Diez años se cumplieron este lunes del golpe de Estado del mariscal Al Sisi contra el gobierno del islamista Mohamed Morsi, primer presidente civil y democráticamente elegido de la historia de Egipto. Una década marcada por el férreo control de los resortes del poder por parte de los militares, manifestado en políticas represivas y falta de libertades, y el deterioro de la economía y las condiciones materiales de los egipcios.
La revolución de la plaza Tahrir, la cooperación instrumental de los egipcios seculares e islamistas, liberales y conservadores, en pro de la construcción de un régimen democrático, la primera experiencia de una autoridad civil salida de las urnas: todo es ya historia (triste). La aspiración democrática para el más poblado de los países de la región –unos 110 millones de almas-, epicentro de la Primavera Árabe, triunfante en el derrocamiento en febrero de 2011 de la dictadura de Hosni Mubarak después de 30 años en el poder, quedaron definitivamente atrás.
El balance de la década transcurrida desde la asonada de Abdel Fattah al Sisi es necesariamente negativo. Llegó al poder mediante un golpe de Estado contra el presidente Mohamed Morsi, el primero salido de unas urnas en unos comicios presidenciales libres. Miembro de la Hermandad Musulmana –el más importante de los movimientos islamistas del mundo árabe-, Morsi se había impuesto en segunda vuelta en las elecciones de los días 16 y 17 de junio de 2012.
Pero tras sólo un año y cuatro días en el ejercicio del poder –apenas tuvo tiempo de redactar una nueva Constitución-, Morsi fue detenido y encarcelado el 3 de julio de 2013 por los golpistas liderados por Al Sisi, a la sazón ministro de Defensa y jefe de las Fuerzas Armadas, tras nutridas protestas en su contra. Aún tardaría Al Sisi un año en garantizarse la victoria en las urnas tras nombrar como presidente interino al juez Adly Mansur.
Después de haber sido condenado a cadena perpetua en 2017, durante un juicio celebrado en junio de 2019, siete años después de su victoria democrática en las urnas, sufrió una indisposición para morir poco después a los 67 años. La historia de un fracaso colectivo para los egipcios. La experiencia democrática duró demasiado poco.
Aunque el proceso siguió derroteros distintos, el tiempo ha acabado igualando en el fracaso las experiencias de transición tunecina y egipcia, consideradas ambas ejemplares para el conjunto del mundo árabe. Los gobiernos islamistas, Ennahda y la Hermandad Musulmana fueron las listas más votadas cuando se les dio libertad de elección a los ciudadanos, acabaron siendo derrocados por las fuerzas partidarias del ordeno y mando.
Desde julio de 2013, la vida colectiva de Egipto está marcada por la supresión de las libertades civiles. Las manifestaciones en la calle están prohibidas. La prensa sufre la persecución implacable de las autoridades. Según la clasificación mundial de Reporteros sin Fronteras 2023, Egipto ocupa el 166.º puesto, por encima de Irak y Yemen, sobre un total de 180 Estados. Miles de oponentes, entre ellos políticos islamistas, periodistas o activistas, han acabado en la cárcel durante los años Al Sisi. A pesar de que el militar había prometido respetar las libertades y lograr la prosperidad de la mayoría de la población.
Por su parte, la economía sigue controlada férreamente por la casta militar. El régimen ha tratado de llevar a cabo una serie de reformas como la reducción de las subvenciones o la subida de impuestos a fin de estimular la economía. O llevar a cabo grandes proyectos en infraestructuras -como la construcción de una nueva capital administrativa cerca de El Cairo-, cuyos costes han sido excesivamente onerosos para el Estado.
Pero las condiciones materiales de la mayor parte de la población no han hecho más que deteriorarse. La inflación de los productos alimentarios ha alcanzado un 60%. Además, la libra egipcia ha perdido en los últimos años cinco sextas partes de su valor frente al dólar estadounidense. Los niveles de paro siguen sin reducirse. La tasa de pobreza rozaba el 30% de la población en 2019.
Sólo el miedo a la represión –no le ha temblado el pulso al dictador a la hora de provocar auténticas matanzas, ya en 2020 se contabilizaban mil civiles muertos como consecuencia de la represión de las fuerzas de seguridad- actúa como freno para la población a la hora de echarse a la calle.
En un modelo inspirado en otras dictaduras árabes, entre ellas las baazistas –la Siria de los Assad, el Irak de Sadam-, Al Sisi se presenta como un padre de la patria capaz de sintonizar tanto con el musulmán piadoso que en su día votó por Morsi como defender como ciudadanos de pleno derecho –víctimas recurrentes de atentados terroristas- a los más de diez millones de egipcios coptos, que practican el cristianismo a través de distintas iglesias. Presumiendo de la estabilidad lograda, el régimen de Al Sisi se ha esforzado por incrementar el turismo en el país en los últimos años.
Occidente, por su parte, pasó de los llamados en favor de la libertad cuando el régimen de Hosni Mubarak se desmoronaba a comienzos del año 2011 a olvidarse por completo de sus deseos de democracia para la más populosa de las naciones árabes. Hoy, como en tantas ocasiones en sus relaciones con los países de la orilla sur del Mediterráneo, los países occidentales trabajan con las autoridades egipcias sin que las relaciones estén condicionadas por la represión y la falta de libertades que sufre el país. A finales del pasado mes de enero, el secretario de Estado de EEUU Antony Blinken, quien tuvo ocasión de dirigirse a los estudiantes de la Universidad Americana en Tahrir, expresaba ante Al Sisi su deseo de reforzar las relaciones entre los dos países.
El principio de realidad obliga a todos los líderes pragmáticos. Es el caso de Recep Tayyip Erdogan –también lo es Al Sisi-, quien, semanas después de su reelección como presidente turco, decidía que su país reabriese embajada en El Cairo después diez años de ruptura, en una decisión replicada por las autoridades egipcias. Erdogan, cuya formación, el AKP, ha mantenido estrechos lazos con la Hermandad Musulmana -ambas comparten, aunque con importantes diferencias, los principios del islam político suní-, sabe que el régimen militar ha vuelto para quedarse y necesita la colaboración de Egipto en la región.
Medios del Golfo avanzaban que antes de que concluya el año, los esfuerzos mediadores de Omán permitirán que el Egipto de Al Sisi y la República Islámica de Irán hagan lo propio en los próximos meses. Hace apenas dos semanas Al Sisi y el príncipe Mohamed Bin Salman escenificaban “la fortaleza de las relaciones” entre Arabia Saudí y Egipto en un encuentro mantenido por ambos en París.
Las tensiones sociales no han desaparecido en Egipto a pesar de la pátina de normalidad que el mariscal de campo Al Sisi ha dado a su régimen. Las condiciones materiales y sociales que vivía la sociedad egipcia en la víspera de la revuelta contra Hosni Mubarak no son muy diferentes de las que hoy padece cuando Abdel Fattah Al Sisi cumple su primera década como dominador de la vida política egipcia.
En definitiva, las aspiraciones de dignidad y libertad que movieron a cientos de miles de egipcios a echarse a la calle, jugándose por ello la vida, en el año 2011 e hicieron de la plaza Tahrir un símbolo regional, siguen sin haber sido colmadas. Antes al contrario, la represión de los años Al Sisi es superior incluso a los últimos tiempos de la dictadura de Mubarak –que no pocos empiezan a recordar con nostalgia. Todo ello augura, antes o después, en el país donde estalló la Primavera Árabe y desde el cual irradiaron el islamismo, el panarabismo y el socialismo árabe, turbulencias, que volverán, antes de nada, a poner a prueba la capacidad coercitiva y represiva del régimen.