El edificio de enfrente de mi casa tiene siete plantas. Por cada puerta, hay dos pisos que dan a la calle, y son tres los portones que forman la colmena de viviendas que veo cada vez que me asomo a la libertad. En total son 52 hogares, eso sin contar los bloques que tengo a los lados y el mío propio, de similares características en un barrio puramente residencial en la zona sur del centro de Madrid.
En cada ventana, una, dos, tres, cuatro o más personas. Y lo que menos me podía imaginar es que en este momento de resistencia mental, ese conjunto de personas anónimas me darían la dosis de ánimo justas que necesito para aguantar un día más de encierro.
No voy a contar que a las ocho de la tarde salen todos a mi alrededor a aplaudir con devoción porque no sería verdad. No todos lo hacen, ni quienes aparecen lo mantienen diariamente, (imagino que algunos ni están viviendo esta cuarentena en esas casas). Aún así, la cantidad de personas suficientes cumplen con la cita como para mantener intacto el sentimiento de unidad, como cuando en un partido de fútbol no todos los jugadores están con la misma intensidad, pero existe un sentimiento de equipo que permite luchar hasta el tiempo de descuento, independientemente de cómo vaya el resultado.
Eso me hace mantener mi cita con el aplauso, porque, sin ánimo de parecer insensible ni desagradecido, creo que ese momento ya no solo se hace para agradecer el esfuerzo y la valentía de todos los que se están jugando el pellejo ahí fuera, sino que también es una manera de darnos apoyo entre nosotros, de hacernos recordar que hay personas esperándonos y que en esto de estar encerrados no estamos solos. Un ejercicio de apoyo colectivo que ha hecho que mis vecinos, extras sin frase en la película de mi vida, se hayan convertido en coprotagonistas de esta trama inesperada.
El aplauso diario es una cita obligada durante el confinamiento. Cuando se escuchan las primeras palmas, toca poner en pausa cualquier actividad y dirigirte a la ventana. En el exterior, un solo número de puerta puede servir de ejemplo de lo que me llega desde el otro lado, que me reconforta, me hace descargar adrenalina y, sobre todo, me da esperanzas.
En una de las ventanas del primero se asoma una mujer mayor que me desprende mucha ternura. Aplaude de forma rara y mecánica pero con toda la fuerza de la que dispone y no lo deja hasta que el último toque de palmas deja de sonar en la lejanía. Entiendo que vive sola y es de esas que se despiden saludando con un "hasta mañana", agitando sus manos a cualquiera que vea o necesite esa despedida. Solo por ella ya merece la pena los cinco minutos al día.
Más arriba vive un matrimonio con su hijo pequeño. Ellos no lo saben, pero el dibujo que el niño hizo y colgó en la ventana durante la primera semana, un arco iris de cinco colores con un: "Todo irá bien", me ayudó en un momento de cuesta arriba. El niño no falta a la cita en la ventana, mientras sus padres le acompañan y aprovechan para algo de charla con la vecina de al lado, que también parece necesitar el momento de una conversación con una persona real, sin pantallas de por medio.
Un piso por encima vive un hombre que en los últimos días sale con un silbato que acompaña a sus manos. En esto del aplauso hubo un antes y un después con la llegada del horario de verano. Antes no nos veíamos, apenas teníamos rostro y la oscuridad de la última hora de la tarde hacía que muchos pusieran la luz de sus móviles para acompañar, como si de un concierto se tratara. Ahora, con una hora de menos, la luz no hace falta, pero este vecino ha sustituido la linterna por algo más de ruido, cambiando el "necesito que me veas" por un "necesito que me oigas", variantes ambos de un "necesito que sepas que estoy aquí".
En esa misma planta se asoman una mujer y la que deduzco que es su madre. Cuando las veo a ellas y al hombre del silbato, mi cabeza viaja cientos de kilómetros hasta encontrarse con mis padres y mi abuela, lo que me provoca un pequeño nudo en la boca del estómago, pero me hace mantenerme firme en mi propio objetivo personal: correr a casa en cuanto esto termine.
Si subo en el ascensor al quinto encuentro a un matrimonio peculiar. Ambos aplauden mientras hablan, se dan codazos y se ríen. El motivo del pequeño juego que se traen tarda un par de minutos en ser descubierto. El hombre ha cogido por costumbre, justo en el momento en el que el aplauso va decayendo, llevarse las manos a la boca para gritar a pleno pulmón. "¡Un día menos!". Retumba en todo el barrio, como si estuviera en un acantilado. Y todos aplaudimos y jaleamos con más ganas al oírlo. En cierta manera, ese grito se ha convertido en nuestras campanadas de medianoche, nos dice que lo hemos conseguido, hemos superado otra jornada, podemos hacer una nueva cruz al calendario y la cuenta atrás sigue su curso, aunque nadie sepa con seguridad cuántos días tiene ese cronómetro.
En la ventana de al lado se asoma una señora que aprovecha la cita para saludar con energía a alguien que está en el edificio de al lado, que le devuelve el saludo con más entusiasmo si cabe. Es un saludo de alegría, un "míranos, aquí seguimos, y vamos a estar lo que haga falta", tal vez innecesario (es evidente que se tienen que ver nada más salir al exterior), pero que les sale de dentro y no pueden remediar. Intuyo que serán de las primeras en fundirse en un abrazo cuando sea seguro hacerlo. ¡Qué envidia me dan!
En el balcón superior creo que se asoma él. Estoy casi seguro, aunque aún no lo he podido confirmar. Todos tenemos uno en nuestro barrio y en el mío está ese chico que se esconde entre las macetas pero que sí, que sale a aplaudir a las 19:58 horas. No sé si para ser el primero, porque tiene el reloj adelantado o porque no puede esperar más la llegada de ese momento. Lo cierto es que me asome a la hora a la que sea, él siempre me toma la delantera. Termino pensando que no está de más que siempre haya un gallo que sea el primero en cacarear el amanecer.
La última planta está reservada para una chica que sale solo algunas veces, pero cuando aparece, lo hace acompañada de un altavoz que lo coloca justo al filo de la ventana. Mientras aplaude, también baila, y a veces necesitamos un momento para averiguar cuál es la canción es la canción o himno del día para levantar nuestro ánimo. A diferencia de otros bloques de pisos que cuentan con sesión de DJ particular, mi barrio tiene el hilo musical del altavoz de esa chica, que por lo que hemos averiguado depende de la emisora de radio de turno y la canción que decidan poner a en punto. Sí, el panorama musical a veces puede ser desolador, pero eso nunca la ha impedido dejar de bailar.
Ahora mismo tengo muchas incógnitas que me gustaría poder adelantarme en el tiempo para despejarlas. Entre ellas se encuentran las que incluyen a estas personas que veo diariamente en sus ventanas y balcones. No sé qué tipo de vecinos seremos cuando esto acabe. No sé si nos encontraremos en la calle, nos pararemos y seremos capaces de decirnos lo que nos hacía sentir vernos los unos a los otros, día tras día, dándonos toda esa cantidad de energía. No sé siquiera si nos recordaremos o nos reconoceremos, si seguiremos con nuestras vidas individuales o si ese sentimiento de unión se quedará con nosotros el tiempo que compartamos vida en el barrio.
De momento, me quedo con el presente (no tengo otra), ese que nos cita diariamente para que entre cercanos desconocidos nos demos en unos minutos el apoyo que necesitamos de fuera. Mientras, la incertidumbre, nos sigue comiendo por dentro.