El fin atropellado de la ‘Françafrique’
La presidencia de Emmanuel Macron acelera la caída en desgracia de Francia, antiguo poder colonial, en el África septentrional y occidental
El presidente galo promete una nueva estrategia “equilibrada, recíproca y responsable” en la que París se convierta en “interlocutor neutral” continente
En el Magreb, las autoridades francesas son incapaces de normalizar las relaciones con Argelia y Marruecos, países desde los que se acusa a París de “paternalismo” y “neocolonialismo”
“La era de la Françafrique ha terminado”, admitía el pasado mes de enero el presidente francés, Emmanuel Macron, durante su visita a Gabón el pasado 2 de marzo. En la misma alocución, el mandatario francés aseguraba que desde estos momentos París sería “un interlocutor neutral” con el continente. De esta manera Macron certificaba la ruptura con la Françafrique, una manera de percibir África y relacionarse con los países del continente marcada por las acusaciones de opacidad, neocolonialismo y apoyo a las élites gobernantes de la que el mandatario quiere desmarcarse para mantener, en la medida de lo posible, su influencia. Pero falta lo más importante: cómo llevarán las autoridades galas a cabo esa nueva estrategia triunfante en un continente que muta rápidamente y no precisamente en la dirección favorable a los intereses occidentales.
Si la percepción de Francia en el continente es conflictiva desde hace décadas y el debate sobre el diseño de una nueva estrategia con la que competir con las grandes potencias mundiales no es nuevo, lo ocurrido especialmente en los últimos meses ha obligado a las autoridades galas a repensar África de manera atropellada. “Lo que es constatable es el declive relativo de la influencia francesa sobre el continente, principalmente con el espectacular rechazo de la presencia militar francesa en Mali y en Burkina Faso por parte de los nuevos poderes militares en el poder en Bamako y Uagadugú. Pero, un poco por todas partes, hay una debilidad de la atracción francesa”, admitía recientemente el director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS), Pascal Boniface.
MÁS
El mayor ejemplo de la caída en desgracia y el retroceso de Francia en el África occidental lo constituyó la retirada militar de Mali a instancias, no precisamente amistosas, de la junta gobernante en febrero del año pasado. En noviembre Macron ponía fin oficial a la operación Barkhane, aunque los últimos soldados galos habían partido de Mali en agosto. De forma similar, en febrero de este año, las autoridades de Burkina Faso –el país está gobernado por el capitán del Ejército Ibrahim Traoré después de su golpe en el otoño de 2022- anunciaban también la retirada de las tropas francesas tras romper el acuerdo de asistencia militar suscrito con Francia en 1961. Una doble humillación para París.
La inexorable realidad sobre el terreno ha obligado a Macron a anunciar que viene de camino una nueva estrategia global en el Sahel y el conjunto de África, de la que dejó constancia el pasado 27 de febrero. “Es necesario construir una nueva relación equilibrada, recíproca y responsable”, aseveró el mandatario galo para admitir que los tiempos han cambiado y advertir de la renuncia a la “competición estratégica” con Pekín y Moscú. Con todo, Macron aseguraba en Gabón que la salida forzosa de Mali y Burkina no es “ni una retirada ni de un menor compromiso” con África. A falta de concretar el plan para los próximos años el mandatario francés ya ha dejado claro que la presencia militar francesa en África será menor que en la última década. En estos momentos sigue habiendo unos 3.000 soldados franceses en el continente, la mayoría en Níger y Chad. El reto para Occidente de la lucha contra el yihadismo es el mismo en la región.
Francia, percibida de manera cada vez más hostil en el continente, duda y rectifica. El vacío francés y occidental es ocupado, como no puede ser de otra manera, por otros. Es el caso de China, que extiende como ninguna otra potencia sus tentáculos a lo largo y ancho del continente en forma de inversiones, y la Rusia de Putin, siempre dispuesta a aprovechar las debilidades occidentales y pescar en río revuelto con presencia militar, inversora y propagandística.
El ejemplo más gráfico de la caída en desgracia de Francia en los últimos tiempos ha sido cómo las autoridades malienses invitaban a las tropas francesas a marcharse para dar la bienvenida al Grupo Wagner. La empresa privada rusa vinculada al Kremlin, con capacidad para desplegar miles de soldados en zonas de conflicto, lleva más de cinco años presente en África y prosigue su expansión continental. Hace apenas una semana, como ejemplo menor pero no menos significativo de la hostilidad hacia Francia, las autoridades de Burkina Faso prohibían las emisiones de las cadenas France 24 y Radio France Internationale, como antes habían hecho las malienses.
