Francisco Javier Almeida ha pasado estos últimos días en el módulo de ingresos de la prisión de Logroño, aislado del resto de los presos. Allí se siente seguro, pasa la mayor parte del tiempo en su celda y en pocas ocasiones pide salir al patio donde compra la conversación de otros presos ofreciendo tabaco. Si no fuera por eso, nadie le hablaría. Incluso el responsable del economato de la prisión le ha dejado claro que si reacciona a sus peticiones es porque cumple su función con todos los internos y no le queda más remedio.
Dentro de prisión las noticias vuelan y todos saben que ese hombre alto y callado al que apodan El Sordo o Mortadelo desde que cumplió condena en Tenerife, está acusado de matar a un menor de nueve años que se llevó de un parque infantil con la excusa de enseñarle una mascota. No era el primero. Antes quitó la vida a una mujer a la que engañó con la argucia de que quería alquilar un piso. Ella le creyó y entró sola en la vivienda con él. Primero la agredió sexualmente y luego se ensañó con ella a puñaladas. En su primera condena, El Sordo engañó a una niña de 13 años con la excusa de que su padre se había puesto malo. Era su vecina. Cuando la chica entró en su casa, la ató a una silla, la agredió sexualmente y la estranguló con una cuerda hasta hacerle perder el conocimiento. Era 1989 y tenía entonces 22 años. Fue condenado a siete años.
Desde entonces, Francisco Javier Almeida ha vivido en prisión. Siempre salvo los escasos períodos de tiempo en los que su puesta en libertad le permitía volver a hacer daño a otros. Sin embargo, esa actitud depredadora contrasta con la pasividad y la educación con la que se maneja entre rejas. Es un fenómeno estudiado por los especialistas en muchos casos de depredadores sexuales; dentro de la cárcel sus posibilidades de agredir a mujeres o niños desaparecen, y con ellas, sus pulsiones. Eso les convierte en presos modelo. En personas que piden siempre las cosas por favor a los funcionarios y que no suponen nunca un problema de conducta. Hasta que vuelven a la calle.
Según ha podido confirmar NIUS, así ha pasado Almeida estos últimos días a la espera de la condena que le dejará en prisión, de forma previsible y salvo sobresaltos legales, hasta que los médicos decidan que puede vivir en sociedad, si es que eso pasa algún día. Su rutina es casi matemática: un café por la mañana acompañado de bollería industrial, otro a media tarde, la comida y un paquete de tabaco. Sale poco al patio, sobre todo para evitar que se cruce con otros presos, por lo que pasa la mayoría del tiempo en su celda. Los responsables de su seguridad tienen miedo de que los internos pasen con él de la repulsa a la agresión. Por eso se le aplica el artículo 75,2 del Reglamento Penitenciario y se encuentra en el módulo de admisiones, donde se cruza únicamente con los internos que vuelven de permiso, quienes tienen visitas médicas fuera del penal o con aquellos que tienen que salir de prisión porque han sido llamados a juicio.
Quienes le han tratado en distintas prisiones le definen como una persona fría y calculadora, falto de cualquier empatía y que habla en un tono monocorde. El mismo con el que explicó los detalles de la muerte del pequeño Alex ante el tribunal en su última palabra, en un relato que no convenció a nadie, y en el que trató de convertir el asesinato de ese niño inocente en un homicidio, lo que le cerraría las puertas de la prisión permanente revisable. No funcionó. Al día siguiente, Almeida se levantó en prisión y practicó la misma rutina de siempre. La que lleva ejerciendo desde que los funcionarios que se encargan de su custodia tienen memoria. Esa que le lleva a apurar día tras día las bandejas del rancho hasta que no quede una sola mancha en su interior, como si la limpieza y la pulcritud fueran las que guía sus actos.
Durante su estancia en prisión, el preso pasó por el programa para delincuentes sexuales de Instituciones Penitenciarias. Allí se comprometió a no exponerse a los objetos de sus pulsiones. De sus "fantasías" como las denominó durante el juicio. En contra de varios informes, el juez de Vigilancia Penitenciaria le concedió el tercer grado. Nadie puso ninguna pega a que poco después, cambiase de domicilio y alquilase un piso cerca de un colegio y a escasos metros de un parque infantil. La excusa fue que aquella vivienda estaba más cerca del trabajo que había encontrado. Su terraza daba al otro lado de la fachada y por eso, era común verle asomado a la ventana del rellano que daba acceso a la escalera comunitaria, desde donde sí tenía visión de los niños.
Ante el tribunal, el pasado día 28 Almeida pidió perdón a la familia del pequeño Alex y a todos aquellos a los pudiera haber perjudicado con sus actos. “Mi intención no era matarlo”, reiteró después. Cuando terminaron las vistas, las nueve personas que componen el jurado se sentaron a deliberar. Son seis hombres y tres mujeres, que tardaron 24 horas en contestar a todas las preguntas que les plantea el caso y concluir que el llamado monstruo de Lardero era culpable de matar a Alex con violencia y sin que el pequeño tuviera posibilidad alguna de defenderse, lo que le pone a las puertas de la Prisión Permanente Revisable. Salvo cambio jurídico de última hora, El Sordo volverá a la cárcel mientras espera que la sentencia sea definitiva. Al lugar donde se siente como en casa.