Una moto llega a Moncloa una mañana cualquiera de esta primavera extraña. El hombre que se baja de ella es Fernando Simón, director del Centro de Alarmas y Emergencias Sanitarias, epidemiólogo, de los pocos con acceso a un palacio presidencial casi vacío, cercado, como toda España, por el virus. Él ha ido todos los días (menos los que ha estado enfermo) para hacer recuento de muertos y contagiados. Para contarnos cómo nos va. ¿Doctor, es grave? Casi en todo momento ha tenido que admitir que sí.
Simón ha sido la cara científica del Gobierno en lo peor de la crisis. Moncloa su segunda casa. Allí se ha tomado un refresco y una palmerita de chocolate antes de ponerse ante las cámaras. Allí, en el fragor de las ruedas de prensa seguidas de comparecencias y entrevistas, ha comido algo rápido con Salvador Illa. Su ministro, el de Sanidad, ha pasado todo este tiempo atrapado en Madridatrapado, sin poder a ver a su mujer y su hija que están en Barcelona. También él es un hombre de costumbres. Lo suyo es el té.
Tres meses en estado de alarma dan para mucho. Generan pequeñas rutinas. En lo político... ¿100 días son muchos o pocos? Depende. El Gobierno cumplió sus primeros cien en los cien que ha durado el estado de alarma impuesto por la pandemia. En el tiempo que para otros no es más que una fase de prueba, el primer Gobierno de coalición de la historia de España lo ha vivido todo. Conmoción, descontrol, agitación, negociaciones al límite, desgaste, tensión interna, cambios de alianzas, crisis varias, rumores de Gobierno de concentración y hasta de golpe de Estado… Salir con vida ha sido una especie de milagro.
La trayectoria emocional de Sánchez y los suyos ha transcurrido en sentido inverso a la de la curva de la epidemia. El tono anímico cayó a medida que crecían los contagios. Se hundió en el pico. Empezó a remontar al doblarse la curva de fallecidos. A final de trayecto, cuando la estadística ha ido apuntando a mínimos, es cuando el ejecutivo ha presentado mejores síntomas vitales: una medida “histórica” como el Ingreso Mínimo Vital se ha aprobado sin un solo voto en contra. Sánchez, que entró en la crisis con las cartas justas, cuenta ahora de cara a futuros proyectos con el comodín de Ciudadanos.
La relación de proporcionalidad inversa no ha sido, en todo caso, constante. Ha habido altibajos que le han puesto contra las cuerdas en el momento en que las circunstancias sanitarias supuestamente iban a mejor. Al ejecutivo, una vez dominado (aunque nunca del todo) el ritmo de la gestión, le han repuntado las complicaciones en el complejo tránsito hacia la desescalada, necesitado de negociar prórrogas para el estado de alarma con una ciudadanía cada vez más cansada y unos rivales cada vez más reacios a darle apoyo.
100 días como los que España ha pasado en situación de excepcionalidad (para ser excatos, 98) han sido un monumental test de esfuerzo para un equipo que estaba aún en fase de rodaje. La entrada en la nueva dimensión, cuenta un testigo directo, fue la tarde del 13 de marzo, en la que Pedro Sánchez anunció la medida. “Estábamos muy pocos en la sala. Todos con una gran sensación de gravedad y el estómago encogido. El presidente, la vicepresidenta Calvo que también estaba allí, salieron como con dificultades para articular palabra. La sensación era de angustia”.
Era el anuncio del tsunami. Luego, ha habido semanas con hasta tres consejos de ministros; se han negociado y debatido hasta seis prórrogas para el estado de alarma; se ha inducido al país al coma durante nueve días con la suspensión de la actividad no esencial; se han celebrado 14 conferencias de presidentes autonómicos; se diseñó un plan de choque económico para movilizar 200.000 millones de euros; otro para la desescalada; se han dictado decenas de decretos, órdenes, protocolos…, en una actividad normativa sin precedentes. Con media docena de ministros contagiados y la sede, Moncloa, en cuarentena.
