Hubo un tiempo en que a Rafael Solís (Jaén, 1981), hoy padre de familia y director de comunicación en una gran empresa multinacional, lo llamaban “el niño del Opel Frontera” en Puente Tablas, una pedanía de Jaén en la que vivía. Se ganó el mote por, con apenas doce años, aprovechar una ausencia de sus padres para tomar el coche nuevo de sus progenitores para conducirlo con sus amigos y estrellarlo en la casa de un vecino.
Aquella fue una más de las muchas “barrabasadas”, según la define Solís en esta entrevista con NIUS, que caracterizaron a infancia de este hombre, autor novel que firma el libro recientemente publicado “De Bruces con la Vida: Campillos” (Ed. Círculo Rojo, 2022). Tras destrozar el coche nuevo de sus padres, sus progenitores decidieron matricularlo en el Colegio San José de Campillos.
Ese centro es conocido por su mano dura. Sin ser un reformatorio, en este colegio interno situado en la localidad malagueña de Campillos, “los castigos estaban para cumplirlos”, recuerda Solís parafraseando a su profesor de historia Manuel Rodríguez. Sometido desde los doce años hasta los dieciocho a cursos escolares a constantes evaluaciones semanales de las que dependía poder salir de fin de semana, Solís pasó de ser un “cafre” a una persona con “hábito de estudio”, cuenta.
Y esto tiene mérito por las no pocas distracciones que se inventaban los alumnos de un centro que Solís describe como de ambiente “carcelario”, marcado por rígidos horarios y comodidades “espartanas”. Solís ha escrito el que dice que es un libro que tenía escrito en su interior desde siempre.
Lo ha hecho en clave de ficción pero en base a lo que vivió allí. “Por encima del 70% es fácil que sea verdad y puede que hasta el 85%”, reconoce con una generosa sonrisa. Solís dice estar movido por un “afán de contar lo que pasó en el colegio” cuando estuvo allí y “de ver un poco qué impacto tienen este tipo de experiencias desde el punto de vista más psicológico, con más intención literaria que fidelidad a la cronología”.
Lo que consigue, en cualquier caso, es transmitir cómo se vivía interno en un centro donde iban muchos chavales cuyos padres seguramente no sabían muy bien qué hacer con ellos.
P: Sabiendo que estuvo interno en el Colegio San José de Campillos. ¿Tuvo usted una infancia que poco tiene que ver con la de los niños de ahora?
Bueno, los colegios internados siguen existiendo. Hay niños que pueden estar viviendo situaciones parecidas a lo que viví yo. Y también hay padres que también se están preguntando si matricular o no a su hijo en un internado. Esto ocurre a día de hoy.
P: ¿Pero la infancia que se describe en el libro, la de los doce años, y la adolescencia hasta los 18 años, es igual a la que se vive hoy?
Antes había más libertad en la vida de los niños. Porque obviamente hoy los niños y los jóvenes viven más pegados a lo digital. En algunas cosas, viven menos en el mundo real y más en el virtual. Por otro lado, los padres también son en general más previsores. Pero es que antes también las familias eran más numerosas. A las familias se les planteaban cosas que no se plantean a familias con un sólo hijo, por ejemplo. Imagino que antes había menos tiempo para ocuparse de los niños. Pero estoy convencido de que el tema de mi libro está vigente. Porque, como le digo, sigue habiendo niños en colegios internados y padres planteándose esa situación.
P: ¿Usted fue al Colegio San José de Campillos por ser un niño problemático?
Los motivos que llevan a un niño a un colegio interno difieren. Esos motivos siempre dependen de los que pagan, que son sus progenitores. En mi caso concreto, yo no fui a un internado por ser un cafre, que lo era. Sino por suspender asignaturas.
P: Y cuando dice que usted era un cafre, ¿A qué se refiere?
A que yo hacía actividades a los doce años que habría que llamarlas semi-delictivas. No eran normales para la edad que tenía. Por ejemplo, nos tirábamos desde el tejado de las casas de mis amigos hasta la piscina, le robaba el coche a mis padres, robábamos películas pornográficas a los vecinos de la urbanización que teníamos enfrente. Estas cosas, para un niño de doce años, no son muy normales.
P: Usted cuenta, por ejemplo, cómo usted y sus amigos de la infancia crearon un muro de piedras sobre el que defecaron en mitad de una carretera, siendo de noche.
Sí, eso pasó en una carretera general, en un tramo en el que se iba relativamente despacio. Pero aquello fue un auténtico disparate. Ya ha prescrito, pero, realmente, podíamos haber causado un accidente o algo parecido. Y esto no lo hicimos sólo una vez. Lo hicimos muchas veces.
P: ¿Y el Rafael Solís de entonces no se planteaba lo peligroso que era aquello para los afectados, pero incluso para sí mismo y su futuro?
