Faltan héroes puntuales en China que se pronuncien contra Xi Jinping, sin embargo, la masa, heroica en relativa multitud, alza la voz mientras el yugo aprieta. Hay miedo en la China contemporánea y la oposición, que aunque no florece existe, sacrifica su sentir negativo hacia el líder y sus formas por la visión de Estado que ejecuta el líder con, precisamente, sus formas: “hacer a China grande de nuevo”. El objetivo es demasiado irresistible y cuidado con el opositor al que le dé por resistirse. En Occidente, esto rechina al nacionalismo estadounidense más ‘trumpista’, pero Xi es el pionero de este concepto que seduce a 1.4 mil millones de personas que en gran medida, restando a las minorías, se dejan hipnotizar por los cuentos del visionario. No hay más remedio.
La clase media encuentra facilidades en dejarse llevar y en vivir engullida por la narrativa que les alimenta a diario. Aquellas decenas de millones de personas que no quieren problemas con la autoridad han experimentado durante esta década de gobierno de Jinping la época de mayor esplendor de su país. Los tiempos de la China famélica de principios de los años 60 son parte de la historia que el mismo Xi quiere borrar con su revisionismo histórico. El país vive un renacer dentro y fuera de sus fronteras, y los resultados de su política interna y externa apuntalan su objetivo de “hacer a China grande de nuevo”.
En los últimos años, la distancia entre las élites y la calle se ha acortado y la falsa libertad ha anestesiado a buena parte de la población. En 2021, el Partido Comunista ofreció un dato durante el Congreso Nacional que ha sido confirmado por el Banco Mundial: se dio por abolida la ‘pobreza absoluta’ (vivir con alrededor de dos euros al día). Otros signos del auge del gigante asiático se percibieron en la cantidad de viajes internacionales (169 millones) que se llevaron a cabo en 2019, en el gran incremento en las cifras de estudiantes universitarios (de los que alrededor de cinco millones se han formado en el extranjero), en las oportunidades laborales que mejoraron las condiciones de vida, en que hay usuarios para mil millones de teléfonos inteligentes, ocho millones de trabajadores en servicios civiles y 80 millones que tienen puestos en compañías estatales. Hasta la pandemia, el día a día ha sido más llevadero que nunca en la base de la maquinaria china.
Xi ha sabido meterse a su pueblo en el bolsillo ofreciéndoles una imagen muy distinta a la que se percibe en otras partes del mundo. Fue tal el nivel de agrado que generaba durante su primera legislatura (2012-2017), que un medio estatal creo un vídeo donde algunos estudiantes describían al presidente chino con una dulzura enfermiza o, cuanto menos, sospechosa. Su imagen afable le valió otro apodo, si anteriormente llegó a ser ‘Don Limpio’ por su lucha contra la corrupción, en 2014 fue catalogado como ‘Tío Xi’ por su apariencia entrañable. Una estudiante llegó a declarar que si su marido es como él, “seré feliz”. Fue tal el éxito de este sentir que finalmente se decidió censurar todo aquello que tuviera algo que ver con ‘Tío Xi’, un término que acabó siendo demasiado cariñoso para el tipo de poder que Jinping pretendía ejercer. Su imagen de amabilidad no podía, de ninguna manera, eclipsar la rectitud de su autocracia.
Mientras contentaba a la masa a base de pan y circo, Xi se hizo con el mando de los servicios de seguridad y engrasó hasta casi la perfección el sistema de vigilancia más efectivo del planeta, se erigió como el comandante en jefe del Ejército de Liberación Popular, se encargó de reducir a opositores, abogados pro derechos humanos, periodistas, artistas ácidos con el régimen, de crear ‘campos de reeducación’ para reprimir a alrededor de un millón de uigures en lo que se ha llegado a definir como genocidio (por el Parlamento de Canadá, por ejemplo), y demás. A los ojos de la generalidad de su pueblo, las dos facetas de Xi han vivido separadas durante años. Aquellos que se beneficiaban por formar parte del rebaño y disfrutaban de comodidades muy poco comunes antaño no conocían la cara B de su presidente. Esta burbuja ha explotado en el último año debido a varios factores relacionados con la estricta política de Covid Cero que ha tambaleado el estado de bienestar chino.
