Me rompí la paleta izquierda cuando enseñaba a patinar a un amigo. En El Retiro cogimos una cuesta que parecía al principio amable, con la inclinación suficiente para que uno cogiese velocidad y sintiese la brisa de abril en la carita. Pero las propias leyes de la física –y yo aprobé física en el instituto porque la profesora, una iluminada que también tenía una tienda de regalos y maquillaje, admiraba mi perfecta letra de niña– hicieron el resto y aquella cuesta ligera se convirtió en una encerrona cuando empecé a a coger velocidad. De repente me vi avanzando disparado hacia la avenida Alfonso XII, que a eso de las siete de la tarde estaba transitada con cientos de coches y autobuses urbanos.
Total, que iba a morir.
Miré atrás. Mi amigo, más listo que yo, se tiró de culo y salvó la situación. Yo no quería tirarme de culo, supongo que llevado por cierto sentido del honor incluso en mis últimos minutos de vida. Así que vi un caminito, el único antes de la avenida, que desviaba hacia la izquierda. Lo tomé. El camino no era tal: era la entrada empedrada de un edificio… que estaba cerrado. Me estampé contra la verja. Sentí que mis dientes reventaban, todos ellos. Me levanté, me saqué los restos de la boca (se me antojaban como piedrecitas, como si nunca hubiesen pertenecido) y analicé la situación: edtaba fifo, pedo me había quedado zin diedtez.
Mi amigo, que ya se había quitado los patines, se acercó corriendo a mí, asustado por el charco de sangre que se había formado en mi camiseta blanca. “¿Cuádtos diedtes me quedan?”, le pregunté. “¡Te has roto un diente!”, chilló alarmado. Aquella frase, “te has roto un diente”, que normalmente sería motivo de llanto y horror, me pareció como haber ganado la lotería. Yo estaba ya convencido de que no me quedaba ninguno.
Pues bien, aquello fue el génesis de todo esto. Poco después un dentista me puso algo llamado un composite, una reconstrucción de la parte rota de mi diente que iba pegada a una especie de tira que me colocaron en la parte anterior de las paletas superiores. Y mi vida continuó normal durante diez años. En 2013 estaba comiendo un bocadillo cuando oí un pequeño croc. Mi diente seguía ahí, pero noté alarmado que se movía un poco. En una visita al dentista me dijeron que la parte original de mi diente que aún quedaba, la que aún era de verdad, se había infectado, o algo así, y que sería necesario eliminarlo por completo y poner algo mucho más robusto y ya fijo para siempre: una corona.
La mala noticia era que para que el resultado final fuese vistoso bonito había que añadir encía y dejar que el agujero del tornillo al que mi corona iba a ir sujeto se asentase en el hueso de mi paladar… durante un año. “Durante un año no tendrás diente”, me dijo el dentista.
La madre que me parió.
Obviamente el plan no era que yo fuese desdentado por ahí. Durante este impass, me informaron, llevaría uno de quita y pon, que me pondría todas las mañanas y me quitaría todas las noches. El diente consistía en una especie de base que encajaba perfectamente en mi paladar y que tenía un ridículo saliente hecho a medida que imitaba a un diente, un diente que encajaría perfectamente allí donde faltaba el mío.
En la primera visita para todo esto, que acabó durando más que las obras del Escorial en mi cabeza, me quitaron el composite. Lo primero que noté era que ceceaba. El aire se escapaba por el agujero de mi diente y ahora hablaba azí, como Eztefani en ‘Padrez Forzozoz’. El efecto desapareció cuando me pusieron mi prótesis. Con ella hablaba bien. Sin ella hablaba mal. Ahora con dientes. Ahora zin dientez. Azí todo el rato.
Los primeros días fueron un infierno. Cada vez que bebía agua perdía el control de mi prótesis y notaba como bailaba por mi boca. Y esto ocurría en lugares como la oficina o un bar, así que tenía que ir corriendo al baño y ponérmelo de nuevo. A veces, en amigos, en confianza, optaba por quitármelo para poder comer a gusto.
–Ezpedo que do os impodte –argumentaba yo sentándome a la mesa al volver del cuarto de baño–, pero ez que edtoy ya hadta lod cojonez.
