Ópera de Sídney, 50 años de imperfecta grandiosidad
Se trata del edificio más icónico de Australia y su historia alberga traiciones, retos y ambiciones que han durado cinco décadas
La mayor crítica siempre fue que la acústica nunca hizo justicia al exterior, algo que se han visto obligados a remediar con una extensa obra
En su 50 cumpleaños, la Ópera de Sídney se ha vestido de gala para demostrar que, ahora sí, es una obra acorde con las expectativas
Una de las construcciones más icónicas del mundo celebra este año su 50 aniversario. Lo hace con orgullo por haberse convertido en un edificio reconocible lejos de las fronteras australianas y que acapara la atención de 11 millones de visitantes al año. Medio siglo después de su inauguración, la leyenda de una de las obras arquitectónicas más innovadoras del siglo XX sigue viva y ayuda a alimentar el mito. ¿Qué sería de una construcción tan emblemática sin una historia marcada por las traiciones, los retos, las imperfecciones y la ambición? Estos elementos han servido para dar las últimas pinceladas de misticismo al perfil de esta compleja estructura enclavada en el puerto de Sídney y considerada como una obra maestra de nuestro tiempo.
Jørn Utzon, el arquitecto danés que diseñó, que ganó el concurso y que abandonó el proyecto antes de finalizarlo, falleció en 2008 sin haber regresado a Sídney jamás y sin ver su obra terminada. Aun así fue consciente del éxito de su creación, que fue incluida en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO un año antes de su muerte junto a otras edificaciones como el Taj Mahal, las antiguas pirámides de Egipto o la Gran Muralla China. Su visión, sin embargo, nunca fue ejecutada como él deseó.
MÁS
Si el reconocimiento en cuanto a la creatividad, a la innovación, a la forma arquitectónica y al diseño e ingeniería estructural es unánime y ha servido de inspiración al mundo de la arquitectura, éste no ha estado exento de polémica. El éxito de su aspecto siempre ha contrastado con el fracaso en algo tan esencial como la acústica. Cuando se convocó el concurso internacional de diseño en los años 50, el requerimiento era el de llevar a cabo “el mejor teatro de ópera que pueda construirse”.
Un estudio de 2011 publicado por la revista musical Limelight y realizado tras una encuesta a músicos, críticos y espectadores concluyó que tenía la peor acústica de los 20 recintos analizados. Incluso el actor, John Malkovich, fue muy crítico en 2014. “Sólo he actuado en unos 200 teatros de ópera, y desde luego (éste) tiene una acústica que haría un flaco favor a un hangar de aviones (…) no es el lugar más sabio para montar nada... con la posible excepción de, quizá, un circo”, afirmó.
Una remodelación necesaria
El añejo objetivo del Gobierno de Nueva Gales del Sur de crear “el mejor teatro de ópera que pueda construirse” se quedó corto hace cinco décadas. Durante todo este tiempo, el envoltorio no hizo justicia a un contenido que recientemente ha sido adaptado para solventar estas imperfecciones derivadas de las limitaciones del espacio. El verano pasado finalizaron las obras de remodelación interior en la Sala de Conciertos que duraron dos años y medio (sobre un plan de modernización paulatino de dos lustros). Dicen los que han formado parte de la misma, que 123 millones de euros después, la mala acústica se ha solucionado e incluso se han superado las expectativas.
Los remedios han sido varios: la instalación de 18 “pétalos” colgados del techo y controlados por ordenador que proyectan el sonido y modifican las condiciones acústicas; las paredes, que anteriormente tenían un diseño de dientes de sierra, ahora son onduladas; se han añadido paneles de difusión acústica en las actuaciones sin amplificación, mientras que las amplificadas cuentan con un nuevo sistema de sonido. Otras de las modificaciones han sido la bajada del escenario 400 milímetros para estar más cerca del público y el diseño en forma de herradura para que los músicos de orquesta se oigan mejor entre ellos.
Craig Whitehead, CEO interino de la Orquesta Sinfónica de Sídney, fue el primero en experimentar el cambio de acústica que tan criticado fue por otros miembros de la industria en el pasado, como Edo de Waart, antiguo director de la Orquesta, quien amenazó con boicotear el edificio por su mala acústica. “Significa mucho para nosotros el tener una Ópera renovada. Tenemos una de las mejores orquestas del mundo y ahora contamos con una Ópera acorde. Era muy importante el llevar a cabo esta actualización. La parte exterior siempre ha sido icónica, pero el interior nunca estuvo pareja y ahora tenemos una acústica a la altura del exterior del edificio”, sostiene Whitehead, cuyo homólogo a comienzos de los años 50, Eugene Goossens, impulsó la necesidad de crear un espacio apropiado para la Orquesta Sinfónica de Sídney mientras la ciudad vivía eclipsada por Melbourne, que celebraría los Juegos Olímpicos de 1956.
“Mi primera impresión fue mientras escuchaba un momento antes de tocar y no podía creer el cambio en el sonido. Ha sido una transformación increíble”, agrega Kees Boersma, contrabajo de la Orquesta Sinfónica de Sídney. También mostró su orgullo el responsable del área de Artes de Nueva Gales del Sur, Ben Franklyn, quien añadió: “(…) Ahora tenemos una sala de conciertos a la altura de cualquier sala del mundo. Ya tenemos una de las mejores acústicas del mundo”.
