¿Sigue siendo el independentismo catalán la revolución de las sonrisas?
Los líderes secesionistas llevan desde años pregonando la no violencia pero se ven ante los hechos más violentos desde que empezó su movimiento.
La comunicación no va de cómo quieres que te vean los demás sino de cómo te ven realmente. Por mucho que te esfuerces en colocar tu mensaje, hay multitud de factores externos que influyen en cómo éste es percibido por los que lo reciben. En Cataluña, las cosas han cambiado mucho en dos años y la percepción, más.
En 2017, los independentistas catalanes lograron su cénit comunicativo en España y el exterior. Pusieron en marcha la que algunos llamaron la revolución de las sonrisas: marchas y concentraciones multitudinarias, coloridas y festivas a la que acudían familias enteras, en las que no se producía un solo incidente y en las que se reivindicaba poder votar y formar una república pacífica.
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Ese mensaje traspasaba fronteras a través de los líderes políticos que lo esparcían por todo el mundo en forma de entrevistas y vídeos en diferentes idiomas: inglés (Romeva), francés (Puigdemont), italiano (Junqueras). Mientras, el Gobierno español aparecía atenazado. Sus mensajes no se abrían camino. Rajoy y los suyos se veían en medio de un fuego cruzado: en un lado quienes les acusaban de no dialogar lo suficiente con el nacionalismo catalán y en otro quienes les tildaban de blandos por no aplicar inmediatamente la mano dura en forma de artículo 155. La prudencia o el temor de Rajoy le llevó a esperar el mejor momento para tomar decisiones, pero a costa de un deterioro de imagen y comunicación importante.
El 1-O, el día del referéndum, el mundo pudo ver cómo unos ciudadanos pacíficos abarrotaban colegios electorales para votar. La policía catalana se lo permitía mientras recibían flores como recompensa en un ambiente festivo y lúdico. Y de repente, policías enviados desde Madrid con cascos y porras se dedican a hacer cargas contra gente indefensa que hasta ese momento no había provocado ningún incidente.
Ese día, un cronista internacional acorralaba al ministro Dastis reprochándole lo que acaba de ver con sus propios ojos: “He visto a policías sacando del pelo a una mujer de un colegio electoral, unas imágenes que son inaceptables en el siglo XXI.” El ministro de Exteriores solo fue capaz de poner en duda, con poco éxito, la veracidad de las imágenes.
El independentismo tenía al Estado español en donde quería. La comunidad internacional simpatizaba con su causa y no entendía la postura de un Gobierno a la defensiva y sin iniciativa. Incluso, algunas voces en España transigían con algún tipo de cesión a los independentistas con tal de que se recondujera la situación. Pero Rajoy, queriendo o sin querer, les dejó hacer y ellos solos se metieron en un callejón sin salida.
Las expectativas que habían creado en la población catalana soberanista eran tan altas que temieron defraudarlas: Puigdemont trató de convocar elecciones catalanas, se echó para atrás, luego declaró la independencia, pero inmediatamente después la dejó en suspenso. Parece que estuvieran pidiendo a gritos que alguien pusiera fin a aquello en forma de 155. Y ahí entró Rajoy, a su ritmo, con toda la contundencia de la ley y enfrió la situación.
El Gobierno recuperó la iniciativa pero, aún estaba lejos de ganar la batalla de la comunicación. Seguía siendo visto como represor ante un movimiento pacífico libertario. A esto contribuyó la fuga de Puigdemont y el posterior fiasco del rechazo a su extradición por un tribunal alemán. Sin embargo, desde ese momento el independentismo va acumulando derrotas que le colocan en una situación complicada.
La figura de Puigdemont se ha ido diluyendo como era de prever ante la falta de poder. Los políticos presos han sido condenados por el Tribunal Supremo en un juicio intachable desde el punto de vista democrático, aunque no se esté de acuerdo con la sentencia. Se han puesto las bases para que el Tribunal de Estrasburgo no tumbe el dictamen y se abre la puerta de nuevo a la extradición de Puigdemont.
El escenario ha cambiado completamente. Las calles ya no están llenas de protestas pacíficas y de sonrisas. En todo el mundo se ven ahora las revueltas callejeras violentas: encapuchados, manifestantes con cascos, barricadas en las calles, fuegos, sabotajes, carreteras y vías de tren cortadas. Algo más propio de la guerrilla urbana puesta en marcha en Hong Kong que de la revolución pacífica a la que apela el independentismo.
Y la policía que ahora reprime es la catalana. Los Mossos se están empleando en mantener el orden público con celo, quizá con excesos según alguno de los miembros de los partidos que gobiernan en Cataluña, que sufren la contradicción de alentar las manifestaciones y mandar a los policías a reprimirlas.
En Madrid, mientras el Gobierno busca un improbable consenso, pero se hace la foto con los principales partidos para dar sensación de unidad y firmeza en lo importante. A la vez pone en marcha una campaña de imagen y comunicación con 11 de sus miembros hablando en diferentes idiomas para trasmitir que España es everybodysland. No quiere desaprovechar la ocasión para ganar puntos en la escena internacional. Y a la vez se muestra muy preocupado por la “irresponsabilidad” de los responsables del Gobierno catalán que no condenan la violencia. Parece que es ahora el Gobierno el que tiene al secesionismo donde quiere: desesperado.
¿Y esa imagen de violencia de sus manifestantes y de represión de su policía preocupa al Govern? Mucho. Por eso hoy el President Torra ha buscado otra foto: la de las marchas festivas de la ANC. Allí ha hecho un ejercicio de funambulismo para no condenar los destrozos y solo ha dicho que la violencia no les representa, intentado desterrar de las retinas de los ciudadanos lo que habíamos visto hace apenas unas horas. Casi al mismo tiempo, Tsumani Democratic anunciaba que suspendía todas las acciones hasta el día 26. Ellos fueron los que colapsaron el aeropuerto del Prat el lunes. Ahora se dan un respiro. Quedan los CDR. Veremos su decisión.
El independentismo se divide entre las algaradas violentas y las marchas pacíficas. Unas dan buena imagen internacional. Otras muy mala, pero recordemos que pocas revoluciones se han hecho sin revueltas. Veremos qué camino eligen.