Líbano: un futuro a oscuras
Graves problemas económicos golpean duramente a la sociedad libanesa y el deterioro social es más que perceptible, sobre todo en Beirut. Las organizaciones no gubernamentales advierten del estallido de una crisis alimentaria nacional
Los libaneses conviven a diario desde hace años con continuos cortes de luz, además de con restricciones de agua y falta de alimentos y medicamentos. La inflación nominal alcanzó en junio pasado el 322% y la moneda nacional, la libra, ha perdido el 95% de su valor
Barrio de Ashrafia, en pleno Beirut este, zona de mayoría cristiana y alto nivel económico. Interior de la cadena de los sofisticados supermercados Spinneys. Es mediodía de sábado y el lugar está muy concurrido. De buenas a primeras, la luz se marcha. El apagón dura apenas treinta segundos, pero los clientes y empleados del establecimiento siguen a oscuras moviéndose por los pasillos de Spinneys. Nadie se inmuta. Sólo algún recién llegado. Es una escena habitual en la capital libanesa y el conjunto del país, cuyo Gobierno apenas garantiza apenas un par de horas de suministro eléctrico al día (a pesar de que, en las horas de flujo aparentemente garantizado, la luz se vaya igualmente).
¿En qué momento se fastidió el Líbano? La pregunta de Zabala en Conversación en La Catedral es casi de obligada formulación al apreciar el abandono total de bellos y lujosos edificios de un lado a otro de Beirut, sin distinción de líneas de colores ni confesiones religiosas. La jodienda primera podría situarse en la propia creación del país, la segunda en la larguísima guerra civil (1975-1990) y la tercera a la crisis económica iniciada en 2019.
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La mala gestión gubernamental, incluida una corrupción sin coto, han hundido a un país, sí, una vez más cabe recordarse, la apodada como Suiza de Oriente Medio, sin aparente remedio. Desde 2019 viene sufriendo una profunda crisis económica, que se agudizó con la apocalíptica explosión del puerto de Beirut el 4 de agosto de hace dos años. La situación empujó a la calle a miles de libaneses en un movimiento de protesta transconfesional –denominado del 17 de octubre- que exigió durante 2019 y 2020, sin éxito, el fin del régimen consagrado tras el fin de la guerra civil.
La moneda nacional, la libra libanesa, ha perdido el 95% de su valor desde 2019. Hoy un dólar estadounidense se cotiza ya en el mercado informal a 31.000 libras –aunque el cambio oficial se sitúa en las 1.500-, y la divisa libanesa sigue perdiendo valor. Pagar una cena para dos personas cuesta más de un millón de libras, lo que obligará al cliente a manejar fajos exagerados de billetes. “El dinero del Monopoli”, ironizan los libaneses. La inflación nominal en junio pasado alcanzó el 332%, y la alimentaria llegó al 122%.
A los cortes de luz se suman las restricciones en el suministro de agua en algunas zonas del país, como la propia Beirut y los valles de la cordillera del Líbano. Por cierto, para las horas, más de 20 diarias, en las que el Gobierno no garantiza el suministro eléctrico, la solución son los generadores privados, que los vecinos pagan mensualmente.
También desde hace varios años, especialmente desde 2021, hay un serio problema en el servicio de recogida de basura en la capital. Los escombros de los edificios sacudidos por la explosión del puerto o por la guerra civil –o por las dos cosas- y las basuras desperdigadas por cualquier acerado y solar son la característica permanente de la ciudad de norte a sur y de este a oeste, la constante en distritos maronitas, ortodoxos, sunitas, o chiitas. La suciedad y el abandono no hacen distinción: son lo más democrático de Beirut.
