"Echo de menos en los almanaques un renglón que diga: Sol en Leo. Viaje a Santander", escribió Benito Pérez Galdós (1843-1920). No fue un simple anhelo estival. Santander marcó su vida y su obra. Fue el único lugar donde el escritor -canario de nacimiento, madrileño de adopción- decidió tener una vivienda en propiedad: un espléndido palacete frente a la bahía al que llamó San Quintín, y donde escribió parte de sus Episodios Nacionales, novelas y obras de teatro.
Allí, en Santander, tuvo también a su única hija, María (al menos la única reconocida). Allí cultivaba su huerto y amistades inquebrantables -pese a sus profundas diferencias ideológicas- con José María Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo. Allí pintaba, tocaba el armonio y alimentaba, además de las tertulias literarias, a los animales de su finca. Desde allí embarcaba rumbo a sus viajes por Europa. Y allí también pudo haber muerto; lo contó él mismo, pero vayamos por partes. Santander era su refugio, pero sus vecinos lo desconocen. Como la ola que borra las huellas en la arena, la ciudad borró su rastro.
Los detalles de ese vínculo los preservó el gran biógrafo del Galdós santanderino, Benito Madariaga de la Campa (1931-2019). El escritor tenía 29 años cuando llegó por primera vez -en 1871- a la ciudad norteña. Y desde entonces, durante las casi cinco décadas siguientes, continuaría regresando cada año (al principio, solo en verano; después, las estancias se alargaron). Se alojaba en fondas o en una mansarda en el muelle hasta que -tras 20 años- decidió comprarle a un marqués el terreno para construir su casa.
San Quintín será inaugurado en 1893; y no sin polémica (entre otras cosas, por una máscara mortuoria de Voltaire que escandaliza a la sociedad más conservadora). Es un palacete de grandes ventanales que filtran los tonos volubles del Cantábrico. Allí atesora Galdós su enorme biblioteca, sus manuscritos o sus cuadros, como el retrato que le pintó su amigo Sorolla. También, sus hortensias, malvarrosas, perales o tomates. Sus taclobos como bebederos para pájaros en el jardín. Su bancos de azulejos y su parra. Sus conejos, patos y gallinas. Y a sus perros, como Secretario, que será enterrado bajo un laurel de la finca. Cuando avistan San Quintín.
Desde esa casa divisa Galdós el peñasco en forma de camello que da nombre a una playa, como en su controvertida Gloria; o escribe la irreverente Gloria; Electra. Antes ya ha plasmado en Cuarenta leguas por Cantabria su recorrido por la tierruca de la mano de Pereda.
En Santander firma también la emotiva carta que le envía a su hija tras el suicidio de su madre, Lorenza Cobián; una modelo asturiana a la que el escritor conoce en esa ciudad y con la que tiene una breve relación. Lorenza intenta tirarse a las vías del tren en la madrileña estación Príncipe Pío. Tras ser detenida, se ahorca con un pañuelo en el calabozo. "Tu madre estaba enferma, hija mía…", le escribe Galdós a su hija de 15 años.
En San Quintín lleva ya años cuando la ciudad decide construir un palacio muy cerca, en la península de la Magdalena, para regalárselo a Alfonso XIII. A aquel rey, el escritor le vio por primera vez en una bandeja; cuando él era diputado y el monarca, un recién nacido "envuelto en algodones y adornado con unos lazos de las insignias del Toisón de oro (...) en forma que parecía un corderillo".
Con Alfonso XIII y Victoria Eugenia conversa Galdós durante la representación de su Celia en los infiernos en el Teatro Español de Madrid (en 1914). Y es el amor por Santander el tema sobre el que gira el primer encuentro entre ese republicano convencido y la reina: "Apenas oye el nombre de esa ciudad, la reina (…) comienza a hablar con entusiasmo de la playa santanderina, del palacio de la Magdalena, del horizonte, de la montaña...", contará él en una entrevista con Enrique Gómez Carrillo en El Liberal.
Queda con los monarcas en que irá a visitarles a su palacio norteño. Así lo hará y será discreto. Como lo es sobre sus amores. Y es que Galdós, "tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya", afirma Leopoldo Alas Clarín. El escritor tiene fama de mujeriego y vive romances con Emilia Pardo Bazán (que construye el Pazo de Meirás el mismo año que él estrena su finca santanderina), Lorenza Cobián, Concha Morell o Teodosia Gandarias. Nunca quiere casarse. Bajo el mismo techo, seguirán acompañándole sus hermanas y su cuñada.
Cuando Galdós es propuesto para el Premio Nobel de Literatura (la primera vez, en 1912) se desata en contra -desde sectores conservadores- una furibunda campaña que deja perpleja a la Academia Sueca (que apoya la candidatura). La estrategia del boicot implica contraatacar con otro candidato: el santanderino Menéndez Pelayo. Pero el veneno de la batalla no enturbia la amistad entre ambos. Las dos Españas continúan paseando por la bahía (al menos simbólicamente, Menéndez Pelayo muere en esa época).
El escritor seguirá regresando a aquella casa que estrenó el mismo año en que pudo haber muerto. Es ese el año de la tragedia: el barco Cabo Machichaco y deja una ciudad rota: 590 muertos, 2.000 heridos, 60 edificios destruidos... En ese mismo lugar, todos los días, Galdós visita a su amigo Pereda, desolado por el suicidio de su hijo mayor. Ese 3 de noviembre, sin embargo, acaba de abandonar la ciudad; de no ser así, "yo también hubiera muerto", explica en La Prensa de Buenos Aires. "Hubiera sido víctima antes que testigo" porque hubiera ido a presenciar ese vapor "de cerca, como fue medio Santander, ignorante del peligro", escribe.
No murió ese 1893, sino en 1920. Un año antes de fallecer, con las pupilas apagadas -pero sin cesar de escribir- y ahogado por las deudas se vio obligado a vender San Quintín. Más tarde, ningún proyecto para preservar en Santander su legado y convertir la vivienda en casa museo llegó a concretarse. La familia se cansó de esperar. Sus cosas fueron trasladadas. Después, la guerra civil y el silencio. No quedó nada.
Hace cien años Galdós murió en Madrid; pero también lo hizo en Santander. Aquella casa fue vendida a un particular y completamente reconstruida. Hoy la calle trasera lleva el nombre del escritor y en un cartel de azulejos se lee San Quintín. Pero nada allí cuenta la historia. No la conocemos. Y no hay mayor deuda pendiente.