Tensión simultánea con Rabat y Argel
Cuando parecía que la administración Macron había enderezado las cosas con las dos grandes potencias del norte de África –un equilibrio difícil, como el Gobierno español sufre en sus carnes en estos momentos-, la realidad es que las autoridades francesas siguen sin poder normalizar las relaciones con Marruecos y Argelia. La visita de Macron el pasado mes de agosto a Argelia –tildada de histórica por las partes- pretendió, con aparente éxito, suponer el reseteo de las relaciones con la antigua colonia. Aunque se habló de comercio y de gas –el régimen argelino se ha erigido en “un socio prioritario” para las autoridades europeas desde la invasión rusa de Ucrania-, la gira estuvo marcada por la voluntad francesa de revisitar la convulsa historia compartida, marcada por la guerra de la independencia argelina (1954-1962), y por gestos y momentos cargados de simbolismo.
Pero las cosas se torcerían con el caso de la activista franco-argelina Amira Bouraoui, huida a Francia a comienzos del pasado mes de febrero. Bouraoui, una de las figuras más destacadas del Hirak –el movimiento pro democrático nacido al comenzar 2019-, está perseguida por las autoridades argelinas por “injurias al presidente” tras ser condenada en 2021. La periodista, médico y activista entró el 3 de febrero por vía terrestre en Túnez, donde fue detenida e interrogada por la Policía. Fue entonces cuando la intervención de las autoridades consulares francesas permitió que Amira Bouraoui pudiera tomar en el aeropuerto de Cartago un vuelo rumbo a París. Las autoridades argelinas, que la condenaron en ausencia el pasado 24 de febrero, detuvieron a su madre y hermana el pasado 11 de febrero. El enfado de las autoridades militares por lo que consideran una traición de su socio francés ha sido notable.
Así las cosas, la prometida visita del presidente argelino, Abdelmadjid Tebboune, a Francia, sigue sin fecha. Sólo la semana pasada el mandatario argelino anunciaba el regreso a París del embajador argelino en Francia. Pero el veterano mandatario dejaba claro un mensaje: “Nuestras relaciones con Francia son fluctuantes”.
Si las relaciones con Argelia son susceptibles de mejora en las próximas semanas, con Marruecos el escenario es mucho más oscuro. Después de meses tumultuosos marcados por el supuesto espionaje marroquí con el programa Pegasus al propio presidente galo y el enfado en Rabat por la reducción del número de visados concedidos desde Francia a los ciudadanos marroquíes, Macron prometía, al regresar a Francia desde Argelia, una visita a Marruecos para finales del pasado mes de octubre, cosa que no se ha producido –ni hay visos de que vaya a ocurrir- transcurrido cinco meses después.
La visita a Rabat de la ministra de Exteriores Catherine Colonna en diciembre para anunciar el fin de la crisis de las visas no bastó. El clima en el Marruecos oficial y oficialista sigue siendo crudo con Francia, a la que se acusa de neocolonialista y supremacista. En un discurso pronunciado en París a finales de febrero Macron aseguraba que su voluntad era “avanzar con Marruecos” y que las relaciones personales con el rey Mohamed VI eran “amistosas”. Desde Rabat se respondía a través del semanario Jeune Afrique poco después de manera contundente: las relaciones entre Marruecos y Francia no son “ni buenas ni amistosas”.
En el fondo del agrio tono utilizado por líderes de opinión marroquíes y la actitud dura y distante de las autoridades de la monarquía alauita late el mismo reproche y deseo que con España meses atrás: lograr que Francia apoye de una manera más decidida que hasta ahora la marroquinidad del Sáhara Occidental. No parece que París esté dispuesto a moverse de los términos cuidadosamente elegidos para referirse al plan de autonomía marroquí –“una base de discusiones seria y creíble”- con el que Rabat pretende solucionar el diferendo en torno a la antigua colonia española. En suma, tanto desde Argelia como desde Rabat el reproche es básicamente el mismo: una Francia anclada en el pasado, cínica e incapaz de percibir que sus dos antiguas colonias norteafricanas han alcanzado la mayoría de edad y tienen agenda e intereses propios y no siempre coincidentes con los del Elíseo.
“África es para Francia un reto mayor. Es necesario relanzar verdaderas asociaciones y evitar situarse en la posición de quien da lecciones”, recomendaba el director del IRIS Pascal Boniface. Con todo, la historia lo demuestra, este tipo de procesos de sustitución no suele darse nunca de la noche a la mañana. Francia es, no hay demasiadas dudas sobre ello, una potencia media y declinante de una Europa incapaz de concebir una política exterior común en un mundo que vira cada vez más hacia Asia. Pero, muerta la Françafrique y a falta de diseñar una estrategia africana atractiva, empática y pragmática, Francia seguirá gozando de un peso relativo, mayor que el resto de países europeos, en el continente. La tradición africanista de la diplomacia francesa no se evaporará de la noche a la mañana, y la red de intereses galos en el Magreb seguirá representando una realidad persistente en los próximos años.