Por si fuera poco, en los últimos meses, la falta de cereal provocada por la guerra en Ucrania está provocando una crisis alimentaria nacional (también de medicamentos). El pan llegó a escasear en las últimas semanas y comenzaron a registrarse colas en comercios. En una imagen inédita en otros momentos de la historia del pequeño país levantino, los niños piden por las calles en plenas zonas comerciales y de ocio y hay más basura fuera que dentro de los contenedores después de que los vecinos rebusquen una y otra vez. En el país se maneja informalmente una cifra aterradora: ocho de cada diez libaneses se sitúa por debajo de la línea de la pobreza.
Tras albergarse la esperanza durante días, este domingo se conoció que las 26.000 toneladas de maíz –para alimentar pollos- llegadas a Trípoli, en el norte del país –la ciudad más pobre del país-, procedentes de Ucrania a bordo del primer granelero en salir del puerto de Odesa tras el acuerdo con Rusia no tienen en estos momentos comprador tras el rechazo del comerciante libanés que pretendía adquirirlas. El trigo consumido en el Líbano depende casi por entero de la región del mar Negro.
Las autoridades libanesas negocian desde hace meses un rescate del Fondo Monetario Internacional, asegurando haber llevado a cabo las reformas exigidas por la institución. Recientemente, el Banco Mundial acusaba a las élites libanesas de haber creado la actual situación de manera deliberada. “Una parte importante de los ahorros de los libaneses en forma de depósitos en bancos comerciales ha sido indebidamente gastada en los últimos 30 años”, afirmaba la institución en un comunicado. El periódico local en lengua francesa L’Orient-Le Jour sugería este lunes que el Líbano podría acabar siendo expulsado del sistema bancario internacional.
Sin esperanza
No se augura en el horizonte libanés un cambio de tendencia en el ámbito social y económico. La clase política, dividida como siempre ha estado en los compartimentos estancos de las confesiones religiosas –el poder está repartido en cuotas desde el Pacto Nacional de 1943-, se manifiesta incapaz de sacar al país adelante. Hay una sensación de desgobierno absoluto. No hay nadie al mando.
Transcurridos casi tres meses desde los comicios legislativos, la clase política libanesa sigue sin ser capaz de orillar sus diferencias y formar gobierno. El próximo 31 de octubre concluye el mandato de seis años del veterano general Michel Aoun como presidente, y el Parlamento electo el pasado 15 de mayo deberá elegir a su sucesor, que, de acuerdo al Pacto Nacional de 1943, ha de ser un cristiano maronita.
A la situación de desesperanza general, se une en Beirut el trauma del accidente del puerto, que dejó 224 muertos y más de 7.000 heridos en una de las mayores explosiones no nucleares de la historia de la humanidad, y cuyo segundo aniversario se conmemoró el pasado 4 de agosto sin que la justicia haya encontrado a los responsables.
Un aniversario que coincide, macabro recordatorio, con el derrumbe de las estructuras de los silos, que ardieron durante semanas, y una tragedia impune, como tantas otras, en este malhadado país. Para el profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Americana de París Ziad Majed, “el Líbano es hoy el país de la impunidad”. La clase política “impide a la justicia ser independiente, investigar y trabajar”, aseveraba recientemente el especialista en temas del Líbano a France Info.
No son las únicas tensiones que inciden, conjuntamente pero al margen de la situación económica, en el momento actual del Líbano. Hezbolá, la poderosa milicia chiita, amenaza a Israel –que, a su vez, golpea a la Yihad Islámica en Gaza-, con el que el Estado libanés negocia la delimitación de fronteras marítimas y un acuerdo para transporte de gas desde Egipto. Entretanto, Israel. Más de un millón y medio de sirios y medio millón de palestinos viven refugiados en un país de siete millones y medio de almas y una superficie equivalente al Principado de Asturias.
Latentes pero atenuadas las tensiones sectarias, el problema hoy en el Líbano –y ello afecta a unos y otros- es el del estallido de una crisis humanitaria si la comunidad internacional y las instituciones multilaterales no intervienen pronto. Los libaneses, cansados de resistir y reinventarse, lo esperan en una canícula sin alegría.