La mañana de la pelea entre Anthony Joshua y Andy Ruiz por el título unificado mundial de los pesos pesados, Ángel Fernández se despertó temprano, como era costumbre en él. Se levantó de la cama por el lado izquierdo y se puso primero el calcetín y el zapato izquierdos como hacía de forma ritual, por superstición, desde su etapa de boxeador amateur y mantenía ahora como entrenador de Joshua. La noche anterior había dejado la ropa doblada en la mesita junto a la cama con una foto de sus padres encima.
Desayunó en el hotel con el resto de compañeros del equipo que habían viajado desde Inglaterra. Eran quince en total. Todos ingleses, como Joshua. Él era el único español. Con apenas 39 años y dos años como entrenador, Ángel Fernández es uno de los entrenadores jóvenes más prometedores en el país donde se inventó el boxeo y donde los boxeadores son considerados héroes. Era siete de diciembre de 2019. El invierno era cálido en la ciudad de Diriyah, en Arabia Saudita, donde se iba a disputar el llamado “choque entre las dunas” porque Diriyah estaba literalmente en medio del desierto. El combate era la revancha de Joshua contra Ruiz tras haber perdido el título.
Eran las ocho de la mañana y la lucha no estaba prevista hasta la medianoche. Por delante tenía dieciséis largas horas. Se preguntó cómo se habría sentido Pep Guardiola, su referente como entrenador, en las horas previas a la final de la Champions en Roma en el 2009 con el Barcelona. Había visto un reportaje en el que contaban que Guardiola, antes de los partidos, apenas podía comer porque estaba totalmente concentrado. Y que, tras el partido, cuando se relajaba, comía por tres. Ángel solo pensaba en la pelea de esa noche.
El combate se iba a celebrar en un estadio para quince mil personas que habían levantado de la nada, sobre la arena del desierto, en apenas mes y medio, solo para esa velada. Cuando llegaron a Diriyah, dos semanas atrás, por sus gradas aún se descolgaban los andamios y los operarios se afanaban en colocar las sillas y los focos.
Ángel nunca había estado en un recinto de boxeo tan grande. Como boxeador amateur compitió en hoteles, clubes y recintos para quinientas o mil personas. Se había iniciado en las artes marciales de niño practicando taikic en su Cangas de Morrazo natal. A los 19 años se marchó a vivir a Lanzarote donde trabajó en la construcción y como camarero y empezó a practicar kickboxing hasta que un día hizo de sparring de Álex Escallero, campeón de supermedios de España de boxeo.
“La que me metió ahí fue tremenda, acabé por el suelo y vi que tenía que trabajar los puños”, dice. A partir de ese momento decidió dedicarse al boxeo y se puso a ver vídeos de Ricky Hatton para estudiar sus movimientos, cómo iba al cuerpo, cómo tiraba hacia adelante. Un año más tarde, a los 23, se marchó a vivir Inglaterra con su novia, que era inglesa. Solo le puso una condición, que hubiera un club de boxeo cerca. Eso no fue complicado. “En todos los pueblos en Inglaterra hay clubes de boxeo, existe auténtica pasión por este deporte, es normal ver a niños de seis años practicándolo y está lleno de campeones del mundo”, cuenta desde su casa en el tranquilo pueblo de Brockham, a una hora de Londres, donde vive con su novia y sus dos hijos.
Empezó a entrenarse en un gimnasio en el pueblo vecino de Epsom. “Estaba siempre lleno, con veinte o treinta personas corriendo, haciendo de sparring o haciendo manoplas”, recuerda. Quería competir. Hizo dos peleas y luego se fue a otro club más exigente, en Crawley, donde entrenaban púgiles que competían por Inglaterra. “El boxeo es como una adicción a la adrenalina. No lo pasas bien cuando sabes que la otra persona está tan preparada como tú”, dice.
Inició una carrera como amateur que duró trece años. Hizo diez combates y los ganó todos. Su estilo recordaba al del estadounidense Roy Jones, primer peso medio en ser campeón de los pesados. La guardia baja, los brazos abajo con buen movimiento de piernas y un buen jab. Este estilo no gustaba en Inglaterra. “Mi entrenador me decía como pelees así tiro la toalla y se acaba la pelea. Yo me pregunto si ese es tu estilo, ¿por qué lo tienes que cambiar?”. Ahora, como entrenador, potencia y perfecciona el estilo de sus púgiles sin intentar cambiarlos.
