Jacinda Ardern ha encarnado como primera ministra de Nueva Zelanda una manera distinta de liderar, más humana y con momentos en los que ha mostrado una empatía que resulta inusual entre los máximos mandatarios de otros países. Del mismo modo, su renuncia al cargo -hecha pública este jueves- guarda los tintes que han forjado su liderazgo durante casi cinco años y medio: la transparencia, la vulnerabilidad, la humanidad. El círculo de su periplo en la presidencia no está completo, ella lo cierra antes de tiempo porque, simplemente, no tiene "suficiente en el tanque". No le queda energía, está agotada y piensa que es necesario un relevo que acceda a la Jefatura del Estado con el mismo ímpetu que ella tuvo cuando asumió el cargo por primera vez en octubre de 2017.
El muro que suele haber entre los líderes y el público es más fino en el caso de Ardern, que se ha posicionado como una lideresa cercana a la ciudadanía. Liderazgo del siglo XXI, lo han llamado algunos, sabía nueva en una clase política carca, adaptada a los tiempos y aceptando que la naturalidad es la mejor manera de calar entre la mayoría de sus votantes.
Ardern, de tendencia progresista, ha roto los moldes tras acceder al poder con 37 años de edad y convertirse en una de las primeras ministras más jóvenes del mundo, también por normalizar desde su posición el que haya mujeres en puestos de liderazgo y situaciones como el que tengan derecho a cumplir su baja maternal completa de seis semanas sin que sus carreras se vean afectadas. Ella misma lo hizo y mandó un mensaje inequívoco de lo que debería ser algo normal. Son precisamente los pequeños detalles, tan distintos a la norma, los que han conquistado los corazones de un gran núcleo de sus ciudadanos.
Son varias las imágenes que definirán el legado de su gobierno, pero hay una de marzo de 2019 que describe a la perfección al personaje. Durante el funeral de algunas de las 51 personas que fueron asesinadas (49 heridas) en el ataque terrorista perpetrado por un supremacista blanco en dos mezquitas de Christchurch, Jacinda apareció para mostrar sus condolencias con un velo con el que tendió la mano a la comunidad musulmana residente dentro y fuera de Nueva Zelanda.
Allí, pronunció unas palabras que sirvieron de extensión a la rabia y la pena que mostraba su rostro: “mencionemos los nombres de los que perdimos, no el del hombre que se los llevó… mientras yo hable, él no tendrá nombre”. Aquella frase y la fotografía con el velo dio la vuelta al mundo como una imagen para la esperanza, para tender puentes entre distintas religiones y unir fuerzas contra los extremismos violentos. No le tembló el pulso y acto seguido endureció las regulaciones para adquirir armas en el país con el apoyo del Parlamento.
Pocos meses después, en diciembre de 2019, Ardern se enfrentó a otro drama: la erupción del volcán Whakaari, que dejó 22 víctimas mortales. Otro de los retos a los que se ha enfrentado es la gestión de la pandemia y con el pronto cierre de fronteras fue el país que más rápido actuó para proteger su territorio de los contagios del mundo. La primera ministra fue aplaudida internacionalmente por haber dado una “clase magistral de comunicación en tiempos de crisis”, tal y como publicó The Washington Post. Sus índices de aprobación durante la pandemia fueron cercanos al 60 por ciento, ganó las elecciones de manera abrumadora (65 de 120 escaños) y de nuevo aprovechó la oportunidad para mostrar su lado las cercano. Durante el confinamiento, realizó conexiones en directo periódicas desde su casa, desde donde contestaba a las preguntas de los ciudadanos. En pijama o justo después de dormir a su bebé, pocas veces, sino ninguna, el máximo mandatario de un país ha mostrado un lado tan intimo a su pueblo y al mundo.
Si sus formas y algunas políticas han enamorado a gran parte del electorado y han causado admiración internacional, de puertas para adentro también ha habido un nutrido número de críticas. Hay quien la acusa de no haber cumplido con sus promesas políticas y algunos electores y rivales han mostrado cierto resentimiento por los elogios recibidos desde el extranjero. Para muchos, Ardern le ha dado prioridad a su imagen internacional en lugar de centrarse en “las preocupaciones nacionales”. Afirman sus opositores que la primera ministra prometió cambios sociales que no se han llevado a cabo, como la crisis de la vivienda o las reformas fiscales. Ha sido acusada de mentir y de cometer “reiteradas infracciones”. Un miembro de su partido, Gaurav Sharma, afirmó que los episodios de ‘bullying’ eran constantes en el Parlamento. Llego incluso a publicar capturas de pantalla de mensajes de texto que demostraban sus acusaciones. El político fue expulsado y la imagen de Ardern y los laboristas se vio afectada. Sus índices de aprobación tocaron fondo a partir de agosto con la subida de la inflación y de los tipos de interés. Tampoco le perdonaron que los asuntos que más preocupan a su pueblo, los relativos a la economía, no tuviera una respuesta que evitara una recesión en Nueva Zelanda.
Ardern se marcha en el peor momento de su mandato y lo hace, según ha afirmado en una rueda de prensa en la que se ha mostrado visiblemente emocionada, porque además de primera ministra, también es humana. Estará en la oficina hasta el 7 de febrero y después quiere centrarse en su familia, en disfrutar de su hija antes de que vaya a la escuela, en casarse con su pareja, en definitiva, en disfrutar de la vida tras haber servido a su país en dos legislaturas llenas de retos.