La economía europea enfrenta un panorama incierto en 2025, marcado por la amenaza de una reinflación. Un fenómeno que podría comprometer la estabilidad económica y afectar directamente a los consumidores.
Este término, que se refiere al repunte de la inflación tras un periodo de moderación o desaceleración, se presenta como un desafío crítico, especialmente en un contexto de creciente presión en los mercados de energía, con el petróleo y el gas como protagonistas.
La reinflación ocurre cuando los precios, tras haber mostrado signos de estabilización o disminución, vuelven a aumentar debido a factores externos o internos que afectan la oferta y la demanda.
En el caso de Europa, el repunte de los precios de la energía, especialmente del gas y el petróleo, es un detonante clave. Este fenómeno es especialmente preocupante porque puede minar los esfuerzos de los bancos centrales, como el Banco Central Europeo para controlar la inflación sin frenar el crecimiento económico.
Tras un año 2024 donde los indicadores inflacionarios comenzaron a moderarse, los aumentos en los costes energéticos, impulsados por la reapertura de mercados asiáticos y los recortes de producción de la OPEP+, han reavivado el temor a un ciclo inflacionario persistente.
El efecto más inmediato de la reinflación se percibe en el bolsillo de los consumidores. El incremento en los precios del gas y el petróleo tiene un impacto en cadena, encareciendo bienes y servicios esenciales como el transporte, la electricidad y los alimentos.
Para los hogares españoles y europeos, esto se traduce en un aumento del coste de vida, con consecuencias como facturas más altas de calefacción y electricidad durante los meses de invierno, aumento de los precios de transporte desde el combustible para vehículos privados hasta los costes del transporte público y mayor encarecimiento de alimentos debido al impacto energético en producción y transporte.
Para las familias con ingresos limitados, estas subidas agravarían la vulnerabilidad económica, forzando ajustes significativos en los presupuestos domésticos o empujando al gobierno a tomar medidas de socorro a los ciudadanos y establecer ayudas económicas no contempladas anteriormente.
El BCE enfrentaría un complejo dilema en el caso de reinflación en 2025. Por un lado, necesitaría mantener la inflación bajo control mediante ajustes en las tasas de interés. Sin embargo, si subiera los tipos de manera excesiva, correría el riesgo de enfriar aún más la economía, afectando el empleo y el crecimiento.
La reinflación provocada por los precios de la energía complicaría esta labor, ya que se trata de un factor externo difícil de controlar mediante políticas monetarias tradicionales.
Si la reinflación se diera en 2025 y persistiera, las consecuencias podrían extenderse más allá de los bolsillos de los consumidores y afectar significativamente la competitividad de las economías europeas.
Los costes energéticos elevados dificultan la transición energética al encarecer tecnologías limpias, reducen la capacidad de consumo, limitando el crecimiento del mercado interno, y aumentan el riesgo de deslocalización industrial con empresas buscando alternativas más económicas fuera de Europa.
Frente a este desafío, los gobiernos europeos y el BCE deberían actuar con rapidez y coordinación. Algunas medidas clave incluirían, qué duda cabe, la diversificación del suministro energético para reducir la dependencia de combustibles fósiles, políticas fiscales de apoyo con ayudas para consumidores vulnerables y colaboración internacional para estabilizar los mercados energéticos.
El temor a la reinflación es más que una preocupación macroeconómica; es una amenaza palpable que afecta la vida diaria de los europeos. La clave estará, en el caso de que ocurriera, en la habilidad de las instituciones para actuar con rapidez, proteger a los consumidores y sentar las bases de un sistema energético más resiliente.
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