¿Hablar de cocaína sin caer en moralismos pero sin hacer tampoco apología de su uso? Menuda tarea más complicada. Intentaré hacerlo entrando directamente en materia, que los prólogos siempre nos acaban posicionando. Pero antes quiero dejar claro que esta es mi experiencia personal y no soy un experto en salud ni en adicciones. Nadie que consuma drogas o tenga un ser querido que lo hace debería dejar que este texto sustituya una visita a un especialista.
Tengo 29 años y durante unos cuantos consumí cocaína de forma habitual y por diversión los fines de semana. No soy de esas personas que consumió nunca cocaína a diario. Esa fase de la adicción debe de ser una experiencia muy diferente e imagino que muchísimo peor. Afortunadamente no puedo escribir una crónica sobre ello. Otros sí han hablado de esa experiencia de forma valiente.
No quiero con ello restar importancia a mi caso. A mí nunca se me hubiera ocurrido meterme una raya en mi casa antes de irme a dar un paseo ni en el cuarto de baño del trabajo para empezar el día con energía. Pero me parecía impensable poner un pie en una discoteca o en un pub sin haberme drogado. Como el que va a la playa sin sombrilla y toalla. Era parte imprescindible del equipamiento.
Podría decirse que estoy cerca de la media en España, donde la edad media de inicio en este tipo de drogas está en los 20,9 años, según el Informe de alcohol, tabaco y drogas ilegales en España de 2017. Y estoy dentro del 8,9% de la población que reconoce haberla probado. Algunos datos más: después del canabis (la droga más extendida, claro, es el tabaco). La consumen más los hombres que las mujeres y se ha notado un descenso en su uso desde el año 2005 en nuestro país.
Según ese mismo estudio, de cada 100 personas que reconocían haber probado cocaína en algún momento de su vida, 21 también reconocían haberla consumido en los últimos 12 meses. La verdad es que conozco a mucha gente que dice que la ha probado y nunca más, o que puede consumirla un día al año (en un festival de música, en una boda, en nochevieja...). O eso es lo que dicen, claro.
En mi caso, no paré. Creo (esto ya es una opinión personal y fruto de mi experiencia, nada sacado de informes del gobierno) que seguir consumiéndola de forma social tiene que ver en cierto modo con tu carácter. En todas las personas que he conocido que consumían cocaína he observado cierto fondo triste y derrotado, por muy sociables y alegres que pareciesen.
Estoy seguro de que todos despreciábamos profundamente una parte de nosotros mismos. La cocaína callaba esa voz cuando estábamos en un entorno social y rodeados de gente (un lugar mucho más propenso a poner a prueba nuestros temores y vergüenzas), nos hacía venirnos arriba y convertirnos en las personas que siempre habíamos querido ser.
Yo descubrí eso ya desde la primera vez: me la ofreció el amigo de una chica con la que estudiaba. Pensé: "Esto no me ha hecho nada" (excepto por ese sabor amargo en la nariz y la garganta) y a la media hora estaba bailando con entusiasmo una canción en una pub de Madrid y charlando de forma distendida, alegre y confiada con todos los amigos de esa chica, los mismos que hasta media hora antes me imponían y de los que no quería saber nada.
¿Yo bailando y hablando con todo el mundo?
Ni el alcohol me había hecho nunca hacer eso. ¡Me encantaba ser esa persona! Recuerdo que esa misma noche mandé un SMS a un amigo mío diciéndole: "¡He probado la cocaína! ¡Es genial!".
Aquel amigo de mi amiga se convirtió en amigo mío. ¿Debo decir amigo-amigo? En realidad nos unía la noche y la voluntad de drogarnos. Una cosa que tiene cualquier sustancia es que va moldeando tu entorno alrededor de ella: salir con gente que también consume cocaína es un paso lógico por economía (un gramo, que cuesta por lo general 60 euros, es caro si se lo compra una sola persona pero asequible entre cuatro) y por interacción anímica: una persona que también está puesta tendrá más fácil seguir tu frenético ritmo de conversación y tus planes de estirar la fiesta hasta que salga el sol. O incluso hasta que se vuelva a poner.
