Ya está contado. Ayuso ha ganado porque ha abierto los bares y ha ofrecido alegría a los madrileños. Y porque le llevaba la contraria a un Gobierno que se vio desbordado por un virus que no evaluó bien. Ayuso ofrecía cañas y Sánchez confinamientos. Digamos que Ayuso aplicó la máxima de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, y los vivos la han votado por pensar en ellos. ¿Y cual ha sido el banderín de enganche?: la libertad. Dicho en otras palabras: “Déjennos en paz, déjennos vivir, dejen de preocuparse tanto por nosotros y permítannos a nosotros preocuparnos por nosotros mismos”. Esa es la epidermis de un conflicto mucho más profundo: la guerra cultural.
La izquierda, ya se sabe, tiende a colectivizar y a buscar soluciones públicas a los problemas sociales. La derecha es más de “búsquese usted la vida y espabile”. Depende del momento social que vivamos, los ciudadanos compran una u otra mercancía.
Por ejemplo, en la anterior crisis económica y financiera desahuciaban de sus casas a abuelos porque habían avalado el piso que su hijo no podía pagar por haberse quedado en paro. Las imágenes de los desahuciados eran dramáticas. Surgió un movimiento social de ayuda y solidaridad, mientras el Gobierno (del PP en ese momento) asistía atónito a lo que pasaba. Claro, decir a esa gente que espabilara en esa situación era un insulto. Ahí germinó bien el mensaje de que el Estado, lo público, no atendía a sus ciudadanos. Y mientras saliendo en todos los informativos que la familia real se lo llevaba crudo, que el PP tenía una caja B, que los bancos estaban quebrados y había que salvarles y que Rato tenía dinero en paraísos fiscales, por poner solo unos ejemplos.
Ahí nació Podemos. La furia social fue encauzada por unos cuantos profesores de políticas que moldearon el mensaje más ilusionante desde la izquierda en muchos años. Sonaba real y demoledor. En aquel momento no era la libertad, sino la decencia. Los más pobres se enteraban de lo que robaban los poderosos mientras sufrían los efectos de una crisis de la que no tenían culpa.
En ese momento nos dábamos cuenta de que todo lo que creíamos sólido, no lo era: el mercado era imperfecto, los bancos quebraban por temerarios, las leyes permitían echar a la gente de sus casas sin más, los trabajadores se iban a la calle sin esperanza.
Podemos cogió fuerza y amenazó la hegemonía del viejo PSOE. Estaba de moda. Le pasaba por la izquierda en sus planteamientos y le atizaba con el martillo de las puertas giratorias y su gusto por la moqueta.
Iglesias y los suyos se sentían fuertes y empezaron a defender el derecho de autodeterminación, los bancos públicos, cargarse la reforma laboral, crear un mullido colchón social, intervenir los alquileres o el “solo sí es sí". La situación fue tan límite que hasta se justificaban los asaltos a los supermercados, la ocupación de tierras y viviendas o los escraches en casa de los políticos.
Tal vez el problema de la izquierda es que al girar esa rueda empezaron a pasar por encima de cosas muy sensibles en España y a no medir bien sus consecuencias. No hay peor cosa para un español que le digas lo que tiene que hacer y, sobre todo, lo que no puede hacer. Por ejemplo, la fiesta de los toros se moría por si sola, pero, si te empeñas en prohibirla, la resucitas. De repente, gente a la que le importa una higa la tauromaquia se apunta a una tarde de toros con puro y todo. Se convierte en un acto de rebeldía contra los nuevos poderosos. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La guerra cultural planteada por la derecha por fin llega a la calle.
Esto de la guerra cultural es algo así como: los de la izquierda nos quieren obligar a ser de una manera que no queremos ser. Por ejemplo, cuando en virtud de la igualdad se empieza a hablar de “los vascos y las vascas” o de “todos y todas”, la derecha se empieza a mofar de lo políticamente correcto: una moda absurda. Y ya cuando llega el “todes” el jolgorio es total. Con eso hacen caricatura de las cosas que consideran absurdas de los progres que no hace “la gente normal” y de los extremismos que solo se ven en Venezuela.
