las potencias occidentales contra Rusia, Biden no se encuentra en un buen momento de aprobación por parte de la ciudadanía y dentro de unos meses se enfrenta a unas elecciones legislativas que podrían dar el poder del Congreso al Partido Republicano.
Sin embargo, el presidente estadounidense está apostando en firme. A pesar del riesgo que supone embarcarse en un conflicto internacional lejos de sus fronteras, algo que históricamente ha sido penalizado los votantes, Biden está decidido a retomar el liderazgo que su país obtuvo en la geoestrategia mundial, al ganar la Guerra Fría que mantuvo contra Rusia durante una buena parte de la segunda mitad del siglo XX.
Los riesgos son muchos, especialmente si se tiene en cuenta el precedente de la caótica retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán. Por eso en esta ocasión no habrá soldados patrios en suelo ucraniano. La apuesta de Biden pasa por seguir liderando la coalición de países que harán frente a Putin y avanzar en las sanciones que, de forma multilateral, se le pondrán a Rusia.
Como ha señalado recientemente al New York Times John Gans, autor de los discursos del Pentágono en la administración de Barak Obama, no hay que olvidar que “las ganancias de la política exterior rara vez son justas” y a Joe Biden le va costar recuperar la confianza de la opinión pública tras el fiasco de la retirada de sus tropas en Oriente Medio.
Tampoco va contar con el apoyo en bloque, de momento, del Partido Republicano que, a través de dos de sus congresistas (Ted Cruz, senador por Texas y Tom Cotton, por Arkansas) evitó el martes pasado la aprobación de un proyecto de Ley de ambos partidos para penalizar a Rusia, permitiendo solo una declaración de solidaridad con Ucrania.
Históricamente, los logros en el exterior dan un respaldo efímero a los presidentes que se han embarcado en conflictos que han acabado bien. Siguiendo con datos publicados por el periódico neoyorquino, es lo que ocurrió con John F. Kennedy en la crisis de los misiles con Cuba, que tras un 76% de aprobación, vio cómo solo un año después su respaldo bajó al 50%. O con George H. Bush, que vio decaer un apoyo del 89% tras la primera Guerra del Golfo al 29%, en cuanto se deterioró la economía.
En lo que sí hay unanimidad es en la pérdida de reputación que sufre un dirigente en caso de fracaso. Se ha visto con anterioridad en el caso de Biden tras con la reciente experiencia de Afganistán y con otros presidentes estadounidenses como Lyndon B. Johnson, con la guerra de Vietnam o Jimmy Carter, con la toma de rehenes estadounidenses en Irán.
Pero, una vez descartada la opción de que soldados estadounidenses puedan caer en el frente, lo que más factura podría pasar a Biden es la inactividad, la falta de liderazgo y la transmisión de una imagen de debilidad. De hecho, la rapidez en la toma de decisiones en este conflicto, las alarmas continuas acerca de una inminente invasión y la iniciativa en las negociaciones con otros líderes occidentales están siendo bien valoradas por la ciudadanía.
Una encuesta publicada la semana pasada por el portal Five Thirty Eight y realizada por The Economist/YouGov muestra cómo el 50% de los republicanos consultados y el 59% de los demócratas están de acuerdo con la imposición de sanciones económicas a Rusia, mientras que solo un 20% las rechaza.
Y es que una posible invasión rusa de cualquier parte del territorio ucraniano no solo afectaría a la vida de sus 44 millones de habitantes, sino a una gran parte del planeta. Especialmente por la incertidumbre, que siempre es mal recibida por los mercados financieros, pero también porque supone una amenaza para otros países que ya estuvieron bajo la órbita de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Es el caso de Letonia, Lituania y Estonia.
La falta de respuestas daría además impunidad a Putin y rebajaría de forma alarmante la influencia y el poderío de Occidente en la geoestrategia internacional, especialmente el de Estados Unidos. Todo ello no ha dejado mucho margen de elección a Biden, que arriesga su futuro político en los comicios legislativos de noviembre si el órdago le sale mal.
Aunque para esto aún quedan varios meses. “Un tiempo excesivamente largo” para que afecte a “los resultados de las elecciones intermedias”, según dijo la estratega demócrata Jennifer Holdsworth a Fox News. Un riesgo que Joe Biden ha decidido asumir, quizá como último cartucho ante lo que podría ser una debacle para su partido y que puede suponer una oportunidad para posicionar su liderazgo tanto fuera como dentro de sus fronteras.