Agarrado a un clavo ardiendo hasta el sábado, el huido presidente de Sri Lanka, Gotabaya Rajapaksa, ha acabado sucumbiendo a la furia de su población. Era el último eslabón de una dinastía que ha dejado al país en los huesos y que ha sido una de las más duraderas y descaradamente nepotistas de Asia. En su trabajado ascenso hacia el poder durante 20 años, los Rajapaksa llegaron a convertirse en héroes nacionales tras derrotar al grupo rebelde separatista de los Tigres de Liberación del Eelam Tamil y poner fin así a una guerra civil que duró 26 años (1983-2009). Ahora, amedrentados por una marabunta asfixiada por la ruina en la que se encuentra su nación, se han visto obligados a esfumarse temiendo por sus vidas.
Ya no queda ninguno de los 40 miembros de la familia que llegaron a tener puestos ejecutivos o en alguno de los estamentos de influencia, especialmente económica. Gotabaya ha sido el último; Mahinda dimitió como primer ministro el nueve de mayo, después de que una de sus residencias ardiera por la ira de los manifestantes; en abril dimitieron Basil, el hermano menor, quien abandonó su puesto de ministro de Finanzas, Chamal, el mayor, que dejó de ser ministro de Irrigación, y Namal, hijo de Mahinda y exministro de Juventud y Deportes. Todos se encuentran en paradero desconocido.
La gama de acusaciones contra los Rajapaksa es variada. Los problemas más recientes de su población de 22 millones de personas son los económicos y la peor crisis de Sri Lanka desde su independencia en 1948: escasez de alimentos, de medicamentos y de combustible debido a la enorme inflación (54,6 por ciento en junio y 80,1 por ciento en productos alimenticios), un sector agrícola sin capacidad de producir y los constantes apagones que han derivado en casi 100 días de protestas. La familia ha estado en el centro de todas las iras tras ser acusados de saquear las arcas públicas del Estado y algunos de sus miembros aparecieron retratados en los Papeles de Pandora tras desviar fondos para realizar inversiones millonarias y depósitos en cuentas offshore. La falta de transparencia complica las estimaciones sobre cuánto dinero y bienes tienen los Rajapaksa, sin embargo, el exministro de Finanzas, Mangala Samaraweera, llegó ha estimar en 2015 que el valor de los activos totales de la dinastía tenía entonces un valor de casi 18.000 millones de euros. Los cañones de agua y los gases lacrimógenos del Ejército no lograron frenar a una población desesperada cuya renta media anual es de 4.000 euros, además, el mes pasado, Sri Lanka no fue capaz de hacer frente a una de las cuotas de su deuda externa, la cual asciende a 50.000 millones de euros.
Sin liquidez suficiente para importar bienes esenciales (alimentos, medicamentos y combustible) la credibilidad de Sri Lanka también está en negativo. Sus mayores acreedores, China e India, se están echando a un lado y uno de los últimos intentos desesperados de Gotabaya por amortiguar el desastre fue pedir a Vladimir Putin que le fiara algo del petróleo que Rusia necesita exportar para sortear las sanciones por la invasión. Ni por esas. El descrédito internacional ha terminado de sentenciar a los Rajapaksa. Dentro de la isla, la imagen de su expresidente riendo a la salida del Parlamento la semana pasada junto al primer ministro que sustituyó a su hermano hace un mes -y que también ha dimitido- ha sido la gota que ha colmado el vaso. Miles de personas se desplazaron desde las zonas rurales a la capital, Colombo, para unirse a los capitalinos y acabar con Gotabaya, el último de los Rajapaksa. El país no está para risas.
Una de las mayores torpezas de esta dinastía ha sido obviar que el poder no tiene fecha de caducidad. Gotabaya quedó obnubilado por el resultado electoral que obtuvo en 2019 (52,25 por ciento de los votos), tras prometer una funesta transición a la agricultura orgánica que ha llevado a la ruina a millones de personas, y por ser partícipe de la victoria ante los Tigres de Liberación en 2009. En aquel entonces era Secretario de Defensa en el Gobierno que presidía su hermano, Mahinda. Por esos dos motivos, creyó tener un crédito suficiente como para no hacer caso al descontento popular actual ni siquiera cuando más contra las cuerdas estaba. Sin embargo, sobre sus espaldas pesan también las acusaciones documentadas sobre los abusos a los derechos humanos de la minoría tamil. El último tramo de la guerra dejó miles de civiles fallecidos. Además, durante el baile de mandatos entre ambos hermanos también se avivaron otras tensiones étnicas y religiosas donde grupos extremistas de la mayoría budista -que representan a la dinastía- llegaron a cometer atentados contra otras minorías como la musulmana, además de la tamil. La violencia de los Rajapaksa se extendió a periodistas y diversos grupos de la sociedad, especialmente a sus opositores.
