Reconciliarnos con nuestra pluma, la tarea pendiente de muchos gays

  • Durante la adolescencia los chicos con pluma nos convertimos en personas reservadas

  • Estar dentro del armario no dura para siempre y cuando nos deshacemos del autoodio ninguna discriminación externa duele tanto

Lo único que nos une a los chicos homosexuales es que nos sentimos sexoafectivamente atraídos por otros hombres, y salir del armario como gays no dice de nosotros más que esa preferencia. Entonces, ¿por qué hay unos ciertos gustos, movimientos, estéticas y modos de relación con el mundo y con nosotros mismos que evidencian nuestra orientación sexoafectiva? La respuesta está muy lejos de nuestros dormitorios o de nuestras pasiones románticas, y nace casi al mismo tiempo que nosotros. Un niño amanerado vestido de Elsa de Frozen no es homosexual (al menos no todavía), pero sí abraza algo que hasta hace poco nos estaba prohibido: la feminidad, o como poéticamente se le suele llamar, la pluma.

La relación entre hombres homosexuales y feminidad es esa experiencia común que a la mayoría de nosotros nos define como diferentes mucho antes de que desarrollemos gustos sexoafectivos (si se desarrollan, pues las personas asexuales son la evidencia de que no siempre es así). Cuando a un niño le llaman 'maricón' en el patio del colegio no le están acusando de ser homosexual, porque todavía no tiene una dimensión romántica y carnal. El insulto viene de la traición que ese niño comete contra la "sagrada masculinidad", la ley manda en cualquier espacio colectivo de las sociedades patriarcales. Mientras ser más fuerte, más agresivo, más estratega o más ruidoso te "asegura" un espacio superior en la jerarquía social, los niños maricas apuestan, de manera intuitiva e inconsciente, por la delicadeza y los cuidados que siempre se han asociado al espectro femenino.

Ser un niño diferente y chispeante puede ser divertido, pero ser un adolescente amanerado es un pasaporte directo a la desgracia

Como la masculinidad, la pluma también se aprende por imitación, y casi siempre viene por "vía umbilical". Nuestras madres y abuelas suelen ser figuras a las que tratamos de parecernos. Durante la infancia, y en el mejor de los casos, el amaneramiento puede ser hasta celebrado. Los niños diversos que se expresan y se relacionan de manera subversiva (es decir, renunciando a la masculinidad que les aseguraría encajar en todas partes), pueden resultar graciosos a los adultos porque esa feminidad que empieza a manifestar aún no es una amenaza. Los problemas suelen comenzar en la adolescencia.

Mientras las hormonas despiertan, crecen las extremidades y cuerpo y voz se transforman, la feminidad y la pluma encuentran cada vez menos espacios que habitar. Con la pubertad, nuestro cuerpo casi siempre se viriliza y la masculinidad redobla su presión sobre nosotros. Ser un niño diferente y chispeante puede ser divertido, pero ser un adolescente amanerado podría convertirse en un pasaporte directo a la desgracia. La historia se repite: los chicos que renunciamos a la masculinidad nos recluimos en nosotros mismos para sobrevivir a la adolescencia. Nos convertimos en personas silenciosas, reservadas, siempre alerta para no desentonar en los lugares donde estamos.

Mientras se nos despiertan los afectos sexoafectivos, y efectivamente nos convertimos en gays muchos años después de que nos llamaran maricón por primera vez, nuestra expresión de género, la manera en que visibilizamos nuestra masculinidad, feminidad y las demás infinitas posibilidades, se convierte en un tema tabú que tratamos de disimular al máximo. Hasta que logramos salir del armario (la primera vez, porque uno nunca termina de salir del armario), solemos atravesar un camino de autoodio y rechazo interno de aquello que somos. En los años más cruciales, donde se forma nuestra personalidad, estamos las 24 horas alerta para que no descubran nuestro horrible "pecado".

Del rechazo a la reconciliación

Afortunadamente el armario no dura para siempre, y cuando logramos deshacernos de él empieza el camino de bajada. Ninguna discriminación externa pesa tanto como el autoodio: estar en paz con nuestra identidad es más poderoso que los desprecios del mundo. Es en ese momento cuando, en la mayoría de los casos, empezamos a rodearnos de otros chicos homosexuales. Hay un mero instinto de supervivencia en buscar la compañía de miembros de "tu misma especie", además de la búsqueda de compañeros sexuales y afectivos.

Y aquí es cuando ese único punto en común de los hombres homosexuales vuelve con toda su fuerza. Después de una vida de rechazo, buscamos encajar entre otros gays, y como lo único que tenemos en común es que nos gustan los hombres, entendemos que para encajar debemos gustar. Nuestro atractivo se convierte en central: debemos gustar al mayor número de chicos posible, debemos gustar al máximo para evitarnos más rechazo. Y para eso, lo más efectivo es encajar en los moldes normativos. Machacarse en el gimnasio, dejarse barba, vestir de una cierta manera… Es decir, abrazar la masculinidad.

Paradójicamente, lo que nos impedía encajar en los estándares heteronormativos es lo que se nos pide para obtener la bendición de otros maricas. La pluma vuelve a ser una traición imperdonable: basta un paseo por apps para ligar como Grindr para descubrir que el baremo más común para discriminar a otros chicos es la de la pluma. "Solo chicos masculinos", "mascxmasc", "no pluma", "fuera del ambiente" o "pinta hetero" son algunas de las fórmulas más extendidas para expresar que la feminidad es también la causa de rechazo principal entre los hombres homosexuales.

Abrazar la pluma

La presencia de los mismos cánones normativos respecto a la masculinidad en el ambiente gay es paradójico, pero tiene todo el sentido del mundo. Por una parte, los maricones no nacemos y crecemos en un mundo ideal ajeno a las normas; somos producto de la misma sociedad machista y patriarcal que los heterosexuales. Por otro lado, es tan cansado ir a contracorriente durante la adolescencia que, cuando somos adultos y descubrimos que entre los nuestros se aplican las mismas presiones, lo más cómodo es aceptarlas. Si el gimnasio y el "mascxmasc" es el sacrificio que hay que cumplir para no experimentar más rechazo, muchos chicos gays están dispuestos a pagar el precio.

El problema no es tanto la acción como la falta de conciencia crítica sobre las razones que la provocan. Cualquier gay está en su derecho de trabajarse unos abdominales y querer ligar solo con chicos con "cero pluma", pero convertir la masculinidad en la unidad de medida de la validez de los otros hombres genera un ecosistema de presión que va mucho más allá. Como comunidad, nuestro reto es reconciliarnos con nuestra propia pluma; esa pluma que nos elevó de una infancia triste a una vida adulta de aceptación. Esa pluma que siempre ha sido la parte visible de quiénes éramos, y por eso la hemos odiado durante tanto tiempo. La misma pluma que hoy deberíamos poder abrazar como un terreno conquistado.

Hay un dicho latinoamericano que solía repetir el cantante queer Juan Gabriel: lo que se ve no se pregunta. La pluma, la feminidad, ha sido toda nuestra vida la respuesta a aquello que no debía preguntarse. No permitamos que sea también la excusa para seguir rechazándonos entre nosotros.

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