La primera vez que Miriam Escofet se encontró cara a cara con la reina fue en la sala blanca del castillo de Windsor el 12 de julio de 2019. Recuerda que era un día soleado de verano, que hacía mucho calor, que había unos enormes ventanales por donde entraba la luz del sol y que la calefacción estaba funcionando en todo el castillo porque la reina tenía frío. Le habían encargado pintar un retrato de la monarca, que entonces tenía 93 años. Era un encargo de Simon McDonald, el subsecretario permanente de la oficina de Asuntos Exteriores británica para colgar en la nueva sala de recepción del edificio victoriano.
McDonald había visto el cuadro que Escofet pintó de su madre en 2017 y había quedado fascinado por la luminosidad y la delicadeza del cuadro. “Supongo que le atrajo que era una mujer de una cierta edad pintada con mucha dignidad y ternura”, explica Escofet. Por aquel cuadro de su madre sentada en la mesa de la cocina ganó el prestigioso premio BP Portrait Award. “Él [McDonald] quería un cuadro más íntimo de la reina y quería destacar sus cualidades humanas”, explica. McDonald le explicó que Isabel II era la mejor diplomática y servidora del Reino Unido y la abuela del país.
“La primera impresión que tuve de la reina fue que era muy pequeñita -cuenta-, pero era una persona con una energía tremenda, pensé qué fuerza vital, era mentalmente lista, muy viva, muy inteligente, muy sabia, resplandecía, era una persona que brillaba mucho”. Escofet solo tenía una hora para estar con la reina. “Para un artista una hora no es nada, para la reina es mucho,”, confiesa. Explica que la reina tenía el día dividido en tramos de veinte minutos. Se llevó una libreta para bocetos y lápices que no utilizó, una cámara de fotos antigua para captar la luz y una sábana para colocarla de fondo.
No tenía intención de dibujarla porque solo tenía una hora. Quería hacerle fotos y conocerla. “Me concentré en hablar con ella y tratar de captar una sensación de cómo era como persona más allá de ser la persona más famosa del mundo”, dice. Intentó formarse una impresión de ella. Estuvieron las dos solas. Había otras tres personas en un rincón, muy distanciadas, para no dejar sola a la reina, pero no intervinieron y dejaron que la artista y la reina tuvieran su intimidad. Se la dieron con la condición de que no revelara el contenido de la conversación y que mantuviera en secreto el encargo hasta que estuviera terminado.
La reina se puso el vestido azul que Escofet le había propuesto. Era un buen comienzo. Significaba que la reina quería cooperar. Para Escofet, el azul combinaba perfectamente con el dorado de la silla. Le pidió si podía reposar una mano en la falda y otra en la silla. Quería darle ritmo a la pintura. Toda la luz era luminosidad natural que entraba por la ventana. “Enseguida vi que tenía un gran sentido del humor, que era una persona muy sencilla, sin aires, con ganas de trabajar y de ayudarte a hacer tu trabajo -cuenta-. Ella habló más que yo supongo que porque me vio muy nerviosa”. Para pintar a la reina Escofet tomó como referencia cuadros de grandes retratistas clásicos como Van Dyke o “Los embajadores” de Holbein más que los retratos que le habían hecho a la reina.
Pasaron siete meses hasta el segundo encuentro con la reina. Regresó en febrero de 2020, en pleno invierno. Ya tenía el cuadro muy evolucionado y faltaban solo cuatro retoques en el rostro. “La reina sonreía mucho cuando hablaba, pero en un retrato no quieres una sonrisa sino una cara viva y alegre”. Su estrategia para esa segunda sesión era hablarle sin parar y conseguir esa expresión que quería en su retrato, sin sonreír. Escofet le contó su vida. Le contó que su madre era de descendencia irlandesa pero que había nacido en Londres, que estudió arte y se marchó a vivir a Barcelona y allí conoció a su padre, también pintor, que se enamoraron y tuvieron tres hijos. Le contó que, en 1979, cuando Miriam tenía doce años, sus padres se marcharon a vivir a Londres en una época en que Inglaterra era un país cerrado y gris.
Cree que si su madre y la reina hubieran coincidido en Windsor se habrían llevado muy bien y habrían hablado de la guerra y de Londres. Su madre era una mujer de la posguerra. Era niña cuando estalló la guerra y estaba en Londres y recordaba las bombas cayendo. “Mientras pintaba el cuatro de la reina pensaba mucho en mi madre porque las dos eran mujeres que pasaron por la misma historia, las dos eran abuelas, aunque de orígenes distintos”. “Era una generación que no estaba por tonterías porque vivieron en una época muy deprimente, hoy tenemos tanto y somos tan egoístas, vivimos en un mundo tan superficial, ellos sabían las cosas que valían en la vida”, explicó.
Escofet terminó el retrato de la reina en siete meses. Quedaba lo más complicado: enseñarlo a Isabel II. Las presentaciones de los cuadros a la reina suelen ser privadas y selectivas, pero por culpa de la pandemia no la pudieron llevar a cabo. Decidieron realizar una presentación por Zoom el 24 de julio de 2020 desde el despacho de la oficina de exteriores. Pese a la frialdad de la videoconferencia, no careció de ceremoniosidad. “A la reina se la vio muy contenta, feliz, sonreía mucho, pero era súper diplomática y correcta y nunca sabremos sus verdaderos sentimientos”, reconoce.
La reina pasó dos horas con Miriam en Windsor, pero Miriam pasó siete meses con la reina, pintándola. “Cuando pintas a alguien (y no necesitas que la persona esté enfrente) -dice-, lo vas pintando y hay un momento en que el cuadro empieza a respirar, cobra vida y dices ahora puedo hacer algo interesante, hasta ese momento habías sido un albañil, pero entonces empiezas a ver a la persona del retrato y tienes como un diálogo con esa persona. Tuve conversaciones filosóficas con la reina mientras la estaba pintando. De repente es como si un espíritu entrara en el cuadro, un momento muy místico, es lo que estás buscando en el cuadro”.
La muerte de la reina le sorprendió en casa. “Era una sensación de que el aire cambiaba, o que la gravedad se hizo más sólida, sentías que era un momento histórico, un momento muy sobrio como las películas que mostraban que anunciaban la segunda guerra mundial por la radio”. De la reina le queda el recuerdo de la mujer que había detrás de la figura pública, la mujer del cuadro con la que pasó dos horas y estuvo pintándola durante siete meses. “Lo que quería captar en ese cuadro de ella era esa sensación del aura que yo noté que tenía y cuando pienso en ese cuadro pienso en la luz que la rodea y su cabello blanco que era magnífico, y siempre llevaba el mismo peinado”. La pintura está ahora expuesta en la recepción de la oficina de Exteriores y se ha convertido en el último retrato pintado de la reina.