Jones era su ídolo. Su mejor pelea fue en una velada en el Metropole de Brighton donde precisamente Jones se encontraba entre el público como invitado. Ángel se impuso en el tercer asalto, cuando pararon la pelea, y le brindó la victoria a Jones, señalándole con el guante. Éste le hizo un gesto para que se sentara en su mesa y estuvieron conversando un buen rato. Se hicieron fotos y le firmó el menú de la cena que todavía hoy conserva. También asistieron su novia y sus amigos. Fue su mejor noche. “Nunca perdí, quizás por mi fuerza mental porque peleé con gente muy buena”, cuenta. Llegó a campeón regional. Siempre compaginó el boxeo con otros trabajos en la construcción y la jardinería. Al principio lo pudo combinar, pero luego empezó a trabajar para una agencia de eventos que lo enviaba cada vez a un pueblo distinto para montar y desmontar escenarios. Las jornadas eran de quince y dieciséis horas, le destrozaban las rutinas de entrenamientos y él es persona de rutinas. En esa época ya tenía dos hijos y una hipoteca.
La cuerda se rompió cuando tuvo que renunciar al campeonato nacional por una operación de amígdalas. Un día llegó a casa reventado de trabajar a las once de la noche y dos horas más tarde sonó el teléfono para que cogiera el camión y se fuera a otro evento. “Recuerdo que llamé a mi madre llorando y le dije que no podía más, que quería volver a casa”. Dejó el trabajo y el boxeo. Tenía 36 años.
Fuera del ring le esperaba el abismo. Cayó en una inesperada depresión. Le costaba vivir lejos del boxeo. “No podía hacer lo que amaba, sabía que a mi edad no llegaría lejos, pero amaba el boxeo”, dice. A veces ni se podía levantar de la cama. “Había días que lloraba, no quería ruidos, quería estar solo”, cuenta. En algún combate había recibido un golpe en la mandíbula y, durante unos segundos, perdió el control de su cuerpo, aunque sabía donde estaba, qué estaba pasando, pero nunca cayó a la lona. Ahora se había desplomado.
La depresión le duró seis meses. Tocó fondo. “Me veía sin trabajo, pensaba qué voy a hacer, yo mismo me presionaba, fue esa mezcla de presión interna y externa”, confiesa. Pidió ayuda. Acudió a terapia. Y su novia le propuso que buscara trabajo como entrenador personal en un gimnasio. Sacó las fuerzas para hacerlo y logró un empleo en un gimnasio en Dorking, cerca de casa. Empezó a remontar. De allí pasó a alquilar un pequeño cuarto con apenas espacio para dos personas donde estableció su propio negocio como entrenador personal. Se dio cuenta de que le gustaba entrenar y alquiló un gimnasio más grande que todavía hoy mantiene.
Pero echaba de menos el boxeo, el ruido de las combas contra el suelo, de los guantes contra los sacos, el olor de sudor, el tacto de la lona del ring. Y le pidió a un viejo amigo boxeador que se llamaba Danny Connar y que se había convertido en profesional si podía ayudar en el club donde entrenaba. Empezó llevando el agua a Connor y a los otros boxeadores, haciendo todo lo que le pedían, y acabó como asistente del entrenador principal.
De ahí pasó a otro gimnasio y a otro en Sutton, en el sur de Londres, donde fue asistente del entrenador de Markus Williams, uno de los mejores boxeadores británicos. “Markus es muy espiritual y el primer día de entrenamiento me puso la mano en el hombro y me dijo siento que vas a llegar a lo más alto”, recuerda. Todo cambió en febrero de 2018 cuando el popular púgil del peso crucero, Isaac Chamberlain, perdió una pelea contra Lawrence Okolie. Chamberlain buscaba otro entrenador y pidió consejo a su amigo Markus, que le recomendó al inexperto Ángel. Éste acudió a su gimnasio, entrenó con él y le pidió que fuera su entrenador.
Chamberlain tenía una pelea con Luke Watkins y, si la perdía, se le acababa la carrera porque “si pierdes dos veces seguidas a nivel nacional, ya estás”, cuenta. “Mi carrera no fue fácil. Siempre hubo piedras en el camino, gente que no me valoró”, cuenta. Chamberlain fue su primer boxeador. “Si empiezas con alguien del tamaño de Isaac, peso crucero (peso antes del pesado), reconocido a nivel nacional, tienes mucho ganado”, dice. Chamberlain se jugaba su carrera en la pelea con Watkins y Ángel también la suya.