Razones de la imperfección
La euforia por la “exitosa” renovación es plausible en cada rincón de la Ópera horas antes de que dé comienzo Amadeus, uno de los primeros espectáculos de este nuevo año, donde se ofrecerá una programación especial para celebrar el 50 aniversario de la inauguración del edificio. Sin embargo, el júbilo actual por la mejora de algo tan esencial como su acústica pone de manifiesto las taras de la construcción inicial en una historia envuelta en la polémica. La pregunta es obligada: ¿por qué un edificio de Ópera tan moderno en comparación con otros y tan icónico fracasó a la hora de propiciar una acústica apropiada?
Cuando se convocó el concurso en 1953, se presentaron 233 candidaturas de todo el mundo. La que llevó el número 218, la del arquitecto danés Utzon -de 38 años de edad-, fue relegada a la caja de descartes hasta que un miembro del jurado, Eero Saarinen, la rescató para ser finalmente elegida. En palabras del informe del jurado fue premonitorio, aunque pudo el entusiasmo: “por su propia originalidad, [el proyecto de Utzon] es claramente un diseño controvertido. Sin embargo, estamos absolutamente convencidos de sus méritos”. Fue en ese punto cuando comenzó a gestarse la accidentada construcción del proyecto, cuyo mayor reto era precisamente, el signo que mejor lo identifica: el tejado, tres grupos de ‘caparazones’ abovedados entrelazados que cubren dos salas principales de espectáculos y un restaurante. En el mundo de las ideas, la simbología de la cubierta guardaba reminiscencias a las velas de un barco, a las conchas o a las olas. En la práctica, su construcción era un reto mayúsculo a la gravedad. Trabajar en los principios y cálculos necesarios llevó cinco años, un año menos que el tope inicial del proyecto completo. Éste se extendió a una década y media, y el presupuesto se excedió 14 veces más del monto estimado hasta llegar a los 66 millones de euros que en la actualidad equivaldrían a unos 600 millones de euros.
Agria dimisión de Utzon
Ante tal exceso económico, un cambio de Gobierno al que le entró algo más de urgencia por ver el proyecto finalizado y diferencias con el ministro de Infraestructuras, Davis Hughes, la salida del joven arquitecto se produjo finalmente en 1966, tras abandonar el proyecto con un enfado monumental que le llevó a no regresar a Sídney nunca más. Cuentan que el momento en que el vínculo se rompió se produjo cuando Hughes dejó de financiar el proyecto e incluso le debía dinero a Utzon.
“Si no me pagas, dimito”, le dijo en una reunión el danés. “Acepto tu dimisión, muchas gracias, adiós”, respondió el político. A partir de ese momento, otro arquitecto, Peter Hall, agarró el testigo y terminó el proyecto. Eso sí, con variaciones que distaron mucho de la visión de Utzon.
“Conocí a Hall bastante bien, trabajé con él durante un par de años en el desarrollo de la Ópera cuando me gradué en los años ochenta. Pude entender su personalidad, era elocuente, muy hábil y muy valiente por haber aceptado el proyecto después de que Utzon se marchara en el que fue el edificio en construcción de más alto perfil del mundo en aquel momento”, recuerda Peter Sekules, arquitecto que ahora trabaja como guía de la Ópera de Sídney. “Utzon tenía una idea muy diferente de la Sala de Conciertos y el que ahora se llama John Sutherland Theatre (sala dedicada a las representaciones de teatro). Ambas son completamente diferentes a cómo fueron imaginadas”, sostiene.
Esa variación entre la perspectiva del arquitecto original y el sustituto fue el que acabó afectando a la acústica. El nuevo premier de Nueva Gales del Sur en aquel momento, Robert Askin, cambió los planes y decidió que la vela más pequeña, pensada para obras teatrales exclusivamente, pasara a albergar también espectáculos de ópera; y la vela más grande, que iba a ser la ópera, sirviera de sala de conciertos. Al tener la sala de teatro el foso más reducido, eso acarreó problemas para los músicos, quienes no se oían entre sí. Aquellos cambios también acarrearon problemas con conciertos de rock, los cuales tampoco se celebraban en el espacio ideal y había que buscar soluciones continuas para compensar unas proporciones demasiado huecas y para soportar el peso de equipos y material mucho más voluminosos.
La remodelación del interior del edificio era necesaria y ha quedado prácticamente lista de cara a su 50 aniversario, que será el próximo 20 de octubre. Aún no se sabe si acudirá algún miembro de la familia real británica, como en el día de su inauguración en 1973 sucedió con la reina Isabel II y quien durante su discurso no mencionó a Utzon en ninguna ocasión por tratarse de un asunto demasiado engorroso y politizado. A pesar de las diferencias y de los desencuentros, la grandiosidad de la Ópera es incuestionable y, remediadas sus imperfecciones, ya sólo queda invitar al actor John Malkovich para ver hacia dónde apunta su dedo pulgar.