Al término de aquella Edad de Hielo se inició un nuevo episodio cálido en el que las temperaturas comenzaron a remontar hasta prácticamente nuestras fechas inaugurando un S.XXI con los valores más altos desde que se diera por finalizado aquel episodio tan frío.
Esta pequeña Edad de Hielo comenzó en torno al S.XV. Hasta entonces Europa tenía un clima muy similar al que hasta ahora venimos disfrutando en un arranque de S.XXI anormalmente cálido con inviernos cada vez más cortos y menos fríos. En aquel momento tuvieron lugar varios acontecimientos que a día de hoy se siguen estudiando para determinar con exactitud cuál abrió las puertas a la ultima Edad de Hielo.
Científicos de la época ya resaltaron entonces que el número de manchas solares había descendido lo que implicaba una actividad solar más baja. En numerosas ocasiones se ha citado esta como la causa principal, pero ahora se sabe que distintas erupciones volcánicas de gran magnitud coincidieron en el tiempo alterando el clima global durante un larguísimo periodo de tiempo, que abarcó hasta casi nuestros días (1850).
La emisión ingente de partículas y cenizas de estos volcanes a la atmósfera habría frenado la radiación solar durante un número prolongado de años. La última de ellas tuvo lugar en 1816 con el volcán Tambora en Indonesia dando lugar al conocido como 'año sin verano' en buena parte del hemisferio norte.
Las crónicas de la época cuentan que, aquel verano, las casas no dejaron de encender la lumbre y encadenaron el frío de un invierno con el siguiente.
Esta disminución drástica de la temperatura provocó que las precipitaciones sólidas, es decir, en forma de nieve, se generalizarán y extendieran más allá del invierno. Y cuando esto ocurre, tanto la nieve como el hielo reflejan hasta un 90% de la luz solar. En otras palabras, el suelo congelado rebota el calor que proporciona el sol y lo devuelve a la atmósfera de tal manera que el frío a nivel de suelo se intensifica entrando en un círculo que se vino retroalimentando durante casi dos siglos.
La pintura ha documentado con riqueza esta espectacular Edad de Hielo vivida en Europa y estudiada por los amantes del frío invernal. Se sabe que el Támesis a su paso por Londres se congeló en los inviernos. También lo hizo el Sena en París o los canales que serpentean la ciudad de Amsterdam. Era frecuente la nieve en pleno verano en el norte de Europa donde las temperaturas no remontaban.
Cuanto más al norte de Europa más aumentaba la cobertura nivosa y de hielo hasta el punto de que Suecia y Dinamarca quedaron unidas por el hielo en invierno. Mucho más al sur, el Ebro se congeló durante periodos de 15 días en aquellos inviernos gélidos y se originaron algunos glaciares en Monte Perdido (Pirineos) y Sierra Nevada cuyos restos está borrando el actual calentamiento global. En ambos casos, documentados hasta el punto de que en el año 1894 la superficie total de glaciares en España ascendía a 1779 y en el inicio del S.XXI había caído a 290. Cambio evidente, ¿no?
De hecho, a nivel continental los glaciares avanzaron y no era extraño que se tragaran pueblos, valles y casas hasta entonces protegidas y alejadas del hielo. Distintas especies animales terrestres y acuáticas emigraron a zonas más cálidas cambiando costumbres y hábitos de los habitantes europeos de la época.
Este episodio, que ahora nos queda tan lejos, confirma que el clima es delicado y cualquier factor natural o artificial puede alterarlo generando un efecto a nivel global cuyas consecuencias se prolonguen en el tiempo. Así ocurrió en la pequeña Edad de Hielo y así se analiza hoy en día el calentamiento global ocasionado por la mano del hombre para calibrar qué medidas adoptar.