El ascenso de la familia comenzó con cuando Mahinda fue nombrado primer ministro en 2004 por la presidenta, Chandrika Kumaratunga la única máxima mandataria del país. Años después confesó que había sido el mayor error de su carrera política. El año siguiente, Mahinda se consolidó en el poder tras las elecciones y comenzó su ofensiva contra el terrorismo tamil. Liberar a la comunidad budista del terror convirtió a los Rajapaksa en héroes. Gotabaya también se afianzó en la cúpula extendiendo su mano dura contra los terroristas a los opositores. Decenas de críticos desaparecieron y nunca más fueron vistos.
Esa arrogancia compartida por los dos hermanos comenzó a pasarles factura en 2015 y Mahinda salió derrotado en los comicios de aquel año, sin embargo, una nefasta legislatura de la oposición, que culminó con los atentados de Semana Santa de 2019 en varios puntos turísticos e iglesias católicas de Colombo, propició el regreso de los Rajapaksa. Gotabaya se erigió como presidente y su hermano, Mahinda encabezó con éxito la lista de su partido para ser primer ministro.
Una de las promesas electorales de Gotayaba en 2019 fue la de transformar el sistema agrario de Sri Lanka para convertirlo en orgánico durante la siguiente década. La razón de esta idea fue la altísima tasa de enfermedades renales de la población ceilandesa, una de las más elevadas del mundo. Los Rajapaksa vincularon este hecho a los fertilizantes artificiales, pesticidas y herbicidas, por lo que el presidente prohibió abruptamente la importación de estos productos en abril de 2020. El rendimiento de los cultivos -principalmente de arroz- cayó en picado porque cesaron las subvenciones que durante décadas habían estimulado al sector agrícola a usar fertilizantes químicos. Gotayaba aprovechó también el elevado coste de los abonos y el alto desembolso en subvenciones (alrededor de 490 millones de euros anuales) para recortar en gastos y así potenciar la mejora de una divisa en caída libre.
Cuando el plan pasó del mundo de las ideas a la práctica, éste demostró ser un fracaso absoluto. El Gobierno no fue capaz de distribuir las alternativas necesarias para la transición orgánica ni tampoco dedicó los esfuerzos apropiados para formar a los agricultores. La producción de arroz, de coco y de su producto exportador estrella, el té, se derrumbó por culpa de la falta de fertilizantes. La inflación, los problemas de desabastecimiento -especialmente de combustible- y el colapso de la moneda no hicieron más que empeorar la situación de unos agricultores que no pudieron atender a las necesidades del pueblo. Gotayaba se vio obligado a suspender el veto a los fertilizantes, pero ya era demasiado tarde. Esta medida improvisada y sin masticar provocó una tormenta perfecta en la que Sri Lanka dejó de ser autosuficiente en la producción de arroz y ahora depende de otras naciones vecinas. Sin dinero para importar y sin producción propia, la crisis alimentaria se ha agudizado y el Banco Mundial calcula que medio millón de ceilandeses viven en la pobreza.
El descontento es generalizado y el sector de la agricultura ha sido uno de los más sólidos durante las protestas. Ni siquiera los tímidos subsidios ofrecidos fueron capaces de calmar los ánimos y el cúmulo de despropósitos han empujado la salida del Ejecutivo al completo. De ser los supuestos salvadores de una nación en problemas, los Rajapaksa se han convertido en los culpables de sumir a su gente en la mayor depresión de su historia independiente. Huidos y escondidos ante la muchedumbre que ha ocupado la casa presidencial y quemado algunos de sus bienes, el final de la dinastía no podía haber sido más humillante para sus altivas pretensiones: haber gobernado de manera vitalicia.