Diario de un paseante: el milagro de las bibliotecas públicas
Las bibliotecas producen el mismo efecto sobrecogedor que cuando se entra en una catedral
Son edificios que suelen pasar inadvertidos. Solemos fijarnos en las casas, en las terrazas, en los jardines, los parques, los coches y hasta las farolas, pero no en esos edificios. Pero si uno es observador verá que están en todos los barrios de casi todas las ciudades (y muchos pueblos), y que miles de personas los usan a diario, como si fueran gasolineras, supermercados, gimnasios o bares.
Me refiero a las bibliotecas públicas, que son un auténtico milagro de nuestro tiempo, y me explico: alguna persona inteligente ha decidido que merece la pena gastarse el dinero público en libros y que esos libros estén al alcance de cualquiera, gratis, con la única condición de que los cuide y los devuelva a su debido tiempo.
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Por eso cuando alguien entra en una biblioteca de barrio se lleva una sorpresa: no se encuentra con tres libros mal puestos, ni con los despojos de bibliotecas particulares o de donaciones anónimas, sino con un impresionante catálogo que abarca los más variados temas, desde las religiones orientales hasta la jardinería.
Es inmediato: uno siente la bocanada de calor de los libros y se olvida al instante del ruido atronador de la calle, y de las preocupaciones que hasta hace un momento le asediaban. Es decir, la biblioteca produce el mismo efecto que cuando se entra en una iglesia o una catedral: sea uno creyente o no (lector o no), se sobrecoge ante la llamada de algo sobrenatural (Dios o los libros).
Y lo que acaba ocurriendo es que va uno en busca de un libro, que lo lleva apuntado por recomendación de otro lector o de alguna crítica literaria, y termina hallando otro autor, otra temática, libros que no sabía que existieran, el diccionario ideológico, manuales de antónimos y sinónimos, enciclopedias que lo explican todo, guías de viaje y hasta recetarios. Y por supuesto, novelas, poemarios, ensayos y biografías.
De un tiempo a esta parte, gracias a la pandemia, el número de libros que se pueden prestar ha aumentado, al menos en las de Madrid, y ahora son hasta seis. Al principio se puede pensar que son demasiados para leerse en el plazo de un mes, pero cuando uno descubre las curiosidades a cada vuelta de pasillo, lamenta no haber traído una mochila para arramplar con el máximo de ejemplares.
Junto a ese templo de estanterías repletas hay una sacristía donde solícitos empleados atienden con gran educación y una capilla donde, si uno quiere, puede sentarse a leer, que es como se reza aquí. No hay mayor paz que esta y uno demora el momento de salir a calle y adentrarse de nuevo en ese infierno de coches, móviles y gente preocupada y con prisa que ni siquiera alza la vista del suelo. Nunca sabrán que acaban de pasar por un templo laico y que entrar en él sería la solución para muchos de sus problemas, o al menos una vía de escape.