Mujeres kamikaze con bombas adosadas a su cuerpo. Cadáveres sentados, erguidos, en las butacas rojas del teatro. Las duras imágenes dieron la vuelta al mundo. Vladimir Putin ya ostentaba el poder cuando aquello ocurrió. Ahora, veinte años después del fatal desenlace de la toma de rehenes en el teatro Dubrovka de Moscú, los interrogantes siguen en el aire. Y la composición química del gas utilizado por las fuerzas especiales del Kremlin en su asalto al edificio aún es un secreto bajo llave. Veinte años después, también, Chechenia ya no supone un problema para Rusia y su actual líder, Ramzan Kadyrov, es un fiel aliado de Putin en su guerra contra Ucrania.
Aquel 23 de octubre de 2002, un comando checheno de entre 40 y 50 personas, lideradas por Movsar Barayev, interrumpió la representación del popular musical Nord-Ost. Los terroristas llevaban explosivos, granadas de mano, bombas pesadas, fusiles de asalto Kalashnikov y pistolas. Tomaron como rehenes a 850 personas -artistas y espectadores- y amenazaron con empezar a matarlas si, en el plazo de una semana, las tropas rusas no se retiraban de Chechenia. Se desató entonces una dramática cuenta atrás para intentar detener la masacre.
Durante el primer día, los milicianos chechenos liberaron a unas 200 personas (niños, algunas mujeres y extranjeros) que llevaron al exterior el mensaje de que los captores estaban dispuestos a provocar un baño de sangre si no se cumplían sus demandas. En los angustiosos días sucesivos se intensificaron las negociaciones y se hicieron llegar agua y comida al interior del teatro.
Durante la segunda jornada, se dejó salir a otros 39 rehenes. Pero la tensión se recrudecía. Una joven que se encontraba fuera, Olga Romanova, se saltó todos los controles y consiguió acceder al interior del teatro. Tras pedir hablar con el líder de los chechenos, fue ejecutada con tres disparos.
Entre los negociadores se hallaba la periodista rusa Anna Politkovskaya, experta en el conflicto checheno. Las horas pasaban, no había acuerdo.
Tres días más tarde, las fuerzas especiales rusas se lanzaron al rescate. A través de los conductos de ventilación del teatro, inyectaron un gas adormecedor que actuó como un somnífero. Los soldados asaltaron el edificio y mataron a los terroristas. Pero también murieron unos 130 rehenes (en total hubo al menos 170 fallecidos) y casi todos, como se supo más tarde, a causa del gas utilizado por las fuerzas rusas.
El Kremlin no reconoció que había usado ese gas hasta varias horas después. Y cuando lo hizo aseguró que no era letal. El anestesista jefe de Moscú, Evgueni Evdokimov, dijo entonces que se trataba de "una sustancia narcótica que se utiliza a modo de anestesia general". El doctor jefe de la salud pública, Andrey Seltsovskiy, insistió en que ese gas no podía haber causado la muerte de los rehenes. También lo hizo el presidente Vladimir Putin.
No se revelaron los detalles. Pero, "si era tan inofensivo, ¿por qué la fórmula es un secreto de Estado?", decía años más tarde a la BBC una de las supervivientes, Svetlana Gubareva.
Algunas informaciones aludieron a una composición de fentanilo, un potente opioide sintético capaz de causar una fatal sobredosis parecida a la de la heroína. Pero no hubo confirmación oficial.
Y, pese a todo, Putin concedió al subdirector de los servicios secretos, Vladimir Pronichev, quien dirigió la operación de rescate, el título de Héroe de Rusia. El papel de las autoridades no fue investigado ni se asumieron responsabilidades por las muertes. Los intentos de impulsar comisiones parlamentarias para llevar a cabo las indagaciones fueron bloqueados.
Las demandas de los familiares de las víctimas para que se investigase lo ocurrido cayeron en saco roto. Como la del padre de Nina, una niña de 14 años que murió en el asalto. El contó a Reuters, una década después, que el gas químico "afectó a su sistema respiratorio y detuvo su respiración (...) Eso es lo que les hicieron a nuestros hijos". Su drama era también el de muchos otros familiares. A su hija, explicó, "nunca la llevaron a un hospital, nunca le ofrecieron ayuda médica. Simplemente la tiraron a un autobús para esconderla de las cámaras de televisión".
Tampoco se ofrecieron datos exactos sobre el número víctimas. Una encuesta difundida diez años después de lo ocurrido aseguraba que el 74% de los rusos no confiaba en la versión oficial de los hechos. Dos décadas después, las sombras no se han esclarecido.