La respuesta de la República Popular de China (RPC) sobre por qué se ha convertido en una de las mayores preocupaciones de Occidente, tal y como se desprende del Comunicado de los Líderes del G-7 y de las conclusiones tras la Cumbre de la OTAN y la elaboración del Concepto Estratégico, se sintetiza en dos conceptos entrelazados: que la Alianza Atlántica tiene “las manos manchadas de sangre” y que los países que la componen no cuentan con “autoridad moral” para dar lecciones. En la retina de la perspectiva china hay un evento inolvidable ocurrido en mayo de 1999, durante la Guerra de Yugoslavia. La embajada de la RPC fue bombardeada por Estados Unidos y la OTAN, y en el ataque murieron tres periodistas chinos. El por entonces presidente estadounidense, Bill Clinton, se disculpó y declaró que se trató de un error. A pesar de la compensación a las familias de las víctimas y de acordar un pago por los daños materiales a la embajada, China sigue pensando que se trató de un acto deliberado que siempre perseguirá a la Alianza. “Ahora, la OTAN ha extendido sus tentáculos a Asia-Pacífico y ha intentado exportar la mentalidad de la Guerra Fría y reproducir la confrontación de bloques”, afirmó el jueves Zao Lijian, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de China.
Las referencias al pasado son constantes para justificar este presente en el que los dos bloques -el formado por Rusia, China, Corea del Norte, Irán y Paquistán, y el compuesto por Estados Unidos, la mayoría de los países europeos y sus aliados-, coexisten más alejados que nunca. Ambos, antagónicos por naturaleza, son fácilmente identificables como el bloque autocrático y el democrático. Ninguno de los dos está libre de vergüenzas y hablar en nombre de la autoridad moral histórica es un acto de hipocresía que no les conviene. Lo que realmente importa es el ahora, el hoy, y para eso no hace falta reescribir la historia como hicieron Mao Zedong, Deng Xiaoping o el propio Xi Jinping en noviembre del año pasado, quien para realzar su figura moldeó la narrativa oficial en la tercera resolución histórica en cien años. No hay manera más efectiva de olvidar desastres como la Revolución Cultural, el Gran Salto Adelante, la matanza en la plaza de Tiananmen o de ensalzar al Partido Comunista que reescribiendo el pasado. De puertas para adentro es fácil, especialmente bajo un régimen autocrático; hacerlo de cara al exterior es más complicado y la memoria selectiva (acordarse de eventos como el bombardeo de la OTAN y olvidar otros no menos relevantes) se hace más evidente.
Si China ha aparecido 14 veces en el Comunicado de los Líderes del G-7 y ha sido mentada por primera vez en las conclusiones de la ONU es porque hay una mirada pesimista sobre su posición actual en el mundo que la convierte, a los ojos de la Alianza, en una nación hostil. Las alarmas saltaron el 4 de febrero de este año, cuando Jinping y el presidente ruso Vladimir Putin firmaron una declaración conjunta de 5.300 palabras antes del comienzo de los Juegos Olímpicos de Invierno. En el documento se confirmó la amistad “sin límites” entre China y Rusia, que ambos países estaban comprometidos con la democracia, que las Naciones Unidas debían ser la piedra angular de un orden mundial abierto y universal, y que debían primar el derecho internacional, la inclusión y los valores comunes. Mientras tanto, en la frontera entre Rusia y Ucrania ya se estaban posicionando tropas rusas, tanques, lanzamisiles y todo tipo de material bélico para hacer precisamente lo contrario: seguir a años luz de cualquier atisbo democrático, ignorar los principios de Naciones Unidas, incumplir el derecho internacional y convertir la inclusión en invasión. Si los valores comunes y la “amistad sin límites” de China y Rusia se basan en los hechos que han sucedido desde aquel 4 de febrero -y no en las palabras firmadas el mismo día-, quizás no sea tan descabellado que el G-7 y la OTAN estén prestando tanta atención al gigante asiático por primera vez.