De repente encajan las piezas del puzzle que la derecha no podía completar porque iba siempre a remolque de planteamientos de progreso que encabezaba la izquierda como el matrimonio homosexual, la ley de dependencia o la lucha contra el cambio climático. En aquellos debates la derecha olía a rancio. Ahora le da la vuelta a la situación, en gran medida con el descaro de lo políticamente incorrecto encabezado por VOX y jaleado por figuras mediáticas. Solo hay que ver cómo están las librerías.
Por ejemplo, si para la izquierda unos niños de la Cañada Real se han quedado sin luz en pleno invierno, para esa derecha es que unos narcotraficantes millonarios con Mercedes aparcados en la puerta no quieren pagar la luz porque tienen plantaciones de marihuana. Si los MENA son unas víctimas de la sociedad a los que hay que dar protección, para esa derecha son unos delincuentes que han venido a España a robar y encima les damos dinero de todos. Si a los negros los mata la policía en EE. UU., esa derecha pone el foco en que un deportista afroameriocano no se levanta mientras suena el himno o en que todos los personajes públicos se arrodillan en el black lives matter. ¡Qué vergüenza! Siguen la doctrina implantada por Trump y Ayuso ocupa de manera natural y oportunista ese espacio.
Para la derecha arrodillarse es algo habitual pero solo en misa. Tal vez por eso la izquierda le ha hecho emboscadas de guerrilla cultural en símbolos sagrados: desnudarse en la sacristía o sacar en procesión un coño… Nada mejor para soliviantar a la derecha que atacar a sus tradiciones rancias. Pero al hacerlo, tal vez no evalúan que las esas tradiciones van ligadas a la fiesta y al sentimiento de millones de españoles. Los ciudadanos pueden no ir a misa nunca, pero no les gusta que se metan con la Semana Santa o los encierros. Y esto está muy extendido, incluso en comunidades que piden la independencia.
Es en esos terrenos donde la guerra cultural de la derecha empieza a encontrar adeptos. Su argumentario sería: nos quieren quitar las tradiciones, quieren romper España, se quieren cargar los pactos de la transición, quieren que nuestros hijos o hijas sean hijes (cuando se sabe que tienen pene o vagina), se ríen de los pasos de Semana Santa y sacan un coño en procesión. Y lo que quieren en el fondo es no trabajar y tener casa gratis, una paga pública y muchos días libres. No son de la cultura del esfuerzo como nosotros los de derechas. Y, además, lo que nos dejan nuestros padres, también se lo quieren quedar: ¡la casa del pueblo! Al final todos subvencionados como los actores y los que madrugan para abrir el bar todos los días, fritos a impuestos. ¡Eso si se lo dejan abrir!
El actor Juan Diego Botto ha tenido que explicar que el cine también es una industria y que a él le pagan por un trabajo que luego obtiene o no beneficios. Vamos, como todo quisque. Pero cuando ya tienes que explicar eso es que estás perdiendo la batalla.
Esta guerra cultural la manejan generales que están en la retaguardia: la FAES de Aznar, por ejemplo, con Cayetana Álvarez de Toledo o Esperanza Aguirre como lugartenientes. Tal vez por eso Aznar acaba de recomendar a Casado que “no apueste por la derrota de VOX”. Son necesarios en primera línea para plantear el pin parental o quitar la placa de Largo Caballero. Iglesias ha visto que estaban perdiendo esa guerra mientras jugaba a ser vicepresidente de un Gobierno en el que figuraba mucho, pero mandaba poco. Por eso se fue al campo de batalla. Ha salido malherido, pero como reza su nueva biografía de Twitter: “You come at the king, you best not miss” (Omar Little). Va a seguir siendo el rey, pero ahora seguramente dará la batalla cultural desde la retaguardia, como Aznar.