La pelea entre Chamberlain y Watkins se celebró el veintiséis de octubre de 2018 en el Copper Box Arena de Londres, ante siete mil personas. Sky Sports emitía el combate en directo y las cámaras entraban en el vestuario. Antes del duelo, Ángel estaba muy nervioso. Ya como boxeador le sucedía que los nervios se lo comían. No podía ir al lavabo y no quería ni calentar ni hacer manoplas. Esos eran los peores momentos para él. Se ponía su música, Gipsy Kings, Bisbal, Bustamante, salsa, música alegre. Hasta que se dirigía al ring con la respiración contenida, separaba las cuerdas, se agachaba y ponía el primer pie en la lona. Entonces se tranquilizaba, se transformaba. Dentro del ring era feliz.
“Mucha gente pierde la pelea en el vestuario, si no controlas las emociones, te comen y te las llevas al ring, y allí tienes que pelear con inteligencia —cuenta—, si metes emociones ya no piensas y debes mantener la cabeza fría”. Las cámaras de televisión mostraban a Ángel confiado, enérgico, animando a Chamberlain en el vestuario. Cuando el miedo le asaltaba, entonces se metía en el baño, se mojaba la cara, respiraba, se calmaba y volvía a salir. Al igual que cuando era boxeador, al llegar al ring se le pasaron los nervios. Esta vez se quedó en la esquina. El combate salió perfecto. Chamberlain nunca había peleado tan bien. Se impuso a los puntos tras diez rounds.
Esa victoria catapultó a Chamberlain y también a aquel joven y desconocido entrenador de metro ochenta al que Markus Williams le puso la mano en el hombro bendiciéndole. Además de formar parte del equipo de entrenadores de Joshua, Ángel es entrenador principal de cuatro púgiles que considera sus hijos. Son Charles Frankham, que es peso ligero, Ohara Davies, superligero, Qais Ashfaq, supergallo, y Sultan Zaurbek, peso pluma. Espera convertirlos en campeones del mundo. Zaurbek ya ha sido campeón mundial júnior.
Precisamente la madrugada que Joshua perdió el cetro mundial ante Andy Ruiz en el Madison Square Garden, el uno de junio de 2019, Ángel estaba en Cardiff con Zaurbek, que acababa de pelear. Tenía intención de ver el combate de Joshua por televisión, pero estaba tan cansado que se quedó dormido al llegar al hotel. A la mañana siguiente se levantó con la noticia de la derrota de Joshua. No se lo podía creer. En los días anteriores Joshua había empezado a seguirle en Instagram y habían intercambiado mensajes de ánimo. “Sentí que acudiría a mí”, confiesa. Y así fue. Joshua le contactó y quedaron en el club amateur de Joshua en Finchley, en Londres. Y probaron. Tras el entrenamiento, le dijo que lo quería en su equipo para la revancha con Ruiz en Diriyah seis meses más tarde.
Su carrera como entrenador ha sido meteórica. En apenas dos años había pasado de llevar el agua en el gimnasio de Sutton a sentarse en la esquina de Joshua. Hacía un año veía los combates de Joshua por televisión y ahora era uno de sus tres entrenadores y estaba en Arabia Saudita en las horas previas del combate más importante del año, el combate que todo el planeta vería. Después de desayunar en el hotel de Diriyah, se fue a caminar con todo el equipo por las dunas de los alrededores.
Anthony Joshua es una mole de metro noventa y ocho de Watford, en Londres, “un tipo humilde y de buen corazón”, algo que Ángel valora en sus boxeadores. “No aparece por el gimnasio con relojes caros ni es estrafalario, pese a ser toda una celebridad”, dice. Joshua llegó a la pelea de Diriyah en perfecto estado físico y emocional. La preparación fue perfecta. Fueron doce intensas semanas en Sheffield. “Preparamos hasta el último detalle, unos días antes Joshua incluso practicó el recorrido del vestuario al ring”, cuenta.
Ángel había pasado horas y horas en la casita del jardín de su casa, un trastero que ha convertido en su despacho, sentado en una vieja hamaca, rodeado de trastos y de objetos olvidados, con la única compañía de su conejo Olly, analizando combates de Joshua y de Ruiz, su rival. Allí es donde lee y estudia, donde piensa, donde sueña y anota sus ideas en un encerado gigante.
Le gusta incorporar ideas de otros deportes, como hace Guardiola. Ha aprendido de Phil Jackson en la NBA, de la selección de rugby de Fiyi, de Cus d’Amato, el entrenador de Mike Tyson, que, cuenta, fue el primero en trabajar la mentalidad e introducir la meditación en los entrenamientos. Ángel asegura que la mentalidad es clave. “Si te meten un jab y tú respondes automáticamente con la derecha, de forma natural, sin pensar, esto es la memoria del músculo, y hay que practicarla, es mucha repetición y mucho fallo, trabajar los fallos es parte de la vida”, dice.
