Diario de una mujer que ha sometido a sus genitales a todo tipo de barbaridades

yasss.es 14/12/2017 16:32

Lo sé: empezamos fuerte el texto, pero considero que tenemos tanto pavor a hablar de nuestras vulvas que las convertimos en auténticos laboratorios de pruebas en los que probar productos, medicinas, juguetes e incluso antídotos de Chumari con tal de no preguntar a un profesional si la solución a ese problemilla que tanto nos avergüenza es tan buena como alguna web de fiabilidad similar a una anécdota de Anita Obregón asegura.

Os voy a contar lo que me ocurrió el verano pasado. De repente, sentí un molesto picor -por cierto, ¿acaso el picor es alguna vez no molesto?- AHÍ ABAJO y me sorprendí a mí misma cruzando las piernas cual Sharon Stone bajo los estragos del éxtasis para poder rascarme sin despertar sospechas. Porque, por supuesto, todos hemos visto a un amigo/familiar/compañero de trabajo/sercontestosteronaquerespira rascarse con impunidad la entrepierna, pero una señorita no hace eso, ¿verdad que no? NO. Una señorita prefiere morir presa de un picor incesante antes que ser vista con sus zarpas cerca de la zona prohibida.

Así que ahí estaba yo, en la oficina, con un volcán entre las piernas y la cabeza llena de posibles y terribles razones que explicaran semejante incomodidad. ¿La solución perfecta? Ir al ginecólogo para descubrir qué había originado semejante erupción. ¿Mi decisión? Preguntar a mis compañeras de trabajo qué cremas podría echarme para calmar semejante quemazón.

Cuando en mi improvisada encuesta un mismo nombre se repitió en tres ocasiones, corrí hacia la farmacia creyendo que el mismísimo Doctor House había dictaminado mi mal y mi cura. Como buena amante de Google, chequeé un par de opiniones online y comprobé que la crema en cuestión tenía dos versiones: una carente de apellidos -xxxxx- y otra de nombre compuesto -xxxxx vaginal-. Por supuesto, al llegar el momento de pedirla, obvié ese segundo nombre, como quien habla de Beyoncé a sabiendas de que sobran los apellidos. Me equivocaba.

Llegada la noche, cuando me fui a echar la crema, observé que ya la cajita indicaba que era para las uñas. Yo creía que los hongos, estén donde estén, hongos son, y continué aplicándome durante unos días el tratamiento que, por supuesto, no funcionó… hasta que me atreví a pedir la crema XXXX vaginal. Y todo por el dichoso miedo a que la farmacéutica me mirase con cara de “Pillina: con ESO no se juega”.

He de confesar que antes de experimentar con pomadas, días antes de obviar necesarios apellidos, una amiga me recomendó meterme unos dientes de ajo. Como lo oyes. Una, que cree que la gastronomía no solo ha de estar en los platos, llevó a cabo el experimento que, por supuesto, no tuvo ningún resultado positivo. De hecho, a día de hoy, todavía temo ir al baño y encontrarme un Ali oli.

Otro de mis experimentos fue fruto del absurdo pavor que tenemos a la menstruación cuando el sexo anda por medio. Mi novio vivía en Londres y nos veíamos únicamente un fin de semana al mes. Mi menstruación debía de quererle más que yo, porque hacía verdaderas piruetas para estar siempre presente en nuestro encuentro mensual, que ya se había convertido, por repetición, en un encuentro menstrual. No solo probé todos los trucos que webs tan fiables como Forocoches o Yahoo Respuestas daban para adelantar o retrasar la regla -tés con canela, orégano o litros de cerveza fueron algunos de los intentos-, sino que un día di con una esponja vaginal que, aseguraban, utilizaban las nadadoras y las prostitutas.

Cuando llegó a mi casa, la esponja en cuestión resultó más grande de lo que esperaba. He de aclarar que yo era muy joven por aquel entonces, y como todos sabemos, la juventud suele hacer que le tengas más respeto y miedo a tus orificios. Introducirla no fue fácil, pero lo terrible vino cuando tras tener relaciones, no hubo forma de sacarla. Afortunadamente, pasadas las horas, ella misma pidió salir de mi interior, pero todo habría sido más fácil si no hubiera pensado que mi menstruación era un inconveniente.

Luego vino el coqueteo con las malditas bolas chinas. Lo intenté. Juro que lo intenté. Pero durante las dos interminables y agónicas horas que aguanté con ellas puestas, lo único que conseguí fue pensar en mi vagina, porque tenía tanto miedo a que se me saliera una bola mientras andaba que era incapaz de pensar en otra cosa. Veredicto: placer 0 - desconexión 10. Confieso que recurrí a ellas cuando lo dejé con un chico para ver si conseguía así sacarle de mi cabeza, y el resultado fue maravilloso, porque estaba tan ocupada pensando en las dichosas bolas que logré no pensar en mi relación fallida todo el tiempo que las tuve dentro. Y eso, queridos míos, es algo que no puedo decir del clásico polvo de venganza, porque siempre termino por pensar en aquel del que me quiero vengar y no en el que tengo dentro.

La conclusión de este laboratorio de Dexter vaginal es que en demasiadas ocasiones no experimentamos con nuestro chichi por valientes, sino por cobardes. Mujeres del mundo, perdamos el miedo a nuestros genitales antes de que terminemos metiéndonos dentro una granada. Y no, no hablo de la fruta.