Enrique Moradiellos (Oviedo, 1961) es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y especialista reconocido en la Guerra Civil española. Entre sus publicaciones más destacadas se cuentan la biografía de referencia del presidente republicano Juan Negrín, la Historia mínima de la Guerra Civil española que le valió el Premio Nacional de Historia en 2017 y Franco: anatomía de un dictador. También ha examinado la dimensión internacional de la contienda en El reñidero de Europa y ha participado en el debate contra el revisionismo histórico más reciente con 1936. Los mitos de la Guerra Civil.
En estos días en que Franco y el Valle de los Caídos acaparan los titulares, en que se vuelven a citar "las trece rosas", a calificar de asesino a Companys y a recordar consignas guerracivilistas -"arderéis como en el 36"-, NIUS le ha enviado un cuestionario y estas han sido sus respuestas.
NIUS: ¿Qué opina de la exhumación de Franco y de todo el proceso que se ha seguido con el caso?
Enrique Moradiellos: La presencia de la tumba de Franco en la basílica de El Valle de los Caídos fue motivo de controversia desde el momento de su enterramiento allí en 1975. La cuestión fue abordada por una comisión técnica nombrada por el gobierno de Rodríguez Zapatero en 201, que propuso ya su exhumación como paso previo a la resignificación del monumento, que era, por designio y estilo, un homenaje partidista a los muertos del bando franquista en la guerra. Las razones que avalan tal exhumación son tres:
Por tales razones, cambiar el destino de la tumba de Franco era necesario. El reciente fallo del Tribunal Supremo pone las cosas en su sitio: debe estar en el panteón que compró en vida en el Cementerio de Mingorrubio, en El Pardo, donde residió casi 35 años de su biografía y donde ya está su esposa.
NIUS: ¿Por qué la Guerra Civil resucita de manera recurrente en el debate político español 80 años después de su final y 43 después de la muerte del dictador?
Enrique Moradiellos: La Guerra Civil fue un cataclismo colectivo que partió por la mitad a la sociedad española y abrió las puertas a un infierno de violencia y sangre. Y sigue formando parte de nuestro presente actual al menos por tres razones combinadas:
Por eso la guerra sigue siendo una referencia frecuente de identificación política e ideológica para muchas generaciones de españoles, pese a los años transcurridos. Y por eso se utiliza a menudo como factor de crítica y de denuncia contra el adversario político actual en la medida de lo posible y con propósito de deslegitimación pública y cívica.
Esto no obedece a una rareza de los españoles porque esta pervivencia de los traumas es algo natural en sociedades legatarias de fracturas históricas de ese calado (guerras civiles, invasiones con colaboracionistas...). Pero la tarea de la historiografía es, por definición, superar esos condicionantes y ofrecer una lectura interpretativa superadora de la propaganda y de las simplificaciones maniqueas y monocausales. Es difícil, pero no imposible.
NIUS: ¿Por qué persiste una reivindicación de la versión franquista de la historia que parecía olvidada?
Enrique Moradiellos: Hablar del franquismo es hablar de la guerra civil porque sólo en función de ésta puede entenderse aquél. Y esa ligazón histórica es tan profunda que no cabe separar el juicio sobre la guerra (y sus crímenes) del régimen que fue la dictadura de los vencedores.
Pero resulta que la guerra civil, como conflicto bélico prolongado entre grupos armados bien definidos, comenzó porque la democracia republicana inaugurada en 1931 implosionó en julio de 1936. Y no por una revuelta de cuatro generales facciosos, secundados por otros pocos curas, ricos y propietarios "fascistas". Se derrumbó porque la sociedad española había experimentado en esos cinco años un proceso de polarización política extrema, en un contexto de agudísima crisis económica y profunda movilización social radicalizada.
En ese contexto (y sólo en ese contexto) se produce el 17 de julio de 1936 una amplia (pero no unánime) insurrección militar contra el gobierno republicano del Frente Popular. El hecho de que esa insurrección fuera muy amplia, pero no abrumadora ni unánime, permitió que otra facción del Ejército se opusiera a la misma y consiguiera aplastarla en casi la mitad de España.
Así empezó la guerra civil: no en 1931 ni en 1934. El golpe militar (que triunfó con enorme facilidad en aquellas partes de España donde las derechas habían ganado las elecciones de febrero de 1936), tenía como enemigo a un gobierno republicano que pronto fue abatido por la insurrección en muchos frentes, pero que también fue socavado por la revolución en su retaguardia y básicamente aislado en el exterior por sus debilidades propias y las de otras democracias occidentales.
La República en guerra fue escenario de una precaria convivencia entre fuerzas democráticas reformistas y fuerzas revolucionarias y comunistas. Pero nunca se convirtió en algo parecido a una dictadura comunista y revolucionaria y siempre mantuvo los rasgos básicos de un régimen democrático parlamentario y constitucional, pese a las limitaciones impuestas por la guerra y las fricciones políticas internas.