Pero, por encima de todos, está Pep Guardiola. “Pienso que soy igual que él por la pasión, por el trabajo duro, la disciplina, y por buscar la excelencia —dice—. He visto muchos reportajes sobre él, lo que dicen de él otros entrenadores y jugadores que estuvieron a sus órdenes, lo admiro porque es una persona muy inteligente, por el trabajo que está haciendo y porque es del Barça como yo”. Y confiesa que le encantaría conocerle y conversar con él.
Como Guardiola, Ángel es un ladrón de ideas y un obseso de su deporte y quiere tener el control absoluto de sus pupilos para poder mejorarlos y llevarlos a la excelencia. A partir de este verano empezará a trabajar en la universidad de Loughborough, en el centro de Inglaterra, donde instalará su centro de entrenamiento y donde podrá desarrollar a fondo su método de trabajo y su filosofía.
Dice que las cualidades fundamentales que deben tener sus púgiles son la consistencia, el trabajo duro, la humildad y, sobre todo, la disciplina. “Cuando no quieres hacer algo, pero tienes que hacerlo, eso es disciplina y, si tú no tienes esa mentalidad, por mucha clase que tengas, por muy bueno que seas, va a llegar un momento donde vas a necesitarla”, asegura. Quiere dejar un legado y su ambición “no es conseguir uno, dos o tres campeones mundiales, sino muchos más, y esto me llevará toda la vida”.
En el vestuario del estadio de Diriyah, Ángel volvió a mirar la foto de sus padres, la foto que deja siempre sobre la ropa plegada junto a la cama los días de combate, como un amuleto. En ella aparecen en lo alto de la noria de Londres la primera vez que vinieron a verle a Inglaterra. Es lo último que mira antes de cualquier combate. “Los llevo conmigo para que me tranquilicen, para que salga el trabajo bien. Son las personas por las que lucho, por las que hago esto”, dice.
Veinte años después de marcharse de Cangas de Morrazo, sigue teniendo muy vivos en su recuerdo el olor del mar cuando bajaba la marea, el sonido de los barcos que llegaban al puerto o pasaban de largo en dirección a Vigo y que veía desde la ventana de su habitación cuando era niño, el graznar de las gaviotas que lo despertaba por las mañanas, el repicar de las campanas de la iglesia. Procede de una familia muy humilde. Su padre era marinero y tuvo que retirarse a los veintiséis años por una enfermedad y su madre trabajaba de tintorera, y sigue trabajando.
Recuerda la maravillosa presencia de su abuela, que le cuidada y le protegía y se dormía a su lado. El día que falleció fue uno de los más tristes de su vida. Un año después, su maestra le dijo a su madre que seguía llorando en clase por su muerte. “Sueño con poder comprarles una casa a mis padres y devolverles lo que han hecho por mí. Y también cumplir el sueño de mi padre y llevarle al Camp Nou con mis hijos para ver el Barça”, confiesa.
Todo estaba listo para la pelea. Ángel fue el encargado de ir al vestuario de Andy Ruiz para certificar la legalidad de su vendaje. Ya no estaba nervioso como cuando era boxeador ni como en la primera pelea con Chamberlain. Había aprendido a domar los nervios. Quince minutos antes de la medianoche, Joshua emprendió el camino hacia el ring. Ángel y el resto del equipo le siguieron por el estrecho túnel que conducía al cuadrilátero. Recuerda que el túnel era larguísimo. Tardaron tres minutos en recorrerlo mientras escuchaban la música a todo volumen que lo anunciaba y los gritos, la pasión, la locura del público. “Había quince mil almas y parecía que estuvieran encima, como en ebullición”, relata. El público estaba con Joshua.
La pelea fue tal y como la habían planeado. “Joshua hizo lo que estuvo practicando con los sparrings en los entrenamientos y Ruiz se comportaba como pensábamos que se comportaría. Joshua se sentía seguro”, cuenta Ángel. Los dos púgiles agotaron los doce asaltos. Antes del último, en la esquina, le dijeron a Joshua que se mantuviera seguro, que no fuera a lo loco. Se había impuesto a los puntos en la mayoría de los asaltos. “El trabajo estaba hecho. Tenía que ser inteligente y no desenfocarse”, dice. Joshua aguantó y se impuso a los puntos.
Tras la victoria, la euforia se desató. Ángel saltó al ring y enloqueció con el resto del equipo. “Me pasó toda mi vida por la cabeza, mi infancia, mis padres, mi novia, mis hijos, todo el sacrificio, todas las emociones, me acordé de cuando estaba en la nada y ahora, de repente, estaba allí”. Y rompió a llorar, como Guardiola después de ganar el Mundial de clubes de 2009 en Abu Dabi.