El pasado 30 de diciembre de 2018 salí de trabajar con la perspectiva de una semana de vacaciones por delante y lo primero que hice fue borrarme las aplicaciones de Facebook, Twitter e Instagram del móvil. Acababa el año con un sentimiento de agobio y estrés muy por encima de lo que soy capaz de sobrellevar, y pensé que deshaciéndome de las redes sociales que "no me dan de comer pero me quitan mucho tiempo" (lo entrecomillo porque es como si hablase mi conciencia) me sentiría un poquito más relajadita.
Supongo que no soy la única que alguna vez ha pensado "madre de Dios, es que se me va el tiempo muerto cuando abro Twitter/Instagram/Facebook" o la app que te dé la gana. Las redes sociales enganchan, eso más o menos lo sabemos todos. De lo que no se habla tanto es de que estas apps en las que estás en constante interacción con otras personas también te pueden hacer sentir mal.
Se podría decir que esta fue la primera lección que aprendí en todo ese tiempo libre que me dejó la falta de redes sociales en mi teléfono. Por cierto, que lo del tiempo libre es mentira. El vacío que me dejaron las apps lo llené con otras cosas como escuchar más podcasts o ver más series. No creáis que me he escrito otra novela durante las vacaciones. Sin novedades desde '¡Es un escándalo!'
Lo primero que sentí cuando me desinstalé estas aplicaciones fue miedo. Sentí miedo. Me acojoné. No estaba pasando absolutamente nada. Pero yo sentía en mi interior una sensación de estar aterrorizada. Al parecer, esto se llama FOMO: fear of missing out. Miedo a perderte cosas. Una de las razones que nos enganchan a las redes es la sensación de creer que si no estamos ahí todo el día para ver qué pasa, nos estamos perdiendo algo.
También debía de tener un poquito de síndrome de abstinencia, porque solo de pensar que pasaría unos días sin redes sociales me subía así como una cosa por el cuerpo muy chunga. Sentía que me había castigado a mí misma, no que había hecho algo bueno por mi salud mental y mi descanso.
Al día siguiente ya me había vuelto a instalar Twitter. Bueno, segunda cosa aprendida: no puedo vivir sin Twitter. Forma TANTO parte de mi vida que en cuanto me vi estancada en la primera cola con cuatro personas delante me dije "venga ya, esto no hay quien lo aguante", y me lo descargué, lo abrí, y como si aquí no hubiera pasado nada. Pero a Instagram no tuve la necesidad de volver. Porque una vez superado el primer ataquito de pánico, habiendo calmado mi ansiedad y después de repetirme a mí misma: "de verdad, no te tienes que preocupar por Instagram, no va a pasar NADA", me tranquilicé, como por arte de magia.
Unas 48 después de haber borrado la app de Instagram de mi móvil ya había aprendido la tercera lección: Instagram se había convertido para mí en una obligación. Sin duda alguna Twitter era para mí un desahogo, una vía de escape, por eso todavía me divertía tanto y me hacía sentir tan bien. Pero Instagram se había transformado en una especie de trabajo extra, y, lo peor de todo, un trabajo no remunerado.
En el último año había ido convenciéndome a mí misma de que tenía que subir contenido constante a Instagram, para estar siempre "presente", siempre "visible". Para estar siempre. Algo que es imposible. Me había autoimpuesto una meta inalcanzable, y la consecuencia psicológica de no alcanzar algo que deseas es empezar a sentir que no eres suficiente. Que tienes que hacerlo mejor, que tienes que echarle más tiempo, que tienes que hacer mejores fotos, que tienes, que tienes, que tienes... Que tienes una obligación.
Por este motivo, cuando desapareció la obligación, llegó la liberación. ¡Qué a gusto estaba sin Instagram, no os lo podéis imaginar! Qué a gusto estaba sin tener que documentar cada cosa que hacía en mi día a día, sin tener que forzar situaciones para que me saliera un story chachi, sin tener que pedirle a nadie que me hiciera una foto en cualquier sitio random, ¡sin tener que maquillarme! (por si me surgía alguna ocasión de foto y no estaba TAN guapa), sin tener notificaciones constantes en el móvil, sin creer que tengo que mirarlas y responderlas todas, sin ver cómo aumentaba el número de mensajes privados de gente que me quería comentar lo que fuera. Y, más importante: sin ver las publicaciones de los demás.
Es verdad que mirar una app y ver un número que no para de crecer (el de mensajes sin contestar) agobia un poquito. Los números son un poco hijosdeunahiena y nos meten una presión que no veas. A veces nos obsesionamos un poquito con ellos y empezamos a pensar que lo único que importa en esta vida es no pesar ni un kilo más, no tener ni un follower menos y no dejar ni un mensaje sin contestar. Pero Instagram es capaz de marcarse un peor todavía. A todas las cifras en las que esta app mide tu felicidad (la de followers, la de likes, la de personas que vieron tu directo...) súmale algo incalculable: la cantidad de veces que te comparas con las personas a las que sigues, y el proceso de desconexión de la realidad en el te vas metiendo cuanto más consumes esta red social.
Ya había leído sobre ello anteriormente. Instagram muestra un mundo de mentira que nos creemos a pies juntillas, una realidad sesgada que se convierte en una aspiración personal y que solo genera malestar e insatisfacción. Solo me di cuenta de que parte de mi saturación nacía de esta aplicación cuando llevaba ya unos cuantos días sin usarla. Cuando llevaba unos cuantos días sin ver qué hacían los demás.
¡Boom! Eso sí que era una sorpresa. Y una gran lección. Ya había merecido la pena alejarme de Instagram durante un tiempo. Después de semejante revelación necesité unos días extra para asimilarlo. Las vacaciones habían terminado, y aunque este retiro de las redes solo iba a ser vacacional, al final se alargó más de la cuenta porque tenía que procesar todo lo que había aprendido. Y tenía que crear un plan para mi vuelta. Porque quería volver. En el fondo de mi corazón también me gustaba Instagram. Me gusta exponerme, me gusta gustar, ya está, no pasa nada. No me iba a castigar sin esta red social para siempre, solo debía pensar cómo afrontar estos sentimientos que iban a volver a aparecer en cuanto abriese la app.
Tenía que tener muy claro que Instagram era solo diversión. Que no pasaba nada si un día no me apetecía publicar nada. Que no tengo que contestar todos los mensajes que me dejen. Que no tengo que hacer nada que no quiera hacer. Que no tengo que tener más followers (si no soy influencer, ¿para qué los quiero?), que no tengo que "estar guapa", que no tengo que hacer cosas todo el rato. Y, por supuesto, que puedo volver a cogerme otras vacaciones de Instagram cuando me dé la gana. Y que os recomiendo a todos que os las cojáis, a ver qué sentís vosotros.
¡Ah! ¿Y Facebook? Todavía no me he reinstalado la app. Total... ¡para qué!