Por qué dejé de salir de fiesta

yasss.es 04/05/2018 15:43

Pues mirad, yo salía. Salía un montón. Me encantaba estar por ahí por la noche. Supongo que había algo de superar un trauma infantil: siempre me dio pavor la noche, me aterraba el silencio absoluto y la soledad de mi habitación, era incapaz de conciliar el sueño. Así que estar a las cinco de la mañana en un lugar atestado de gente donde todo el mundo estaba disfrutando era una manera de matar definitivamente ese miedo atávico.

Yo salía, sí, y por la noche se conocía a muchísima gente. Tenía la teoría –aún la mantengo– de que todo lo realmente interesante ocurre de noche. Por la noche hice amigos que aún me duran. Por la noche llegué a conseguir trabajos –no seáis malpensados–. Las drogas –hablo de las ilegales y de las legales también, como el alcohol y el tabaco– hacían que mucha gente fuese más abierta, más dispuesta a darte una oportunidad, más tolerante a cualquiera que fuese diferente a ellos y siempre abiertas a meterte en su círculo. Luego había otros a los que las drogas –legales o ilegales también– volvían insoportables, pero de eso ya aprendías a alejarte. Por la noche se ligaba, uno podía encontrar una pareja y que tu vida cambiase de repente a las siete de la mañana en un antro inmundo. La pareja podía durarte tres años o dos horas, ¿quién lo sabía? Eso también era parte de la gracia del juego, qué voy a contaros.

Por la noche, y en oposición a la rutina semanal –el horario de trabajo, las comidas en un tupperware y la imposición diaria de ver siempre a los mismos de la oficina– podía ocurrir cualquier cosa. Y eso era demasiado bueno como para dejarlo escapar.

Seamos francos: en primer lugar conseguí un buen trabajo y un buen novio. No quiero decir con esto que uno saliese por la noche simplemente para buscar a alguien con quien compartir una hipoteca, pero es indudable que hay algo de emoción mientras uno se peina y perfuma ante el espejo, de anticipación mientras se pregunta si será esa noche cuando consiga, de una puñetera vez, una pareja. Y en mi descargo debo decir que seguí saliendo muchos años después de echarme una. De hecho, casi diría que el acto de salir había ganado en pureza: eliminada la presión de ligar, salir ya consistía 100% en divertirse, bailar y charlar de estupideces a voz en grito hasta el amanecer. Sin embargo, eso me cansó también.

Seamos francos otra vez: puede que haya en esto, más que madurez mental, simple biología. Madurez de mis huesos, de mis músculos, de mi cerebro y de mi estómago. Las resacas de antes se solucionaban con una pizza y con empezar a beber de nuevo. “¡La resaca es de cobardes!”, decíamos. “¡Si no dejas de beber no tendrás resaca nunca!”, decíamos. Pero amigos, de repente un día la pizza dejó de funcionar y las resacas empezaron a durar tres días.

Y luego estaba la resaca emocional, ¡ay! Y se preguntaba uno: ¿Pero yo qué hacía ayer con treinta y un años metido en la casa de unos desconocidos? ¿Quién era aquella mujer que me condujo a un retrete y se quedó mientras vomitaba? ¿A cuál de mis amigos llamé gilipollas antes de quedarme dormido? ¿En qué sofá me desperté? De repente la posibilidad de que por la noche ocurriera cualquier cosa ya no era benevolente: era una película de terror. De repente, ese al que le sentaban fatal las drogas –legales o ilegales– era yo.

¿Y esa sensación horrible cuando salía el sol? Recuerdo que hace años podía estar en una terraza borracho viendo salir el sol y celebrándolo, recibiendo toda su vitamina D en mi carita morena. Pero en un momento dado mi sensación cambió. “¿Eso es el sol? ¡Voy a perder un día entero durmiendo cuando podría haber ido a pasear al Retiro! Soy un asco de persona”.

¿Se llamará conciencia? Creo que era mucho más feliz sin ella, para qué nos vamos a engañar. Pero a la felicidad inconsciente le sucedió la práctica, el orden, el silencio. Ahora a veces salgo a la terraza, veo salir el sol y celebro su vitamina D. La diferencia es que no estoy en una casa llena de gente peleándose por hacerse con el control del Spotify. No, estoy en mi casa, con mis gatitos, y resulta que (esto se merece mayúsculas) TENGO TODO EL DÍA POR DELANTE.

Dejar de salir te mete, al principio, en una especie de hiperrealismo. Sientes que te pierdes algo. Tus amigos te cuentan unas cosas divertidísimas que están pasando por la noche. De repente empiezan a hablarte de sitios nuevos que ya no conoces, porque las discotecas y garitos a los que tú ibas han cerrado, han cambiado de nombre o han puesto una franquicia de moda ‘low cost’ en el local. Tus amigos –esto es lo más delicado– han hecho NUEVOS AMIGOS con los que tú ya no tienes demasiado en común, porque su tema de conversación rodea siempre algo que pasó de noche, un chupito nuevo que hay ahora o un nuevo garito que es la bomba y a ti te importa un pepino conocer ya porque mañana es domingo y has quedado para pasear al perro de un amigo.

Luego empiezas a disfrutar de dos días seguidos disponibles para ti enteros. Puedes tener de nuevo vida cultural –esa que habías dejado en la universidad–. Puedes gastar dinero en otras cosas, como viajar. ¿Sabes que por los 100 euros de media que te estabas dejando en las cañas previas, las copas de la disco, la entrada al after y las cervezas que tenías que llevar después a casa de un desconocido puedes irte a pasar el fin de semana a la playa?

Por no hablar de afianzar lazos de amistad con otros amigos que tampoco salen ya. Algunos han tenido bebés y hacen cosas que hasta ahora considerabas de carcamales, como salir a tomar el vermú. ¡Qué maravilla el vermú! Porque no hemos hablado de una cosa importante: dejar de salir no quiere decir que dejes de beber. Solo que lo haces mejor. Aprecias lo mucho que refresca una caña bien tirada a mediodía, empiezas a diferenciar un buen crianza de un vino joven horroroso y, por supuesto, si quieres pillarte una cogorza porque trabajas mucho entre semana y y sientes que te la mereces, puedes hacerlo. Pero ahora la cogorza te la pillas a mediodía, la disfrutas de bares por la tarde y puedes estar en la cama a las once de la noche. ¿Por qué no me contaron esto antes?

Yo no sé cómo es posible que no te haya convencido todavía de que salir por la noche es el mal, el demonio. ¿Y te he hablado de que se te queda mejor piel? ¿Y de que puedes dedicar parte de tu recién recuperado tiempo libre para ir al gimnasio? Claro, pensarás: “¿Y para qué quiero estar buenísimo/a si ya no salgo por la noche?”. Pues hijo/a, bienvenido al año 2018: métete en Tinder. Ya no hace falta pagar 20 euros para ligar en una discoteca. ¿Y si en realidad lo que ha creado una generación que ya no necesita salir a la calle no es la conciencia madura, sino los teléfonos móviles? Eso daría para otro artículo. Lo escribiré el fin de semana que viene, que tampoco pienso salir.