Han sido cien días vividos peligrosamente, al compás de las directrices del ministro revelación, Salvador Illa, que, si todo iba bien, tenía intención de viajar este domingo a Barcelona coincidiendo con el fin del estado de alarma. Su primer encuentro familiar en tres meses. El titular de Sanidad ha sido el pararrayos de un malestar creciente a medida que el vendaval de la crisis iba abriendo grietas en la gestión del Gobierno. La falta de material; los fiascos de algunas compras; el baile de datos; las dudas, aún sin resolver, acerca del número exacto de muertes por coronavirus… Son algunos de los muchos flancos que el ejecutivo ha ido dejando al descubierto a lo largo de este tiempo. Al igual que la desescalada, su pulso durante estos 100 días de excepcionalidad ha variado dependiendo de las fases.
Cuando el 14 de marzo comienza el estado de alarma, España se recoge sobre sí misma con una conciencia cívica que va a ser sostenida incluso en los peores momentos. La Gran Vía de Madrid vacía es el gran icono de un país cerrado a cal y canto. En lo político, el susto y la gravedad del momento le allanan el camino a Pedro Sánchez. El shock alcanza a todos. Nadie discute la limitación de derechos que supone entrar en estado de excepcionalidad. En parte también porque, aunque la primera quincena de mes había dejado ya caer los primeros indicios, nadie supo presagiar la magnitud del desastre. El Gobierno, luego lo admitirá, ha llegado tarde. Estaba con Cataluña, la España vacía, la bronca por la ley del ‘solo el sí es sí de Montero’, ajustando aún los engranajes de una coalición con apenas un par de meses de vida.
El parón de la actividad no esencial marca el primer gran punto de inflexión. Nadie duda ya de que lo de la alarma va para largo. El Gobierno –a la vista de que la pandemia se cobra a estas alturas un muerto cada dos minutos- cree que incluso hay que ir más allá. La pregunta que se repite en Moncloa en el núcleo duro de gestión de la crisis es “¿Para cuándo es el pico?". Desde dentro la sensación es especialmente tensa: “¡Parecía que no iba a llegar nunca!”.
El 22 de marzo anuncia la hibernación hasta el 9 de abril. La unanimidad política de los primeros días se resiente. A la emergencia sanitaria le acompaña el presagio de un derrumbe económico similar al de la Gran Depresión. En 15 días se han destruído casi un millón de empleos. No pasaba desde de la Guerra Civil.
El PP critica que se haga recaer el peso de la crisis en las empresas. Presidentes autonómicos como el vasco Íñigo Urkullu, temen el impacto de la medida en sus economías. Moncloa lo resuelve con cesiones puntuales. Es un adelanto de la tensión territorial que se va a mantener en lo que queda de crisis. A la espera de la nueva normalidad”, para la que todavía falta mucho, el país vive ya instalado en una nueva realidad: las videoconferencias, los plenos del Congreso vacíos, los políticos con mascarilla, las comparecencias televisivas del presidente de los sábados, los militares en Moncloa… En el recinto ferial de Ifema (Madrid) se ha construido un hospital de campaña y en el Palacio de Hielo una morgue para acoger cadáveres de ancianos. Las residencias y centros de mayores son la zona cero zona cerode la pandemia.
El objetivo de doblegar la curva se alcanza a primeros de abril. Sánchez, al fin, se permite un respiro. “Va bien, esto va bien Fernando”, cuentan que le repite a Simón en un intento de animarle y animarse a sí mismo incluso sabiendo que no son así del todo las cosas. Para el Gobierno, de hecho, el camino de descenso se convierte en el periodo más convulso y complicado. En los balcones, tras los aplausos para los sanitarios a las ocho, han empezado a sonar las cacerolas a las nueve contra la política de Moncloa.
Es el reflejo de la tensión que se vive en la esfera política. Arrecian las críticas del PP (y de Vox) contra Sánchez. Sus socios nacionalistas (PNV y ERC) se muestran cada vez más recelosos de una gestión presuntamente “recentralizadora”, lo mismo que algunos presidentes autonómicos. Se quejan de que las citas de los domingos solo valen para el que presidente les comunique lo que ya ha anunciado el sábado en televisión. La popular Isabel Díaz Ayuso, hace la guerra por su cuenta: en algún caso ni acude, en algún otro llega tarde.
