Ni marido, ni bebés: estoy en contra de que los gays acabemos como nuestros padres

yasss.es 13/04/2018 09:56

Un sábado de hace ya unos cuantos años, no demasiados, vi en el quiosco la portada del suplemento femenino de un periódico de tirada nacional. En él, un famoso empresario gay posaba con su marido y los dos sujetaban un bebé en brazos en lo que parecía el patio de una casa con mucha hamaca, mucho blanco y mucho bordado. Muy Ibiza, vaya. Justo a su lado en la estantería del quiosco había una revista de sociedad. Y la escena se repetía, pero eran un torero y su esposa los que posaban alegres con su bebé. El titular del torero y su señora no lo recuerdo. El del empresario gay con su marido y su bebé, vivamente: "Ahora queremos ir a por la niña".

Allí, en el quiosco, ante aquellas dos portadas contiguas yo podía sentirme de dos maneras:

A) ¡Feliz! Por fin los gays alcanzamos el espacio público igual que los heterosexuales, por fin convivimos en las mismas portadas destinadas a un público masivo, por fin podemos enseñar orgullosos a nuestros maridos y bebés igual que ellos.

B) Aterrorizado: después de tanta lucha, de tanta reivindicación, de tanta política y de tantas víctimas en el camino, hemos acabado posando igual que un torero y su señora.

Pues bien, hablemos de la opción B, que fue la mía.

Desde pequeño, en mi aldea, fantaseé con la gran vida homosexual. ¿Qué era eso? No tenía ni idea, la verdad. No tenía referentes entonces (bueno, sí, los de la tele, como expliqué aquí), pero yo me la imaginaba de dos maneras: divertidísima y absolutamente opuesta a la que tenían mis padres.

No es que la de mis padres me pareciese mal, pero yo quería una diferente porque yo me sentía diferente. Y es importante lo de diferente. Me resulta curioso que todo nuestro universo iconográfico se basase en personas maravillosas y estrafalarias (desde Bowie a Lady Gaga, desde Mae West a Liberace, desde Leigh Bowery a Rupaul) que nos dejaban claro que ser distinto a los demás era maravilloso pero, sin embargo, deseásemos secretamente ser igual que nuestros padres.

No hay nada diferente en que hayamos empezado a casarnos vestidos de blanco y a comprar bebés a úteros de alquiler de países ignotos (aunque ese debate tan serio, mejor para otro día). Es que yo me creía que la población LGTBQI éramos una especie de salvaguarda del síndrome de Peter Pan, un escupitajo necesario a un sistema gris que históricamente nos había dado la espalda. Siempre había pensado que si un día soy tío y mi sobrino preguntase por mí no le no le iban a responder: "El tío Ramón no puede venir porque ha ido a llevar a sus hijos al colegio", sino "el tío Ramón tiene ahora un concierto de Samantha Fox y a las once una orgía, lo verás mañana". Yo pensaba que la población LGTBQI buscábamos un sitio en el sistema, no fundirnos en él y adoptar unas estructuras que se han revelado, sino caducas, sí un tanto endebles.

Del sector LGTBQI yo esperaba nuevos modelos de familia. Esas “familias elegidas”, grupos de personas perdidas que se unen de forma orgánica y crean vínculos nuevos y bellos que no tienen nada que ver con los que ya existen. Yo esperaba del sector LGTBQI una lucha que fundamentalmente fuese social, que ayudase a esos que viven en países donde por ser gay te matan, que intentase proteger a esos jóvenes que se quedan en la calle porque sus padres les echan de casa incluso en países como el nuestro, donde todo el trabajo parece hecho. Hoy hay cierta sensación de que la lucha está acabada porque ya hay cientos de cuentas en Instagram donde gays felices (y casi siempre blancos y de clase media alta) posan con sus hijos. Da esa sensación porque ya hemos conseguido ser como ellos, como los que nos pegaban en el colegio. Hemos ganado su derecho a casarnos de blanco, a tener hijos y a lucir músculos. Hemos ganado todo eso y está muy bien, pero ahí fuera, más allá de la burbuja, el mundo sigue siendo un lugar horrible donde se juzga y condena al diferentes.

A esos matrimonios gays con hijos ya no, ojo, porque ellos ya no son diferentes. Ya son como los demás. Como las familias nucleares heteronormativas. El gris ganó. Qué triste final para una historia tan emocionante.

¿Recordáis cuando el obispo de Alcalá de Henares dijo que los homosexuales “van a clubs de hombres nocturnos y encuentran el infierno”? Pues la figura de los “hombres nocturnos” ME ENCANTÓ. Gracias, obispo de Alcalá de Henares, por regalarnos semejante perla literaria. ¿Qué es un hombre nocturno? ¿Es un vampiro? ¿Es un fantasma? ¿Es un sereno como los que aparecían en las historietas de Zipi y Zape? ¿Es un zombie, un robot, una momia, un superhéroe? Siempre me he imaginado así a los hombres nocturnos. Si el hombre diurno de bien es el que cumple un horario de nueve a siete para llevar el pan a casa, yo seré un hombre nocturno, gracias. Seré esa criatura misteriosa que se mueve entre las sombras, no el oficinista que se afloja la corbata derrotado en el metro de camino a casa.

De pequeño me imaginé a los homosexuales como hombres nocturnos, precisamente. Y no porque estuviesen en saunas o clubs de travestis –que también, por qué no–, sino porque me imaginaba al homosexual como una mezcla de todo eso que he mencionado en el párrafo anterior: el vampiro, el fantasma, el superhéroe. Y todos sabemos que los superhéroes no tienen parejas ni hijos. Tienen mucho que hacer.

Ganar derechos está muy bien. Que hoy se pueda adoptar legalmente al hijo de tu pareja y así se eviten dramas está muy bien. El matrimonio está muy bien, ¿cómo voy a estar en contra? Estoy a favor a la vez que estoy en contra, porque lo opuesto sería ponerme del lado oscuro, del lado de los que nos quieren pisar. ¿Pero sabéis cuál era mi sueño? Que la población LGTBQI hubiese ganado ese derecho a casarse… ¡pero nadie lo hiciera!

Eso hubiese sido increíble. Que tuviesen por fin acceso a las normas sociales, pero que las dinamitasen. Que pudiendo acceder al amor burocrático y oficial, prefiriesen el amor libre. La falta de responsabilidades. Dar la espalda a ese concepto tan corrupto llamado “madurez”. Molestar a los bienpensantes, a los que siempre nos odiaron. Decirles: “Gracias por aceptarnos en vuestro grupo, pero no”.

Dicho todo esto, querido lector gay, lesbiana, transexual, bisexual, intersexual, queer: Cásate si lo deseas, claro que sí. Ten hijos si lo deseas, claro que sí. La libertad individual es lo primero. Solo es que yo esperaba otra cosa de todos nosotros. Una revolución social, no burguesa. Pero tal vez la culpa es mía. ¿Por qué teníamos que ser nosotros salvadores y símbolo de nada con lo cómodo que es fundirse con el paisaje? ¿Por qué nosotros no tenemos derecho a llevar vidas tan grises y tristes como todos los demás? ¿Por qué no íbamos a poder nosotros morir cada día en la rutina? Probablemente esa es la verdadera igualdad que buscábamos. Esa es la victoria. Eso sí, a mí me parece amarga.