Afortunadamente, me acabé acostumbrando. Aprendí a beber sin que el diente decidiese emprender camino en solitario e irse a navegar por mi paladar (afortunadamente la base que se colocaba sobre el paladar era lo suficientemente grande como para que no existiese el riesgo de tragármelo). También a morder cosas blandas, como sandwiches. Los bocadillos, por ejemplo, tenía que comerlos arrancando o cortando trocito a trocito.
Mi vida sin diente transcurría tranquila hasta el primer susto. En una fiesta en casa de una amiga me quité el diente como de costumbre, lo guardé en su cajita, después en mi bolsillo y volví a casa tras beber unas cuatrocientas cervezas (es que empezaba el verano). Al día siguiente, cuando me desperté en mi casa, el diente no estaba por ninguna parte.
Llamé asustado a mi amiga y tras darle los buenos días sin pronunciar muy bien las eses porque el aire se escapaba de mi boca, le pregunté si, por cusualidad, solo si tenía un ratito y ya había desayunado y sin prisa, podía comprobar si alguien se había olvidado en su casa un diente.
Creo que no recuerdo mayor ataque de ansiedad mientras esperaba en mi casa a una respuesta. ¿Cómo me presentaría en el trabajo al día siguiente? ¿Daban bajas por estar desdentado? ¡Podrían tardar unas dos semanas en hacerme un diente nuevo, por no pensar en el gasto adicional por irresponsable y borrachuzo!
Pues bien, el diente no estaba en casa de mi amiga. Cuando abrí la nevera dispuesto a meter la cabeza en ella como Diane Arbus la había metido en el horno y así intentar acabar con mi sufrimiento, allí apareció en su cajita, perfectamente colocado al lado de los yogures. Abracé mi diente como quien abraza a un hijo. ¡Nunca más volveríamos a separarnos!
Pues mirad, sí volvimos a separarnos. En varias ocasiones. Una vez estornudé muy fuerte en el cuarto de baño de un bar de mala muerte y el diente salió disparado hacia el retrete. Tuve que meter la mano –sí– para recogerlo. Otra vez, en una presentación de prensa de un evento de decoración, me entusiasmé con unos pinchitos de fruta que estaban buenísimos y descubrí horrorizado al sacarme uno de ellos de la boca que el diente se había quedado pegado a un trozo de sandía. Me agaché entre dos sillas cuadradas de Philip Starck para ponerlo de nuevo en su sitio.
Y bien, ya para rematar, unas tres semanas antes de que mi diente de quita y pon y yo terminásemos nuestra relación, pues mi tornillo y mi paladar ya estaban listos para recibir la corona, ocurrió la definitiva: comiendo un bocadillo demasiado entusiasmado en un área de servicio de Puebla de Sanabria, el diente se rompió.
Ay, da hodtia. Y al día siguiente tenía una reunión importante. Guardé el diente. Cancelé la reunión. Corrí al dentista. El dentista me dijo que el especialista no estaba allí ese día para arreglármelo. Me dio la dirección del laboratorio donde me lo habían hecho, en el otro extremo de Madrid. Me subí a un taxi. Me planté allí. Le imploré que POD FAVOD no me dejase irme de allí sin diente, que lo pegase con Loctite aunque fuese.
Menos mal que pudo soldarlo. El diente nunca quedó como antes y recuerdo que mis últimas dos semanas con él tuve un diente un poco raro, que no era como los demás y me hacía parecer un poco el jorobado de Notre Dame.
En enero de 2015, tras casi un año de penurias, estrené mi diente. Recuerdo que lo primero que me compré fue un bocadillo de bacon. Pocas cosas he disfrutado tanto en la vida como morder con fuerza aquel bocadillo de bacon.
Queridas lectoras y queridos lectores: agradeced cada uno de vuestros dientes y, por consiguiente, el estado de vuestras cuentas financieras. Morded cosas. Mimadlos, cuidadlos. No podemos dar los dientes por seguros. Eso sí, si un día necesitáis uno, os paso el número de mi dentista, que me quedó fetén.