De todas las historias de Oriente Medio, podría decirse parafraseando al poeta español que la de Irak es, si no la más triste, una de las más descorazonadoras. Al cumplirse este fin de semana dos décadas desde el comienzo de la invasión estadounidense y derrocamiento del régimen de Saddam Hussein el país del Éufrates y el Tigris sigue padeciendo, entre otros males, la violencia, el sectarismo y la corrupción masiva.
Veinte años después de la llegada de las tropas estadounidenses y británicas –invasión que Washington y Londres justificaron en la existencia de unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron- la democracia prometida por la Administración Bush sigue siendo una aspiración. Irak es un producto del colonialismo europeo, al igual que el resto de países de Oriente Medio, cuyas fronteras actuales no responden a divisiones étnicas, religiosas o tribales. Casi el 75% de los iraquíes son árabes, pero más del 21% son kurdos, concentrados en el norte y el noreste (donde rige consagrada por la Constitución de 2005 la región autónoma del Kurdistán). Más del 65% de los iraquíes son musulmanes chiitas –el país árabe con más población de esta comunidad- y algo más del 30% son sunitas, la rama del islam mayoritaria en el mundo árabe.
La dictadura de Saddam Hussein –de ideología secular, socialista y paranabista- gobernó férreamente un país de mayoría chiita gracias a un Ejército y unos servicios de seguridad controlados por la minoría sunita, de la misma manera que el régimen del clan Assad gobierna perteneciendo a la secta alauita, que es minoritaria en Siria. El derrocamiento del régimen baazista iraquí dio paso a la tarea hercúlea de tratar de implantar una democracia liberal en un país sin tradición ninguna en este sentido, profundamente dividido por el sectarismo y décadas de resentimiento entre comunidades. El resultado fue un escenario ingobernable que se traduciría en insurgencia y guerra durante largos años.
El desgarro interno entre comunidades religiosas no puede entenderse sin el afán expansionista del vecino Irán, centro político y espiritual del islam chiita. Como en Líbano o Yemen, Teherán patrocina a varios partidos políticos y grupos armados a lo largo y ancho de Irak. En este sentido, el reciente acuerdo alcanzado entre Arabia Saudí e Irán otorga esperanzas para el futuro en Irak, al igual que en otros muchos puntos de la geografía regional. Por si fuera poco, el campo chiita se encuentra dividido en Irak entre grupos cercanos al régimen de los ayatolás y partidos u organizaciones opuestas a la influencia e injerencia iraní, como es el caso del Movimiento del influyente clérigo Moqtada al Sadr.
La guerra ha sido una de las pocas constantes de las últimas dos décadas de la historia de Irak. Primero el naciente Estado y sus aliados estadounidenses tuvieron que vérselas con la insurgencia sunita. Poco ayudaban las políticas sectarias del primer ministro chiita -del partido Dawa- Nouri Al Maliki en sus más de ocho años al frente del Ejecutivo. Primero fueron otros ocho años de combate contra el Estado Islámico y Al Qaeda que terminarían en 2011. Después llegaría el califato del terror –que tuvo en su poder en el momento de mayor apogeo casi la mitad de los territorios de Siria e Irak-, al que una amplia coalición internacional sólo acabaría derrotándolo en el verano de 2017.
Derrotado el Estado Islámico –aunque grupos afines a la organización vuelven a reorganizase en varias provincias del norte y el oeste del país-, Irak, que en marzo de 2023 sigue viviendo dentro de las líneas trazadas por Sykes-Picot hace más de un siglo, trata de entrar en una nueva e inédita normalidad tras dos décadas de violencia. Desde octubre pasado el país está gobernado por un gabinete encabezado por Mohamed Shia Al Sudani, un ejecutivo nacido de las elecciones parlamentarias de un año atrás (y tras doce meses de bloqueo). Una de las grandes incógnitas ahora del frágil sistema político iraquí es si el Movimiento Sadrista, que fue el grupo más votado en los comicios de octubre de 2021, se presentará o no a las elecciones a los consejos provinciales previstas para este año.
Como en otros países árabes la corrupción es un mal endémico de mal pronóstico. El saqueo de las arcas públicas por parte de la élite dirigente es continuo. A pesar de los extraordinarios recursos financieros de los que dispone el Estado gracias a las exportaciones de hidrocarburos las administraciones son incapaces de asumir servicios básicos para la ciudadanía. En 2019 Irak vio brotar su particular secuela de la Primavera Árabe, con masivas protestas –sobre todo en el centro y el sur del país- que exigieron el fin del sistema político nacido de la caída de Saddam, la muhasasa, y el sectarismo que este consagra, la lucha contra la corrupción y el paro y mejores servicios públicos. Las concentraciones duraron hasta que, en el verano de 2021, la represión de las fuerzas de seguridad del Estado hubo terminado de desactivar el movimiento (el balance de víctimas mortales rondó el millar).
La violencia sigue siendo una realidad cotidiana en Irak, aunque felizmente para su población los niveles se han reducido en los últimos años. Entre los últimos atentados más mortíferos cabe destacar el registrado en julio de 2021 en las calles de Bagdad (35 fallecidos) con el sello del Estado Islámico. Más recientemente, el anuncio de la retirada de la política de Al Sadr desencadenó una serie de disturbios que dejaron en agosto del año pasado 30 muertos y centenares de heridos en Bagdad. En diciembre pasado otro ataque del Daesh a la Policía iraquí acabó con la vida de 9 agentes en Kirkuk. El balance total, en fin, de las dos décadas de guerra y muerte se acerca lentamente a los 300.000 muertos y supera los 9 millones de desplazados en Irak.
Por otra parte, la inflación derivada de la guerra en Ucrania también ha tenido su reflejo en Irak, golpeando con virulencia las economías domésticas en un país que cuya renta por habitante se sitúa en los 9.500 dólares y en el que el paro juvenil rebasa el 35%. A los problemas económicos, políticos y de seguridad, han de añadirse los medioambientales. Irak padece ya con virulencia las consecuencias del cambio climático en forma de sequías, desertificación y escasez de agua potable (no en vano, el Éufrates y el Tigris están seriamente amenazados). Más de cuatro millones de iraquíes precisan de ayuda alimentaria, según Naciones Unidas.
Entretanto, aunque Estados Unidos mantiene su compromiso militar –con 2.500 soldados aún en su territorio- y asistencial con Irak, el mundo está cada vez menos preocupado por Oriente Medio en general y en particular por este país de 40 millones de habitantes asentado sobre parte de las tierras del Creciente Fértil. No todo está perdido en Irak y sin duda a favor del futuro del país de Oriente Medio está una población joven y en rápido crecimiento –la edad media de los iraquíes es de 21 años-, además de unos suculentos recursos naturales –Irak es el segundo exportador de crudo de la OPEP y cuarto del mundo- que siguen atrayendo millonarias inversiones foráneas. Y, sobre todo, las ansias de paz y estabilidad de un pueblo que ha sufrido demasiado.