Uigures en Australia sobre el informe de la ONU: “Es inútil, hiriente y perjudicial”
La historia de Sadam es un oasis de esperanza: logró reunirse con su mujer y su hijo, al que conoció cuando ya tenía dos años de edad
Fatimah y Marhaba llevan años residiendo en Australia del Sur y sus familiares han desaparecido o han sido detenidos injustamente por el Gobierno chino
Aunque éste reafirma lo que llevan años denunciando, sostienen que se queda corto al describir el “genocidio” que están sufriendo
El informe publicado por la ONU y elaborado por el equipo de la Alta Comisionada, Michelle Bachelet, 10 minutos antes de que finalizara su mandato, sólo ha confirmado lo que ya sabían los familiares residentes en el extranjero de los presos, torturados, desaparecidos y fallecidos de la población uigur en Xinjiang, China. Australia cuenta con alrededor de 1.500 uigures y, según el presidente de la Asociación Uigur de Victoria, Alim Osman, la inmensa mayoría tiene algún pariente o conocido cercano que ha sufrido la mano dura contra esta minoría musulmana. Se estima que de los 12 millones de uigures residentes en esta región ubicada en el noroeste del país asiático, alrededor de un millón han sido detenidos en contra su voluntad en los denominados “campos de reeducación”. Cientos de miles han sido condenados a largas penas de prisión y todos, en mayor o en menor medida, han sido sujetos a crímenes contra la humanidad.
Aunque la mayoría de los uigures residentes en Australia sienten que el informe de la ONU reafirma lo que llevan años denunciando, también piensan que se queda corto en la terminología que utiliza, ya que podría haber sido más incisivo con el Partido Comunista chino. La palabra ‘genocidio’ no aparece en ningunas de sus 48 páginas y algunos términos han sido suavizados para sospecha de los familiares de las víctimas. Lo que ellos definen como “campos de muerte” o “campos de concentración”, han sido tildados por el reporte como “centros de formación profesional y educativa” que sirven para reeducar a radicales y personas con opiniones extremistas”. Bajar el tono ante algo que sienten tan a flor de piel hacen que para ellos el informe sea “inútil, hiriente y perjudicial”.
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Familiares desaparecidos
Fatimah Abdulghafur es una de ellas. Su padre desapareció en 2016 y tras cuatro años sin que las autoridades chinas contestasen a sus demandas, finalmente supo que éste falleció de neumonía y tuberculosis en 2018. Para ello necesitó denunciar el caso ante las ONU. Fatimah está convencida de que su padre fue detenido en uno de estos campos tras peregrinar a la Meca aquel año. Abundan los casos de personas que guardan estas sospechas y a los que no convencen las versiones de Partido Comunista. Marhaba Salay es otra de las familiares que han vivido una experiencia similar. Su hermana está presa en uno de estos llamados “campos de reeducación” tras ser acusada de “financiar al terrorismo” por enviarle dinero a Australia para ayudarle a comprar una vivienda en 2013.
“He perdido la esperanza. Es inocente, y lo que ha hecho es enviarnos dinero para ayudarnos a comprar una casa en Australia, pero se convirtió en su delito”, afirma a Australian Broadcast Corporation. “El caso de mi hermana es sólo uno de los millones de ejemplos vivos de los crímenes contra la humanidad cometidos por el régimen comunista chino”, sostiene Salay.
Los testimonios de los supervivientes de estos campos, la mayoría son mujeres, describen lo que sufrieron: palizas, violaciones, aislamiento, que fueron obligados a recibir inyecciones o píldoras sin información, otras humillaciones sexuales, privación de sueño, tenían prohibido hablar su lengua o practicar su religión y se les obligaba a “cantar una canción patriótica tras otra todos los días, lo más alto posible y hasta que nos doliera, hasta que se nos pusiera la cara roja y nos salieran las venas”, agrega una víctima.
Un oasis de esperanza
La filtración de fotos de los detenidos por parte de unos hackers en mayo de este año pone rostros a la barbarie que está sucediendo en Xinjiang, negada hasta la saciedad por el Gobierno chino. Por fortuna, para algunos miembros de la comunidad uigur residente en Australia, no todas las historias tienen un mal final. Sadam Abdusalam estuvo separado de su mujer y de su hijo durante tres años y medio después de que el Gobierno chino no la dejara salir del país. Nadila Wumaier estaba embazada en aquel entonces del primero de sus dos hijos y cuando se disponía a salir rumbo a Australia para reunirse con su marido en 2017, las autoridades chinas le confiscaron el pasaporte y no la dejaron salir. La reunión no se produjo hasta 2020, cuando el hijo de Sadam tenía dos años de edad. Era la primera vez que lo veía. Su historia ha sido inmortalizada en un libro escrito por él y por su abogado, Michael Bradley, titulado ‘Liberar a mi Familia’. En él describe las trabas de la Administración de china y su trato discriminatorio a los uigures tanto dentro como fuera de las fronteras del gigante asiático. Incluso en Australia, donde vive desde 2009 y desde donde viajó a Xinjiang para contraer matrimonio con Nadila en 2015, estudiantes chinos de la etnia ‘han’ le llamaban “extremista” y repetían el discurso oficial del Gobierno.
Según describe Sadam, cada vez que aparecía en los medios de comunicación para hablar sobre su caso, vivía el acoso de la policía de Xinjiang. Su presión mediática y política, fruto de su persistencia, han dado sus frutos y la familia acabó reuniéndose en plena pandemia. Bradley ha asegurado que su cliente no estaba dispuesto a rendirse y que eso le motivó para defenderle. El que este australiano de origen uigur haya conseguido movilizar al Gobierno australiano para conseguir que su mujer recupere su pasaporte y le permitan viajar a Australia ha sido motivo de inspiración para toda la comunidad uigur y a responsables de organizaciones sin ánimo de lucro como Elaine Pearson, directora de la división australiana de Human Rights Watch. “Realmente logró lo imposible, pudo sacar a su familia. Es una historia de esperanza realmente importante”, aseguró.
Traumas de la diáspora uigur
La adaptación de Nadila y su primogénito, Lutfi, a la vida australiana y los esfuerzos para construir una conexión con su padre son dos de los retos derivados de esta reunificación. Sólo lo había conocido a través de videollamadas y Sadam ha llegado ha llegado a afirmar a Al Jazeera que se llamaba a sí mismo padre, “pero para ser sincero, no sabía realmente cómo era ser un padre”. Además, Nadila todavía arrastra traumas de su vida en Xinjiang.
“Incluso cuando ve a los agentes de policía de uniforme u oye sirenas, todavía le provoca un poco de miedo”, aseguró. “No creo que hayamos vuelto al cien por cien a ser una pareja normal. Seguimos luchando mentalmente, pero creemos que ambos podemos seguir adelante”. Aunque el final de Sadam sea feliz y su optimismo tras haberse reunido con varios políticos australianos -incluida Penny Wong, la actual ministra de Asuntos Exteriores-, aún guarda un sabor agridulce por la situación que vive su pueblo. Muchos de sus amigos aún no han podido contactar con sus familiares en Xinjiang. “La mayoría de las personas que conozco querrían volver regresar. Al fin y al cabo allí es donde nacimos. Mis amigos, parientes, familiares, todo el mundo está allí”, dijo. “Pero eso nunca va a suceder”.