El líder amable ha mostrado su versión menos popular y se ha extendido la idea de que el ‘Tío Xi’ ha dejado a su ciudadanía a la deriva en una crisis que tiene varias aristas (el paro roza el 20 por ciento y el mercado inmobiliario está en caída libre con una reducción de las ventas del 26,5 por ciento) y que ha causado unos daños económicos que, según algunos expertos, durarán años en repararse. Lo que antes eran muestras de rebeldía puntuales de individuos desesperados que alzaban la voz en las calles o en las redes sociales ahora han subido en intensidad y en número. El hartazgo llega tras las medidas draconianas como las extremas cuarentenas o los cierres masivos de ciudades, barrios y edificios debido al Covid-19. La ‘Revolución del DIN A4’, con miles de personas enfrentadas a las autoridades y armadas con folios en blanco que simbolizan la censura china, aglutina varios sentimientos que se reducen a uno: libertad.
Una de las consecuencias de la obsesión maoísta de Xi por acaparar el control de todos los estamentos de poder posibles es que si en el pasado la peor parte del descontento se la llevaban los Gobiernos estatales y locales, ahora las iras van dirigidas directamente a él y a su renovada y fiel cúpula del Partido Comunista Chino, el PCCh. Es a él a quien apuntan con el dedo y cada vez quedan menos opciones de nominar a cabezas de turco para calmar los ánimos. Xi ha apostado por la gloria personal con la asunción total de competencias, y ahora el cerco del descontento se cierne sobre él. Hay muchas cosas en juego en esta nueva realidad que tambalea al poder central.
“Xi ha sellado su autoridad haciendo que el Gobierno y el poder judicial tomen medidas drásticas contra la prevaricación a todos los niveles”, afirmó a SBS el Dr. Corey Bell, del Instituto de Relaciones Australia-China de la Universidad de Tecnología en Sídney. “Esto podría resultar en un aumento de la inestabilidad política a nivel nacional, y puede dar lugar a que el Gobierno reprima más duramente las protestas, o se vea obligado a hacer ajustes políticos a raíz de ellas”.
Entre estos ajustes que aplauden los manifestantes destaca la flexibilización de algunas medidas en las grandes urbes chinas que indican cierto cambio de rumbo en la política de Covid Cero después de casi cuatro años. Esta semana se ha suprimido la exigencia de dar negativo para usar el transporte público y algunos complejos residenciales permiten ahora a los residentes infectados con necesidades especiales puedan permanecer en cuarentena en sus hogares, en lugar de ser enviados a centros centralizados. Aunque aún hay muchísimas normas anticovid activas, el discurso de Xi se ha suavizado tras la solidez mostrada durante el 20º Congreso del PCCh en el que se aseguró un tercer y extraordinario mandato en el poder. Tras reunirse esta semana con un funcionario de la Unión Europea, éste confesó que el líder chino había reconocido que existe descontento popular -algo que había ignorado hasta ahora- y que estaba abierto a flexibilizar las medidas.
A Xi se le acaba el crédito de sus éxitos y su mutación política es obligada para contentar a los sectores más activos en las protestas (estudiantes universitarios, trabajadores inmigrantes y residentes). El presidente lo sabe porque de entre todas sus competencias al que más tiempo destina es a seducir a su ciudadanía, a contarles historias que resuenen en ellos y así se sientan identificados con él, con el PCCh y con el ‘sueño chino’. La única salida es la flexibilización total, de lo contrario, la gente seguirá saliendo a la calle por necesidad, por hartazgo y sin temer al sistema, tal y como sucedió en Tiananmen.