De China inquietan la falta de transparencia sobre su estrategia global, tanto política como económica y militar. Defiende la integridad territorial de los países aunque no condena a Rusia por invadir Ucrania en la Asamblea de Naciones Unidas y continúa teniendo lazos económicos fuertes con Moscú, los cuales ayudan a amortiguar unas sanciones que Pekín cataloga de “ilegales”. El último capítulo de la fricción con EE.UU. es que el Gobierno estadounidense ha vetado a 31 empresas, entre las que hay cinco compañías chinas que tienen supuestos vínculos con el brazo militar ruso. “China y Rusia mantienen una cooperación económica y comercial normal sobre la base del respeto mutuo, la igualdad y el beneficio mutuo”, afirmó esta semana el portavoz del Ministerio de Exteriores chino. “Esto no debe convertirse en el objetivo de ninguna intervención o restricción por parte de un tercero. Instamos a EE.UU. a que rectifique estas medidas de inmediato, revoque las sanciones y deje de imponer la jurisdicción de largo alcance y las sanciones unilaterales a las empresas chinas”, apuntó Lijian. Una invasión militar unilateral que está dejando decenas de miles de fallecidos y millones de desplazados, en cambio, no merece ser condenada.
Putin y Jinping también comparten el argumento de sobre quién recae la culpa de la inestabilidad del orden mundial. Ambos apuntan con el dedo a EE.UU. y a la OTAN como los responsables de la desestabilización del estatus quo y esta narrativa ha ayudado a fundamentar distintas estrategias, incluida la invasión a Ucrania. Si la expansión de la Alianza ha servido como una de las excusas para el ataque ruso, esto no ha sido tanto por la OTAN en sí, como por los miedos y el orgullo de Putin, al menos así lo piensa Philip Zelikow, profesor de Historia en la Universidad de Virginia y antiguo diplomático estadounidense. “Hablar de la OTAN ayuda a Putin y a sus secuaces a ocultar su verdadera preocupación: que Ucrania pueda alcanzar la independencia democrática en lugar de estar sometida a su imperio dictatorial”, ha afirmado en la revista Foreign Affairs. De ser real, esta inquietud es perfectamente extrapolable a la perspectiva china, que acusa a la Alianza de tener una mentalidad de Guerra Fría y de querer expandirse a la región de Asia-Pacífico, especialmente tras la presencia en Madrid de Corea del Sur, de Japón, de Australia y de Nueva Zelanda. Los miedos de China no son infundados, como tampoco lo son los de decenas de países del Indo-Pacífico que ven cómo el gigante asiático gana influencia en la región con prácticas que consideran discutibles. La diferencia está en quién es capaz de apretar primero el gatillo y quién no.
China se considera como “una fuerza para la paz en el mundo”, sin embargo, la imagen que proyecta en muchísimas naciones es más cercana a la visión del G-7 y de la OTAN, y perciben a la potencia como una fuerza militar inquietante. Aunque no ha formado parte directa de ninguna guerra terrestre desde la invasión de Vietnam en 1979, Pekín ha construido y militarizado siete islas en el Mar del Sur de China, ha realizado diversas incursiones con decenas de cazas y bombarderos en espacio aéreo de Taiwán, ha firmado un tratado de colaboración con Islas Salomón que podría facilitar la construcción de una base naval a alrededor de 2.000 kilómetros de la costa australiana justo cuando las relaciones entre ambos países viven su peor momento, ha protagonizado un conflicto armado relativamente reciente en la frontera con India y ha mirado hacia otro lado ante las continuas pruebas de misiles balísticos de Corea del Norte. El gigante asiático también se percibe a sí mismo como un país que contribuye al “desarrollo global” con iniciativas de infraestructuras en países sin medios, muchos de ellos son islas del Pacífico. Lo que otros ven en estas inversiones es una manera de ganar influencia en la región, de generar dependencia, de ampliar el espectro de acción de las empresas estatales, de conseguir contrapartidas estratégicas como dejar de reconocer la soberanía de Taiwán o de generar deudas imposibles de pagar que ahogan más aún a las economías débiles.
En la imperfección que guarda cualquier sistema político hay líneas rojas que de superarse describen a la perfección cuáles son las prioridades y las intenciones de sus gobernantes. Una de las mayores críticas del Ejecutivo chino, cuyo máximo mandatario, Jinping, busca extender su mandato una tercera legislatura de cinco años, es que otras potencias interfieran en lo que denominan como sus “asuntos internos” (Xinjiang, Tibet, Hong Kong, Taiwán, una investigación independiente sobre el origen del COVID-19 en Wuhan…). Con o sin críticas externas hay acciones que hablan por sí solas y demuestran que la autoridad moral suele morir por donde mueren los peces.