El pasado domingo, con las últimas luces del día, una persona se acercó caminando entre la nieve al refugio Cap de Llauset, en Huesca. Era el primer ser humano al que el guarda, el vizcaíno Mikel Lorente, veía desde hacía casi 15 días. Y no, no se trataba de un montañero en busca de refugio, sino de Martín, su compañero que venía a relevarle. El lunes por la mañana los dos guardas se despidieron y el vasco emprendió el descenso hacia su casa, tres horas de camino después, ya estaba comiendo con su mujer Helena y su hijo Joan, de diez años.
Atrás dejaba un turno "duro" en el que, a 2.500 metros de altitud, ha soportado temperaturas de -12 grados y en el que “no he visto ni un alma”. Desde octubre a junio, los tres socios que gestionan el Cap de Llauset, en el Pirineo aragonés, realizan turnos en solitario de 15-20 días. "Hay quien piensa que vaya suerte tenemos de poder estar aquí al margen de todo, pero al tercer día si no estás acostumbrado se empieza a hacer cuesta arriba”.
Para soportarlo, a este bilbaíno que lleva ya 16 años en el Pirineo le gusta preparar “listas de todo”, desde tareas para acometer en el refugio, libros para leer o actividades para hacer por la zona. Además, Mikel se impone una férrea rutina con un esquema claro de lo que va a hacer cada día.
“Me levanto para las siete de la mañana” y tras el desayuno toca repasar las reservas, la meteorología y las previsiones de avalanchas. El guarda toma los datos de temperatura y humedad varias veces al día para que la Agencia Española de Meteorología, Aemet, pueda hacer sus previsiones de la montaña.
Pala en mano, Mikel retira la nieve acumulada en las entradas al refugio e “intento salir a esquiar un poco o darme una vuelta porque eso me mantiene activo”. A la vuelta, en el refugio siempre hay cosas por hacer. El Cap de Llauset “solo tiene siete años”, es grande (ofrece 86 camas) y siempre hay una puerta que arreglar o que reorganizar el taller. Cuando llega la noche es el momento en el que Mikel aprovecha para hablar por un teléfono vía satélite con su familia y rápido a la cama.
Con las despensas llenas, “solo echas de menos la variedad cuando llevas cinco días comiendo lentejas”. Eso y “las frutas y verduras frescas”. Por lo demás, este trabajo ha cambiado mucho en los últimos 40 años. “Antes eran los grandes abandonados, casi como si estuvieran en una expedición”, ahora, sin embargo, la conexión vía satélite, el ordenador y el teléfono permite a los guardas sentirse un poco más cerca del mundo mientras permanecen solos en la montaña.
Precisamente que no falle esa conexión es una de las principales preocupaciones de Mikel, aunque lo que realmente le quita el sueño es que “no se nos congele el agua” porque de suceder, “nos quedaríamos sin agua hasta el verano”.
“Los guardas somos todos bastante personajillos”, bromea. Accesible y afable, Mikel se aleja de esa imagen de persona a la que la soledad impuesta le ha llevado a ser algo huraña. “Este es un trabajo de contrastes”, porque mientras que “en verano trabajamos y convivimos un equipo de cinco personas de forma constante y compartimos el espacio con 50 o más huéspedes, luego en invierno nos vamos al otro extremo”, recalca.
Mientras charlamos con Mikel, su compañero Martín vigila que todo funcione como debe a 2.500 metros de altura. Tras él, llegará Raúl y de nuevo, hacia el 12 de febrero, “subiré yo”. Mikel, Martín y Raúl. Un vasco, un checo y un murciano. “Parece un chiste”, bromea. Los tres, con amplia experiencia en la montaña y también en la gestión de refugios, se encargan de gestionar este, que es el más alto del Pirineo, propiedad de la Federación Aragonesa de Montaña y del municipio de Montanuy (Huesca). Un lugar inhóspito en invierno, pero muy frecuentado en verano, especialmente los fines de semana de julio y agosto. Entre quienes se han alojado en este refugio hay ilustres pirineistas franceses y nombres muy conocidos del mundo de la montaña, como los vascos Mikel Zabalza o Alberto Iñurrategi.
Nos despedimos de Mikel Lorente con la sensación de que él y sus compañeros están hechos de otra pasta. De esa que permite a algunos sobrellevar la soledad en lo alto de una montaña helada, siempre preparados para dar cobijo a quien ose aventurarse por ese precioso paraje pedregoso y blanco durante el invierno.
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