Durante cinco días la opinión pública mundial ha estado pendiente de cinco personas desaparecidas en un sumergible en el fondo del Atlántico norte. Su trágica aventura, una travesía a los restos del Titanic previo pago de 250.000 dólares, ha obligado a movilizar un dispositivo millonario de medios humanos y tecnológicos, públicos y privados, de varios países. Y todo, para una misión condenada, porque estaban muertos desde el principio. El Titan, un batiscafo sospechoso por su falta de seguridad, implosionó en su descenso al abismo del océano.
La historia, por muy dramática y cautivadora que haya resultado a espectadores y lectores, no es tan singular como nos haya podido parecer. Forma parte de una moda. Viajar al fondo marino, a las cumbres del planeta o más allá, al espacio. Los confines con los que antes sólo se podían atrever científicos, exploradores, astronautas, gente con la preparación de una vida entera, se ponen a disposición del turista. Al selecto club de las experiencias únicas, accesibles solo mediante la dedicación absoluta y la temeridad se puede entrar también con temeridad y dinero.
Quizá una de las personas que mejor ha definido estas diferencias es uno de los hombres a quienes se ha acusado de formar parte de esta elite. A James Cameron le conocemos como director de cine de Titanic, Abyss, Terminator o Avatar, pero también es un experto en el fondo marino, ha descendido 33 veces al Titanic y ha construido su propio sumergible.
Al igual que el Titan, el de Cameron tampoco está homologado y ha explicado a la BBC que eso es normal en misiones científicas. Pero el turismo es otra cosa. “Yo nunca hubiera diseñado un vehículo para llevar pasajeros sin certificarlo. No puedes adoptar esa postura cuando estás metiendo clientes en un sumergible. Tienes invitados inocentes que confían en ti”.
¿Cuál es el punto en el que termina el turismo y empieza la exploración? “El límite es la seguridad”, explica a NIUS el marino mercante José Luis Martín, con experiencia además con un submarino turístico. “Mi submarino estaba certificado por un astillero Finlandés para bajar a 100 metros de profundidad y sólo descendíamos a 25 o 30. Hay que dar grandes márgenes de seguridad para ofrecer servicio a un turista: en el diseño, en los materiales”, afirma Martín, que también considera imprescindible no someter a alguien inexperto a condiciones de temperatura o aire respirable que no sean las mismas que las que tiene en su vida cotidiana.
Uno de los primeros desastres que obligó a plantear este debate fue el vivido en el Everest en mayo 1996, cuando murieron 8 personas en medio de una tormenta de nieve.
Entonces no se culpó sólo al mal tiempo, también a excesos de la comercialización de la montaña. El factor turístico ejerció presión en la toma de decisiones que resultaron fatales y se puso en el lugar más elevado del planeta, donde hasta respirar es un desafío, a personas demasiado inexpertas, que necesitaban una asistencia imposible de garantizar en situaciones límite.
Unos y otros, turistas guías, lo pagaron con su vida; pero hoy las visitas al Everest crecen, con precios que oscilan entre los 30.000 y los 100.000 euros, y que dejan imágenes de auténticos atascos de alpinistas y de vertederos de basura.
¿Qué sucederá cuando empiecen a ser frecuentes los viajes espaciales, algo de momento sólo al alcance de millonarios? La financiera UBS ha calculado que este negocio moverá unos 3.000 millones de dólares para 2030, a pesar de los permisos, certificaciones, seguros e infraestructuras están en pañales.
Pero ya es una realidad. Este 27 de junio está previsto el primer vuelo suborbital comercial de Virgin Intergalactic, la compañía de Richard Branson. El billete cuesta 450.000 dólares.
Sus competidores, Jeff Bezos y Elon Musk ya han realizado varios vuelos de prueba en los que han puesto en el espacio a personas sin entrenamiento alguno, incluido el propio Bezos.
Musk es el más agresivo y sus vuelos son los que más se alejan de la línea de Kármán, la divisoria entre la atmósfera y el espacio. También es quien ha permitido ver mejor el desafío de seguridad que suponen estos viajes cuando en abril explotó en el aire su SpaceX, el cohete más potente de la historia.
Según el enfoque de Musk, perder un cohete no tripulado no es tanto problema, ni siquiera es demasiado caro, porque lo realmente caro son los salarios y todo el tiempo y esfuerzo que hay que invertir en que los ingenieros desarrollen equipos que ofrezcan todas las garantías. Aquella prueba fallida, según su forma de pensar, fue un atajo que ahorró tiempo y dinero para detectar los fallos de forma más rápida.
Lo que se critica a Musk es su tendencia a suprimir sistemas redundantes de seguridad, algo que ya ha defendido en sus coches Tesla, al asegurar que las cámaras eran suficiente para la conducción automática y que no eran necesarios los radares. Es una manera de reducir costes, pero en vehículos sometidos a las condiciones más hostiles del planeta o fuera de La Tierra, son imprescindibles. Si falla un sistema de comunicación o un motor, es necesario tener otro como plan B.
Lo explicaba a NIUS esta semana Antonio Crucelaegui, director de la Escuela de Ingenieros Navales. “Si ocurre algo en una central nuclear, en menos de 12 horas está allí el mayor experto aunque venga desde el otro lado del mundo. Si hay un accidente en medio del océano, en las profundidades submarinas, eso es imposible. Y si es en el espacio, ocurre algo parecido”, aseguraba. De ahí la importancia de esos sistemas: “Con que haya un solo fallo, mueres. Te la juegas”.
“Hacen falta circuitos duplicados, motores duplicados. Así si te falla uno, tiras del otro y sales”, insiste José Luis Martín, muy enfático en la importancia de no frivolizar el riesgo, en su caso, en el medio que más conoce, el mar: “Todo avanza, la tecnología, los materiales; pero los barcos se siguen hundiendo y el precio se cobra en carne. Hay que tener respeto al mar, nadie vencerá al mar”.
Además de los cálculos necesarios de seguridad, hay que tener en cuenta el valor de los motivos por los que se asume un riesgo. El turismo se mueve aquí en unos códigos muy distintos a la ciencia. "El fin de esta gente es un tema personal y de ego, si quieren contribuir a la ciencia también podrían donar parte de su dinero a la investigación", ha comentado la microbióloga del Instituto Español de Oceonografía de Málaga Isabel Ferrera, que descendió 2.653 metros en dos expediciones en los años 2006 y 2007 en la Dorsal del Pacífico Este.
Aún así, la responsabilidad de esta moda no se puede cargar sólo sobre el turista. Al fin y al cabo, en varios de los casos de los que hablamos no sólo entregaron su dinero, también su vida.
¿Qué responsabilidad tiene quien les vende el viaje? Stockton Rush, el dueño y piloto del Titan, fallecido con sus cuatro pasajeros, ha sido comparado por James Cameron con el capitán del Titanic, que puso el buque a toda máquina aunque le advirtieron de que tenía el hielo delante. “Vas camino de una catástrofe”, le llegaron a decir, por la falta de seguridad y el diseño incierto del Titan.