Pero mucho cuidado con confundir eso con amistad
Creo que jamás vi a ese amigo mío sin que estuviéramos drogados los dos (bueno, sí, esa media hora incómoda que dedicábamos a beber dos cervezas y a estar lo suficientemente ebrios como para que él se animase a llamar a su camello). Creo que jamás lo vi de día (bueno, sí, cuando la noche se alargaba y era de día otra vez). Creo que nunca llegamos a conocernos verdaderamente, porque esa persona con la que él quedaba y con la que compartía confidencias vitales en los baños de las discotecas, tarjeta de crédito en mano, no era verdaderamente yo. Era ese animal social y simpático en el que me convertía, pero no era yo.
La cocaína estaba muy bien, podría pensar uno. Era sociable, hacía amigos nuevos, hasta me veía más guapo en los espejos (eso sí, cuando veías esas fotos ya sobrio las borraba horrorizado). Alguna vez me dijeron: "¡Estás irreconocible! ¡Cómo has cambiado!". El comentario sonaba como un halago al principio y me dejaba helado horas después. Era como si me estuviesen alabando por haber crecido quince centímetros cuando yo sabía que llevaba unos zapatos con cuñas de tacón ocultas bajo el talón. ¿Me encantaba ser persona? ¡Si era una estafa!
Sensación de euforia
Sin embargo la sensación temporal de euforia, sociabilidad y la seguridad de que el mundo era tuyo seguía ahí. La sensación era demasiado tentadora como para rechazarla cada sábado. Si un día mi nuevo amigo no podía salir, yo ya tenía otros a los que llamar. La cocaína hacía más amigos que los donuts o que ganar la lotería.
Pero malas noticias: esa sensación era cada vez menor. O sea: cada vez tenía que consumir más rayas para conseguirla. Si al principio lo conseguía con dos en toda la noche, después era con cuatro, más adelante era con seis. Esto tiene una explicación sencillísima: la tolerancia. La cocaína, como cualquier droga, o como el alcohol, es susceptible de que tu organismo se acostumbre a ella y deje de notar sus efectos. La tradición de comprar un gramo al empezar la noche empezó a convertirse en comprarse otro a las dos o tres de la mañana. La sensación de euforia y alegría empezó a convertirse en un estado de alerta continua por saber quién tenía la droga, si quedaría poco, si se acabaría pronto y si podríamos comprar más.
A menudo lo hacíamos, claro, a las tantas de la mañana. Eso significaba que la fiesta se alargaba, y mucho. A veces, hasta mediodía del día siguiente. O más. Yo he pasado, como todo el mundo, por cosas malas en la vida (me han dejado novias, se me han muerto seres queridos), pero creo que no recuerdo ningún momento más triste que aquellos en los que, metido en la casa de no se sabe quién rodeado de gente drogada a la que no conocía realmente de nada, tirado en un sofá escuchando el remix de alguna canción absurda en un ordenador, la luz del sol se colaba por las ventanas.
El momento del bajón
En ese momento, en lo que se llama el bajón, unos pocos segundos pueden separar la euforia absoluta de la más profunda e inexplicable tristeza Y digo que es inexplicable porque no sabría explicar su origen ni sus motivos. Imagino que era algo químico, tan químico como la falsa alegría que notaba horas antes. Era sencillamente una sensación destructiva, como el mundo entero cayéndose sobre ti. La constatación de que todo lo que sube tiene que caer. Yo solo pensaba: mi sábado a la mierda, mi fin de semana a la mierda, mi vida es un asco.