En resumen: la guerra empezó en julio de 1936 por un golpe militar reaccionario parcialmente fallido en la mitad del país y se convirtió en una prueba de fuerza de reaccionarios contra una combinación inestable y precaria de reformistas y revolucionarios. Esa es la triste verdad de los hechos. La guerra provocó una hemorragia de sangre de víctimas cíviles por actividades de represión alegal de ambas partes (más de cien mil a manos franquistas, poco menos de 60.000 a manos republicanas: y sin computar a otras 30.000 a cargo del franquismo victorioso de postguerra).
En todo caso, hay herederos del sufrimiento a manos de los republicanos que siguen vivos y operativos en la España de hoy. Y hay herederos de quienes se acomodaron a vivir durante el franquismo y no comparten la idea de que aquel régimen fuera sólo una dictadura antidemocrática, sino también una garantía contra la revolución, el comunismo o la disolución nacional.
Ahí hay que ver el fondo de recepción de esa defensa explícita o implícita de la inevitabilidad del franquismo como solución de fuerza a la crisis española de los años treinta. No en vano, la figura de Franco es hoy un recordatorio de esa historia reciente de España que arrancó con una cruenta guerra civil y que persistió con una dictadura de los vencedores severa y sólo clausurada a finales de 1975, hace poco más de 43 años. Por eso, gran parte de los españoles nació, vivió y (en algunos casos) padeció aquel régimen en primera persona. Por eso su recuerdo y valoración es factor de identificación para las generaciones actuales, tanto si lo miran con hostilidad, con benevolencia o con indiferencia (y de todo hay según las encuestas, aunque dominan los indiferentes).
NIUS: ¿En qué medida hay que entender esa reacción comprensiva con el franquismo como una respuesta a la Ley de Memoria Histórica?
Enrique Moradiellos: Aunque sea casi inútil, quiero dejar constancia de mi rechazo profesional al uso del término “Memoria Histórica” en singular y en mayúscula. No hay tal cosa. Hay “memorias” sobre el pasado histórico que son siempre plurales y en minúscula porque cada uno recuerda lo que vivió en primera persona (si tiene recuerdos y edad para ello) o lo que otras le han contado sobre el pretérito (y entonces es una información derivada y no vivencia rememorada).
La Historia, como conocimiento que quiere ser riguroso, surge de la criba de esos testimonios en conflicto y del cotejo de los mismos con la documentación material persistente. Por eso reducir la historia a un adjetivo de la memoria sustantivada es algo más que problemático y discutible. Dicho esto, creo que ese pseudo-concepto evoca un conflicto de lecturas interpretativas sobre la Guerra Civil virtualmente insoluble porque la contienda escindió al país en dos bandos, provocó una hemorragia de sangre de víctimas en ambas retaguardias y sus heridas quedaron oficializadas por un régimen basado en la división entre vencedores y vencidos que duró cuarenta años.
Con un resultado final que hace tiempo ha empezado a ser cuestionado por los nietos y bisnietos de la generación que hizo la guerra. Los familiares de unas víctimas (las ocasionadas por el bando republicano vencido) tuvieron la fortuna de ver sus cadáveres recuperados y honrados sus lugares de reposo y gratificados sus deudos y herederos. Otros familiares de víctimas (las ocasionadas por el bando franquista vencedor), tuvieron que sufrir el oprobio de la vergüenza, hubieron de renunciar a recuperar sus cadáveres de las fosas comunes y carecieron de cualquier amparo oficial para sus deudos.
Compensar esas situaciones no debería reabrir las viejas heridas, sino que debería contribuir a cicatrizarlas definitivamente. Pero es competencia de los agentes sociales y políticos que sea así y no de otro modo. Al fin y al cabo, hubo víctimas y hubo verdugos en ambos bandos y no parece que tratar equitativamente a las víctimas suponga ninguna afrenta para nadie sensato a estas alturas.
Hace tiempo que asistimos a ese conflicto de lecturas interpretativas sobre la Guerra Civil en el plano mediático y político, en gran medida creo que como efecto de la aguda crispación que ha dominado la dinámica del país en los últimos años.
Basta comparar la diferencia que hubo entre la declaración de contenido histórico aprobada por unanimidad en el Congreso en noviembre del año 2002 y la controversia que suscitó la aprobación de la Ley de Memoria Histórica del 2007.
En todo caso, las últimas medidas parlamentarias y gubernativas incluso pudiera servir para terminar de una vez por todas con la anomalía evidente que significa la existencia de fosas comunes con cadáveres de la guerra civil. ¿Alguien con sentido común (no ya político) podría negar a los familiares de los represaliados el derecho a localizar los cuerpos de sus antepasados? ¿Acaso enterrar dignamente a los últimos muertos de la guerra no sería la mejor manera de cerrar simbólicamente una página trágica y traumática de la historia española?