Sin más recursos que una lancha que se movía "por el poder de Dios" y una hielera (una especie de nevera donde, cuando era pescador, conservaba los peces) bajo la que se protegía de las inclemencias del tiempo, Salvador Alvarenga recuerda que "cuando estaba protegido, no pensaba ni en las tempestades ni en el frío, solamente en descansar. El único temor era que un barco pudiera pasarme por encima sin verme", nos explica.
De entre todos los fenómenos que sufrió, quizá el "huracán marino" fue el más difícil de superar. Hasta diez veces se vio inmerso en estos remolinos, que comenzaban "de repente, cuando la lancha empezaba a dar vueltas sobre sí misma en una espiral que parecía que me atrapaba hacia el mar", relata.
Para sobrevivir, se ponía de pie en medio de la embarcación y esperaba cuatro o cinco horas, a veces de noche y en la más absoluta oscuridad, hasta que amainara. Durante todo ese rato, cuenta que "lo único que hacía era quitar el agua de la lancha, no paraba".
* Imagen: La lancha tenía el aspecto de la que se muestra en la imagen, una de las que salen del puerto desde donde partió Alvarenga.
Solo por el tiempo consiguió saber qué mes era. Mientras que el Sol le permitía adivinar la hora, gracias a la Luna sabía en qué estación se encontraba: "Cuando me fui, la Luna estaba pequeña. Se escondió al mes. Cuando volvía a salir, sabía que era otro mes".
Además de sacarle partido al cielo, el pescador también fue capaz de aprovechar las tormentas para beber y recolectar agua, muy habituales pues Salvador se encontraba, según cuenta el libro, "en la zona más lluviosa de la Tierra": una franja del Pacífico Central llena de tormentas eléctricas y lluvias torrenciales.
"Logré apilar un total de 700 botellas de plástico recogidas del mar para después poder beber del agua de la lluvia", explica Alveranga, y añade que la inestabilidad jugaba a su favor: "Cuando el tiempo estaba 'mansito' sabía que no me iba a mover pero prefería cuando hacía malo porque por lo menos la lancha se movía, sentía que 'caminaba' por las corrientes".
Este salvadoreño, que llegó a las Islas Marshall tras haber recorrido 10.800 kilómetros de Pacífico, asegura que, a día de hoy, se siente "perfecto", y reconoce que su única preocupación es su vida y su familia: "Pienso más en mi hija y en mi mamá". Nada que ver con esos interminables días en los que lo único pensaba era "en Dios y en mí, no en la gente. No hay manera de pensar en otra cosa".