Una curiosidad: a veces lo peor no es meterte toda la droga que tienes, sino que te sobre. Me explico: un día, en casa de unos amigos (amigos de verdad, no los otros), tomando unas tranquilas cervezas de miércoles (había que trabajar la día siguiente), recordé que me quedaba algo en el bolsillo y fui al baño a metérmela. Y en otra ocasión, al salir del cine con esos mismos amigos y mientras tomábamos unas cervezas para comentar la película, hice lo mismo. Allí estaba yo: un ser drogado, estúpido y alerta que se había terminado su caña de un trago mientras mis amigos hablaban tranquilamente. Ahí empecé a darme cuenta de que mi romance con la cocaína tenía que terminarse. Ese no era yo. Y ya no me gustaba nada esa persona. La odiaba.
Aquí llegamos a un punto complicado: imagino que la adicción funciona de forma diferente para cada uno. Es peligroso que yo diga que un día empecé a cansarme y a dejar gradualmente de consumir cocaína porque puede llevar al lector a pensar que él también puede hacerlo. Mucha gente que me rodeaba no lo hizo. Algunos fueron a más, por lo que podía comprobar cuando volvía a encontrármelos. Era muy de vez en cuando, porque dejé de salir con ellos de forma regular y volví a ver a mis amigos de siempre que, haciendo gala de ser gente buena y comprensiva, no me habían mandado a freír espárragos definitivamente,
Creo que soy de los que tuvo suerte, porque llegó un día en el que sencillamente dejé de encontrarlo divertido. Eso fue todo, básicamente. No merecía la pena: esa euforia y alegría inicial se había transformado en sensación de culpabilidad e inquietud. Cada vez que me metía una raya me daba cuenta de todo lo que podría venir después: el bajón, la tristeza, la soledad. A otra gente no le pasa, ojo.
Conozco a gente a la que, por así decirlo (sé que escojo una expresión controvertida) le "sientan bien" las drogas. Hablo de un nivel emocional (imagino que su salud no está tan boyante): las disfrutan, se prestan al juego, lo alargan durante todo el fin de semana, no sufren bajones emocionales ni se machacan con la culpabilidad. No me dan ninguna envidia, la verdad. Creo que lo mejor que puede pasar en la vida, ante cualquier tipo de sustancia que a tu cuerpo o tu cabeza no les siente bien (y podemos hablar tanto de cocaína como de comer toneladas de pizza) es que tu cuerpo y tu cabeza te avisen a tiempo.
¿Me arrepiento?
¿De haber probado aquella noche a mis 22 años la cocaína y tirarme tantos fines de semana de varios años de mi vida gastando dinero, haciendo el tonto y sufriendo resacas emocionales terroríficas? Pues tal vez sí. ¿Lo cambiaría si pudiera? No. Creo que es una lección muy bien aprendida y la llevo encima con orgullo, por eso la comparto aquí por si a alguien le sirve. Y considero que nuestros errores y debilidades nos convierten en las personas que somos tanto como nuestros aciertos y fortalezas, si no más.
No aconsejaría a nadie que se meta una raya. De verdad, podéis ahorrároslo, y si lo que queréis es probar algo en un festival un día con unos amigos y de forma excepcional, hay otras sustancias que no son adictivas y resultan mucho más divertidas (y, ya que estamos, más baratas). En esos festivales también suele haber, por cierto, una caseta de organizaciones como Energy Control, que analizan la droga que te vas a tomar y te dicen si te han vendido lo que has pedido o te han dado veneno puro. Juicios morales fuera: ya que te vas a drogar, que al menos sepas que no te han dado matarratas. La labor de este colectivo es necesaria y admirable. No te dan un discurso para que no consumas ni te empujan a consumir: solo intentan que no consumas veneno.
Y esta es la historia de mi convulso romance con la cocaína. Ahora, cuando quiero lograr algo parecido a aquella euforia, me bebo un chupito de Jaggermeister. No es lo mismo, pero tampoco tiene que serlo. Y al día siguiente tengo, en vez de un bajón emocional terrorífico, un leve dolor de cabeza que se arregla con una Aspirina y una hamburguesa.