Hace 80 años, el Loew’s Gran Theatre de Atlanta proyectó por primera vez Lo que el viento se llevó. No fue un estreno cualquiera: repasar los fastos de aquel día empalidece cualquier Star Wars o a cualquier estreno de Netflix. Tres días de fiesta oficial en todo el estado con desfiles y homenajes que ensalzaban el orgullo sudista que encarnaba la historia de Scarlet O’Hara.
En su estreno, a la película se le pusieron pegas por su larguísima duración y su abultadísimo presupuesto. Nada que decir de la visión dulcificada de la esclavitud. De la versión caballeresca del Ku Klux Kan. Ni de esa honestidad sureña que se contraponía con el mercantilismo vacío del norte. Georgia era todavía un estado segregacionista: de hecho Hattie McDaniel –la primera mujer negra que recibió un Óscar por su ‘Mamita’- no pudo asistir al estreno.
80 años después, una película claramente racista y ofensiva podría haberse quedado encerrada en el armario. Pero no. En su día se llevó diez Oscars, incluidos los de mejor película, director, guión, actriz y actriz de reparto. Y 80 años después de su estreno, Lo que el viento se llevó sigue estando en las listas de las mejores películas de la historia.
Porque también pintaba un sur absurdamente anclado en un mundo obsoleto, encarnado en un Ashley Wilkes que resultaba y resulta altamente antipático. Y, sobre todo, por sus personajes femeninos. Una maravillosa ‘mamita’, que superando todos los tópicos logra dibujar una mujer tozuda y mandona, con personalidad de hierro. Una magnífica Melania Hamilton, delicada, pero firme y segura, fan número uno de su cuñada. Una bondadosa y enamorada Belle Watling que se sabe perdedora, pero camina con la barbilla en alto y el pelo pintado de rojo. Y por encima de todas, Scarlet O’Hara, la bella, egoísta, inteligente y sin corazón que triunfa en los negocios y pierde en el amor, porque, en realidad, y aunque ni ella misma lo sepa, no está tan interesada en esa carrera.
La película se basa en la novela que la periodista Margaret Michel publicó en 1936. El libro fue de un éxito descomunal. En plena Gran Depresión, los estadounidenses –obviamente, sobre todo los del sur- se identificaban con esa historia de perdedores sin culpa y sin remedio. La novela -1.000 páginas de romance y guerra- no sólo fue un éxito de ventas: ganó el Pulitzer en 1937.
Los derechos del libro los compró David O.Sleznick y se puso manos a la obra para convertirla en película. George Cukor empezó el rodaje, pero las desavenencias entre director y productor hicieron que Cukor saliera de allí: fue Victor Fleming quien finalmente se puso al mando y quien firmó la película.
Hay miles de anécdotas del rodaje. Las dificultades del casting para un papel al que aspiraba la mismísima Katharine Hepburn, pero que al final se llevó Vivien Leigh. Las dificultades de Clark Gable para manejarse con su nueva dentadura postiza…. y con la propia Vivien Leigh, pese a la sintonía que desprenden en pantalla. Los 1.000 muñecos que hicieron las veces de extras en la escena de la estación. Que la censura estuvo a punto de cortar aquel “francamente, querida, me importa un bledo”
Todas ellas han contribuido a alimentar la leyenda de Lo que el viento se llevó. Aunque no hacía falta nada de eso para convertir en épica la película en la que la audiencia asiente sin remedio ante la declaración de principios más perversa de la historia: “Nunca volveré a pasar hambre… aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar, ¡a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!".