La falta de criterio y desconocimiento pueden ser infinitos. El caso es que, cuando yo tenía doce años, iba con jóvenes que eran más mayores que yo y hacían las mismas barrabasadas. Ante un chaval con casi la mayoría de edad haciendo esas cosas yo sí que me pregunto: ¿dónde tienes el seso? Pero es que nadie ponía seso por aquel entonces a la hora de hacer machadas, dicho esto en el sentido de necedades.
P: Entonces, este tipo comportamiento y los malos resultados académicos desembocaron en acabar en el Colegio San José de Campillos. ¿Es así?
Mi padre, que creo que es el elemento clave a la hora de explicar la decisión por la que yo acabé allí, decidió que fuera a ese colegio interno porque treinta años antes él mismo se formó allí. Él sabía lo que suponía, y creo que nunca me habría mandado allí si hubiera aprobado todo. En mi caso, la razón definitiva fue que yo suspendía, no las barrabasadas que iba haciendo por ahí.
P: ¿Cómo era un día cualquiera en ese colegio?
“Vayan despertándose los alumnos, vayan despertándose los alumnos”. Eso era lo primero que escuchabas, por la mañana, a través de megafonía. En un primer momento, había que ducharse en una ducha comunitaria, lo que era algo desagradable. Años después, pasó a haber duchas en las habitaciones. Todo un lujo. Después de la ducha, abrías tu armario de hojalata cerrado con candado. Te vestías y bajabas a desayunar. En el desayuno siempre había lo mismo: tazas de hojalata, que pasaron después a ser de cerámica, bollos sin tostar con sobrasada o, si había suerte, mantequilla y mermelada.
Después del desayuno, había clases como en cualquier centro, con una interrupción para el recreo, hasta la hora de comer y, tras la comida, había mucha gente que se dedicaba a fumar o perder el tiempo y otros, como yo, preferíamos jugar al baloncesto. Por la tarde, también había clases, seguidas de tres horas de estudio obligatorias tras las cuales, cenabas, te duchabas o descansabas media hora y luego ya, podías estudiar hasta las doce o doce y media, momento en que se apagaban las luces. Si tenías exámenes o cualquier cosa, podías pedir que pusieran la luz a partir de las seis de la mañana, y podías estudiar dos horas antes del desayuno.
P: ¿Hasta qué punto parecía un reformatorio el Colegio San José de Campillos? Usted describe un ambiente pseudocarcelario para los internos, también se habla de la austeridad espartana de las instalaciones, la dieta...
En el libro, yo hablo del colegio en los años cincuenta y en los noventa. En los cincuenta sí que se enseñaba más a palos, en consonancia con el dicho aquel de la “la letra con sangre también entra”. Si suspendías te pegaban fuerte. Pero esto le funcionó a mucha gente a la que no le había funcionado ningún otro sistema. Por ejemplo, mi padre, que acabó siendo ingeniero agrónomo y empresario. Pero antes de entrar en el Colegio San José de Campillos era un cafre.
Cuando yo entré en los noventa, la diferencia con lo que había vivido mi padre ya era grande. No se pegaba a los alumnos. Pero había cosas que se seguían pareciendo a lo que vivió él. Todo muy espartano, con un horario muy definido en el que cada hora servía para una cosa muy específica, con unas instalaciones envejecidas, parcas. Por cosas así podría decirse que aquello parecía un reformatorio, aunque realmente no lo era; era un mero centro educativo con un sistema diferente que funcionó para mucha gente.
P: Los chavales que usted conoció allí también eran problemáticos, como poco. Tenían orígenes muy distintos. Por ejemplo, “niños bien”, como usted dice de sí mismo, pero también niños de familias influyentes de la otra punta de España o, también, escribe usted, hijos de “traficantes de droga”.
Eso último es una suposición. Pero no es algo infundado. Uno tenía compañeros de La Línea de la Concepción o Gibraltar, y venían los padres a recogerlos en un Mercedes 600 con música de Camela a todo trapo y con aspecto de barrio marginal. Uno se puede equivocar, pero no es ilógico suponer que el dinero que explica ese coche y la costosa matriculación en el colegio venga de negocios de dudosa legalidad. Dicho esto, casos así eran excepcionales.
P: ¿Qué podría decirme que fue algo malo de lo que vivió estando interno?
Me encontré con mucha maldad, a unos niveles que nunca vi en otros lugares a lo largo de mi vida. Me refiero a la maldad entre el alumnado. Esa maldad luego se irradia en el ambiente carcelario que había allí. Concretamente, me refiero a que había gente que, por el hecho de ser más fuerte que tú, por ser más mayor, por su condición de veterano o, por lo que fuese, aprovechaba esa situación para conseguir beneficios. Salvando las distancias, que obviamente son infinitas, aquel comportamiento de los alumnos al que me refiero lo he podido ver luego en libros que me han marcado, como “El hombre en búsqueda de sentido” (Ed. Herder, 2015), de Viktor Frank.