Madrid es la punta de lanza de un Casado que ha optado por retirar su respaldo al Gobierno. Lo populares se abstienen en el debate de la cuarta prórroga y votan no en la dos últimas. Sánchez, que ve abrirse el suelo bajo sus pies –sin el estado de alarma que entiende “imprescindible” para controlar la movilidad y con ello los contagios- afronta la nueva negociación en estado de necesidad. En la cuarta se apoya en el PNV - a cambio de cogobernanza- y en Ciudadanos. Los de Arrimadas, en su giro al centro, suplen la ausencia de ERC. Para la quinta prórroga, y por si falla Ciudadanos, Sánchez cierra con Bildu una abstención a cambio de la derogación “íntegra” de la reforma laboral. Se anuncia mal, se corrige luego, es una abstención prescindible… Al Gobierno más que un pacto le sale un tiro en el pie. No ha sido el único. Han contribuido a alimentar un “ruido” cada vez mayor: aprovechando el alivio del confinamiento nace el movimiento “Núñez de Balboa” en el barrio de Salamanca de Madrid. La protesta de la derecha sale por primera vez a la calle.
El 26 de mayo, la vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís, improvisa un corte de cinta para “inaugurar” oficialmente las terrazas. El gesto –“grotesco”, “ridículo”, lo califican en las redes- evidencia, sin embargo, el ansia ciudadana por volver a la vida de siempre. Apunta a un final de trayecto que poco antes parecía impensable. El Gobierno llevaba un mes, desde el 29 de abril cuando anunció el pan de desescalada, intentando rebajar la presión ambiental con el “alivio” del encierro. Por fases, franjas horarias, edades, actividades, porcentajes…, con mil condiciones, el caso es que la gente vuelve a salir. La descompresión hace de mayo un mes confuso.
En lo social, el permiso que alivia a unos les permite a otros hacer público su malestar. Las protestas de Núñez de Balboa, que empezaron el día 10, tienen varias réplicas. En lo político, al Gobierno se le complican hasta las buenas noticias: algunas las anuncia mal, otras las corrige, entre las comunidades autónomas surgen recelos y nuevas reivindicaciones de mayor autonomía. El plan de fases avanza a trompicones. Aún así -el número de muertos marca mínimos diarios, la amenaza de colapso sanitario está superada- Sánchez respira. Cede ante los presidentes autonómicos; intenta implicar al PP con lo de la “reconstrucción”; recupera la geometría variable para garantizarse con Ciudadanos (el 19 de mayo) las últimas prórrogas… Y quizás más cosas.
El panel de votación del Congreso el 10 de junio radiografía la “nueva normalidad” para Pedro Sánchez. 297 votos a favor. 52 abstenciones. El Ingreso Mínimo Vital se aprueba sin ni un solo voto en contra. Todavía en estado de alarma, después de lo que ha llovido y aún activos muchos frentes de los que se han abierto durante la pandemia. De alguna manera, para el Gobierno, marca un antes y un después. El final del túnel. El 1 de junio había sido el primer día sin muertos en el registro oficial de Sanidad. El día 3 se aprobó la última prórroga. Con apoyo de los socios habituales (ERC y PNV) y, aún más significativo, de nuevo con Ciudadanos que cuenta ya con una línea de comunicación estable con Moncloa.
Después de 100 días como los que quedan atrás, Sánchez se asoma a un panorama que, visto lo visto, resulta inesperado: ha quitado una pieza al bloque de la derecha; ha engrasado relaciones con los presidentes autonómicos, ha ampliado su abanico de posibles alianzas y recuperado el horizonte de cuatro años para la legislatura. Quienes han estado con él este tiempo cuentan que no le han llegado a ver "ni mal ni decaido". "No exterioriza sentimientos. Sí se le ha visto serio. Con mucho autocontrol". Pasados los "días ocuros", según su propia definición, y a expensas de lo que pase en la reconstrucción, el presidente ha completado su desescalada.