Me lío con mi jefe en la fiesta de Navidad: sale mal

Carla H. 14/12/2018 11:48

En septiembre de 2017 me contrataron en una agencia de publicidad. No es que yo hubiera soñado nunca con ese tipo de trabajo, yo estudié Historia del arte y la verdad es que me he visto siempre más cerca de la docencia que de ninguna otra profesión. Pero salió la oportunidad, y la oportunidad incluía venirme a vivir a Madrid y la verdad es que me apeteció.

El hecho de que yo estuviera más que convencida de que acabaría mis días como profesora es relevante, porque más o menos todos tenemos una idea en la cabeza de lo que es ser profesora: vacaciones de verano, un curso nuevo cada año, el mismo temario eternamente, visitas a museos, rutas por el románico, algún alumno de vez en cuando que se interesa especialmente por la asignatura y te hace ilusión... Pero muy poca gente tiene una idea en la cabeza de cómo se trabaja en una agenda de publicidad. O yo, por lo menos, no la tenía.

El primer día aluciné muchísimo cuando me explicaron cómo funcionaban allí: el horario era libre, tenía que cumplir con mis horas pero entrando y saliendo cuando quisiera (pudiera). Trabajábamos por objetivos, así que si tú habías cumplido el tuyo el viernes a las 11 de la mañana... ¡pues a casa!

En la oficina había una sala de juegos, ¡y una nevera llena de comida y refrescos! (Y, de vez en cuando, cervecitas). Y mi parte favorita: si preferías trabajar de tarde-noche, ¡podías llevarte pijama para estar más cómoda! Vale que luego currábamos mucho, pero estas pequeñas cosas me hacían sentir en el trabajo más guay del mundo.

Otra de mis partes favoritas era mi jefe. Lo tengo que reconocer. Desde el primer día me entró por los ojos. Era bastante atractivo y muy divertido. Y al poco de empezar a tratar con él diariamente también descubrí que era un tío majete, comprensivo y empático. Además le gustaba mucho invitarnos a unas cañas afterwork de vez en cuando.

En diciembre de 2017 tuvo lugar nuestra fiesta de Navidad. Fue una cosa pequeñita en la misma oficina donde trabajábamos. Éramos un equipo pequeño, once personas en total, así que pedimos comida para picotear y, bueno, pues sí, nos emborrachamos. Lo que se hace en las fiestas de Navidad.

Y se supone que liarte con un compañero de trabajo también es algo que se hace en las fiestas de Navidad, pero, aunque yo había fantaseado MUCHAS VECES con mi jefe, no me esperaba que encima fuera yo la que tomase la iniciativa después de varias copas y varios chupitos de jager.

Vamos, que sin comerlo ni beberlo (mentira, sí que bebí y comí. Sobre todo bebí), me vi besando apasionadamente a mi jefe en su despacho. Al día siguiente hubo un poco de arrepentimiento. No porque el chico no me gustase, claro que me gustaba. ¡Pero es que era mi jefe! Tuve que encerrar todas las fantasías de nuestra boda y nuestros hijos del futuro en lo más profundo de mi mente y entender que me había liado con mi jefe (bueno, y él conmigo) y que eso podía tener consecuencias.

Por suerte, no las tuvo. A corto plazo, me refiero. Cuando volvimos a trabajar el lunes había buen ambiente, tanto entre los compañeros, que, por supuesto, se habían enterado del cotilleo y soltaban alguna risilla de vez en cuando, y con mi jefe, que actuó con total normalidad, como si nada hubiera pasado.

Hasta que pasaron unos días. De repente todo se volvió muy raro. Mi jefe estaba poniendo tanto empeño en hacer como si nada hubiera pasado que de repente dejó de reunirme, dejó de hablarme y dejó hasta de mirarme. Me convirtió en invisible. Lo cual me hacía sentir fatal. Ya no por el lado romántico, eso es lo de menos, ya estoy más que acostumbrada al ghosting, que tengo Tinder. Es que me hacía sentir mal a nivel profesional.

Me sentía ninguneada delante de mis compañeros, y como mi jefe no me hacía caso ni quería recibir mis propuestas, mis compañeros dejaron de hacerlo también. Me sentía como una becaria, en vez de como una creativa más. Mi trabajo y mi talento dejaron de valer porque me había liado con mi jefe. Pero el suyo no, por supuesto.

En marzo de 2018 tomé yo la decisión de dejar el trabajo. Ya no tenía sentido. Mi confianza y mi autoestima se habían visto muy afectadas por la situación general con mis compañeros de trabajo, y mis ganas de trabajar, pues claro, se esfumaron. Además de que había días que el sentimiento de culpabilidad era muy fuerte. No podía parar de pensar: "si no lo hubiera hecho... si no lo hubiera hecho... tenía que haberme aguantado..."

Evidentemente, tuve que reunirme con él para comunicarle que dejaba el trabajo. Quizás esto sea cosa mía pero me pareció ver que él se sintió aliviado cuando le dije que me iba. En un último alarde estúpido de "pa' que te arrepientas de lo que pierdes, ¡ja!" le dije (no sé por qué se lo dije, pero mira, me salió) que me habían ofrecido otro empleo en otra empresa con mejor sueldo. Así que me felicitó y me dijo que se alegraba por mí. Esas fueron las últimas palabras que intercambiamos. Y yo me volví a mi casa a llorar y a comer helado porque, no, no tenía un trabajo mejor. Tenía Netflix y muy pocas ganas de decirle a la gente de mi alrededor que había dejado el trabajo y ahora necesitaba ayuda para encontrar otro.

En junio de 2018 empecé a trabajar en una academia de español para extranjeros. Este trabajo también era especial. Nuevamente, éramos un equipo pequeño de gente joven, con un ambiente muy abierto y divertido, y con un hombre dirigiendo todo aquello. ¡Menuda alegría me llevé cuando me enteré que era gay!

Sé que en esta historia el que se comportó mal fue él. Pero de verdad, yo creo que aprendí una lección para toda mi vida que no olvidaré jamás: NUNCA TE LÍES CON TU JEFE. Siempre sale mal.