Ese libro va de gente en situaciones extremadamente dolorosas, como puede ser un campo de concentración, ahí es cuando salen los peores comportamientos del ser humano. Pero ojo, también había gente muy buena, muy creativa, muy inteligente. Porque había de todo. Pero en ese ambiente del internado había un poso de maldad, de mala leche y de insidia entre los alumnos. Cuando posteriormente fui a la Universidad Francisco de Vitoria, lo que vi fue afán de aprender y compañerismo.
P: Usted habla de un alumno del colegio al que usted vio transportar en un tren un cuarto de kilo de hachís.
Esto estaba al orden del día en Campillos. Yo llegué en una época del colegio en el que la dirección había conseguido controlar eso bastante. En el verano de 1994, cuando yo entré, sólo quedaban unos 250 de los 1.700 alumnos que había allí a finales de los años setenta. Habían hecho una criba muy grande por el tema de las drogas. Allí, al que se veía consumiendo hachís, lo echaban. Había una persecución declarada a las drogas. Lo tenían bastante controlado.
No obstante, la capacidad de los alumnos para hacer lo que querían era muy destacable. Había gente que venía de zonas de España donde había mucha droga y eso hacía que hubiera tráfico de drogas, no tanto en el colegio, sino a través de alumnos del colegio. En el caso que usted cita y que cuento en el libro, se trata de un alumno que se va con otro alumno a Gibraltar, compra la droga, y luego se marcha a su casa. A través de gente del colegio se hacían cosas así.
P: Decía usted que en los noventa ya no se pegaba a los alumnos. Pero en el libro cuenta una anécdota del cura que le daba clases de religión. Los alumnos le pedían que cantara una “saeta”. Él comenzaba a hacerlo “ayyy que te la vaaa a tenéee que a lleváaa túuuu”, cantaba y, de improvisto, daba un bofetón a un alumno que no sabía de qué iba eso de la “saeta”.
Totalmente verídico. Aquello era una gracieta de aquel maravilloso cura que nosotros disfrutábamos. Era otra época. Hoy día eso sería una barbaridad. Pero cuando yo era alumno, nos reíamos de eso, y seguíamos con la clase.
P: Da que pensar sobre lo políticamente incorrecta que fue su infancia en aquel colegio...
Hubo mucho políticamente incorrecto, sí. Pero bueno, también hay una parte políticamente correcta, como adquirir hábito de estudio.
P: ¿Sabe usted si ha cambiado el Colegio San José de Campillos desde que estuvo ayer allí?
Quizá por la idiosincrasia postmoderna imperante, cada vez tienen menos alumnos y alumnas, y digo alumnas porque también pasó a ser mixto en los años noventa. Pero el colegio sigue ahí, con su sistema de evaluaciones continuas y con esa máxima de “un castigo está para cumplirlo”. Con esa expresión de mi querido profesor de Historia del Arte Don Manuel Rodríguez hay que entender que si no has aprobado la evaluación semanal, te quedas el fin de semana en el colegio estudiando, sin posibilidad de salir. En caso de suspender esa evaluación semanal, se te ponían horas de estudio por la mañana y por la tarde en el fin de semana, además de no poder salir del colegio, algo duro. Pero si aprobabas podías ir de fin de semana a casa de tus padres o quedarte allí, y salir al pueblo de Campillos.
Esto hacía que los niños que iban allí terminaban con un hábito de estudio y con formación, pese al ambiente de maldad del que le he hablado. La mayoría de la gente con la que yo tengo contacto que estuvo en el colegio son gente a la que le ha ido en la vida bastante bien. En mi caso concreto, yo he conseguido lo que he conseguido en mi vida a nivel académico gracias al Colegio San José de Campillos. Sin haber pasado por allí, no habría sido ni licenciado, ni haber conseguido un máster ni un doctorado. Ni siquiera habría escrito el libro. Porque no tendría un sistema. Y el sistema es hincar los codos.
P: ¿Recomienda usted mandar allí a los niños que sean problemáticos?
No manejo verdades absolutas, sólo tengo conclusiones que he sacado de mi experiencia, después de cinco años y un verano allí. Hay chavales más mayores que van a una institución como el Colegio San José de Campillos y a la que les va bien porque van con cierta edad ya, las ideas muy claras, y se dedican a estudiar y sacar sus estudios básicos. Pero, a priori, yo no recomendaría llevar a los niños a este tipo de centros.
Creo que los niños deben aprovechar cada etapa de la infancia, porque la vida es larga y muy dura. Así que si puedes maximizar tu infancia, mejor. Me han preguntado si es buena idea meter a un chiquillo en un sitio como el colegio al que yo fui. Lo que respondo es: “lo ideal es que no lo lleves”. Pero si el niño no se centra, si el niño no consigue estudiar o tiene una vida un tanto desviada, puede ser muy positivo internarlo en un colegio de este tipo. Siempre, insisto, no obstante, en la idoneidad de hacerlo a edades tempranas, no más tarde de los doce o trece años, ya que a esas edades es más fácil inculcar valores. Sin duda, a mí Campillos me cambió la vida a mejor.