()Su voz sonaba emocionada en la sala de los premios Nobel cuando contestaba a la pregunta de qué iba a hacer con los 830.000 euros del premio. “Cuando tenía ocho o nueve años leí una biografía de Marie Curie”, ha empezado a contar Esther Duflo al otro lado de la línea telefónica, “y ella destinó el dinero de su primer Nobel a comprar un gramo de radio para seguir investigando. Nosotros tendremos que averiguar cuál puede ser nuestro gramo de radio”.
La economista francesa ha viajado seguramente a su infancia porque fue precisamente en esa época cuando decidió lo que iba a hacer de mayor: ayudar a las personas con menos recursos. Lo tenía clarísimo. Me lo contó hace tres años durante una entrevista en una ruidosa cafetería del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts).
“Siempre lo he sabido, desde que tengo uso de razón, que quería hacer esto. Desde muy pequeña era consciente de que los niveles de vida eran muy diferentes entre los países”. Lo sabía porque su madre, doctora de profesión, viajaba de voluntaria a lugares menos favorecidos y se lo contaba. Para ella la pobreza era el único problema interesante al que prestarle atención. Y en lugar de estudiar medicina como su madre, o matemáticas como su padre, Duflo se hizo economista… y brilló también desde muy joven.
Premio a la mejor economista en EE.UU. menor de 40 años, premio Fronteras del Conocimiento del BBVA, premio Princesa de Asturias… Con solo 46 años el único que le faltaba en la estantería era el Nobel. Cuando se lo recordé (enésima periodista que lo hacía) le quitó importancia. Murmuró algo mientras sacudía su chaqueta empapada por la lluvia. Para esta mujer estaba claro que lo más importante no eran los reconocimientos, sino seguir avanzado, creando evidencia y contestando preguntas que ayudaran a mejorar la vida de millones de personas.
Este lunes ha confesado que le parecía que era demasiado joven para lograrlo. Pero no; hasta en eso ha roto moldes la francesa. (En eso, y en que no es muy habitual ver premios Nobel para personas que trabajan con problemas sociales).
“Queremos informarle que ha ganado el 2019 Sveriges Riksbank Premio en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel”, le comunicaba una “persona seria” en mitad de la noche en Boston. “Es un premio junto a Michael Kremer y Abhijit Banerjee”.
“Ah, ¿le pasó con él?”, ha contado ella durante la rueda de prensa.
(Risas en la sala del MIT).
Duflo y Banerjee son pareja y tienen dos hijos de 7 y 5 años. Él fue su director de tesis y juntos en 2003 crearon el laboratorio J-PAL para estudiar la pobreza de una manera muy diferente: una mezcla entre científicos y mochileros. Los tres premiados viajaban al terreno para conocer los problemas de cerca y plantear preguntas útiles.
¿Cómo se les ocurrió pensar que tratar a los niños de los parásitos intestinales podría ser la mejor opción para que fueran al colegio? “No hace falta ser muy listo”, me contaba Duflo. “Si vas a Kenia te das cuenta de que este es un problema de primer orden. La gente está siempre enferma por esto. Pero las lombrices intestinales no suelen ser una prioridad porque no matan a nadie”.
Fueron Michael Kremer y ella los que consiguieron que hasta Cherie Blair se entusiasmara con el proyecto. La mujer del ex primer ministro británico hablaba emocionada de las “cacas de los niños”, recordaba Duflo.
La vida de los más pobres nunca había suscitado un gran interés económico. No hay mucho que estudiar: simplemente no tienen dinero y ya está. Pero pensar así es un error, según ella, porque las personas que viven con pocos dólares al día tienen que tomar decisiones vitales constantemente: clorar o no el agua que beben, dormir o no debajo de la mosquitera, dejar que los niños vayan al colegio en lugar de ayudar en casa, llevarlos o no a vacunar… Y esos pequeños detalles marcan los resultados de muchas políticas.
La diferencia de Duflo con muchos otros economistas es que ella, a priori, no sabe qué políticas y medidas pueden funcionar. Hasta que no se experimenta y se crea evidencia es imposible saberlo. “No tengo muchas ideas preconcebidas, la verdad. Sí las tengo sobre cómo deberíamos evaluar los programas”. Esta visión de cómo actuar y encarar los desafíos ha traspasado las fronteras de la economía del desarrollo.
Hace dos años se plantó en la reunión anual de la Asociación de Economistas Estadounidenses (AEA) con un discurso titulado: “El economista fontanero”. Hasta ese momento la profesión se había comparado con los ingenieros y los científicos. Pero Duflo argumentó que si los economistas ayudaban cada vez más a los gobiernos a diseñar políticas y regulaciones, tenían que cambiar el chip y pensar mucho más en los detalles. “El fontanero va un paso más allá que el ingeniero: instala la máquina en el mundo real y observa lo que ocurre y modifica si es necesario. La economista fontanero está más preocupada en cómo hacer las cosas que en qué cosas hacer”, sostenía. Son muchos los colegas que se sienten identificados con esta forma de pensar.
El pragmatismo de la francesa ha conseguido abrir muchas puertas en ONG’s, gobiernos de todo el mundo, instituciones como el Banco Mundial y fundaciones como la de Bill y Melinda Gates. ¿Y cómo es Bill? “No tengo su número, si es eso lo que preguntas”, me respondió. A lo mejor el fundador de Microsoft sí guarda el teléfono de esta economista fontanera y le ha llamado para felicitarle por su joven premio Nobel. Si se da el caso, tampoco le quitará el sueño. Duflo tiene muy claro desde hace años a qué dedicar su tiempo: quiere cambiar el mundo.