El orgullo de ser un zampabollos (de vez en cuando)

¿Por qué nos gusta tanto comernos una pieza de bollería aunque sabemos que no son lo más saludable?
Es el placer culpable de muchos, tanto que es esencial aprender a dosificarlo para que no sea perjudicial
Así, llevando una vida saludable, ese 'pecado' de vez en cuando sabe mucho mejor
El primer bocado a una palmera de coco. El hojaldre, la mantequilla a saco y el coco espolvoreado. La lengua recogiendo de lado a lado el pringue de los labios. Dios, me pongo bruto de pensarlo. He atizado mordiscos a chuletones con menos garbo, he besado a chicas con menos lujuria y he bebido vinos en catas de meñique exquisito sin cerrar los ojos con tanta incontinencia refleja.
El fulano o fulana que inventó el 'placer culpable' quiso contagiarnos de su propio arrepentimiento, porque tal combinación de sujeto y adjetivo es un oxímoron monumental. Ese adicto con aspiraciones lingüisticas, que arruinó su vicio secreto, quiso condenarnos al resto por el gozo supremo que supone dejarte caer, de vez en cuando, en los anzuelos de tu deseo íntimo. No existe el 'placer culpable' porque, si te sientes culpable, arruinas el placer. Así de simple y sencillo. Especialmente, con los dulces, sean artesanos, industriales o directamente indignos, vergonzosos, esa basura causante de la epidemia de obesidad que recorre el mundo. Esa caca embolsada en la que muchos, en el silencio del streaming nocturno, nos abandonamos. O mismamente la palmera de coco que me pone cachondo, porque todo lo azucarado se mira, nutricionalmente, como envilecido.
MÁS
Esto no es un alegato en favor del consumo desaforado de aceites de palma y demás mierdas de laboratorio confeccionadas para atrapar al cerebro y destrozar la duración cardiovascular de nuestro organismo. Al contrario, es una defensa del acarelamiento ocasional como una estrategia para alegrarnos la vida y, a la vez, sanar el cuerpo y la cabeza, esa cabeza incongruente nuestra que las multinacionales de la infamia edulcorada se empeñan en contaminar conforme conocen al detalle el algoritmo de nuestros abandonos. Conforme manipulan el discurso sanitario con sus “ceros porciento” y sus “libres de grosuras” y sus ridículos semáforos.
Os lo cuento con mi historia, que será parecida a la vuestra, y que empieza, cómo no, con mi abuela.
Mi yaya Victoria nos compraba a mis hermanas y a mí unas tortas de miel riquísimas cuando nos venía a recoger al colegio, tortas que hacían a diario en una pastelería cerca de casa. De las tortas, yo salté a las palmeras de chocolate, a las de coco, a las brevas rellenas de crema, a los bollos suizos, a los cruasanes y a las magdalenas para desayunar. Y eso que no era especialmente goloso. Mis hermanas, por contra, no dejaban confite sin probar, fuera artesano o industrial.
Porque el tránsito de la pastelería al supermercado se produjo en aquellos años, los setenta y ochenta, de manera natural, con la misma sorpresa cotidiana y sonriente con la que recibimos los críos de entonces las galletas María de Marbú Dorada, el donut, la cuádriga celestial de pastelitos Bimbo (pantera rosa, trigretón, bony y bucanero), el phoskitos o los morenitos a granel que dispensaban en las tiendas de chucherías. Con el bollycao y otros artefactos que fueron engordando los catálogos se empezó a hablar en los telediarios del problema de la bollería industrial. Pero nosotros estábamos encantados, probando en la crianza ambos extremos, el azúcar natural y el coloreado por las factorías. Fuimos la primera generación de zampabollos.
Hoy, obviamente, la caca industrial campa a sus anchas. Es más: el azúcar está maldito como la grasa (camino que también llevan los carbohidratos). Porque, de forma global, nos alimentamos mal. La causa la analizan cientos de libros y documentales que revelan, por cierto, que la culpa es del mercado, más que del consumidor. Pero aquí hemos venido a hablar de consumidores que nos ponemos palotes o nos mojamos con solo visualizar una palmera de dos centímetros de grosor, un xuxo chorreante, unas galletas Lotus de canela que te empujas en un parpadeo, un kit kat con sabor a matcha y chocolate del que no te logras desenganchar, o un tarro gigante de helado de nueces de macadamia que casi no abarcas con el brazo y que lleva dejándote lamparones en la bata tanto tiempo que parecen ya la decoración original de Zara. Así que, aquí va nuestro (bien sencillo) mensaje, compañeros y compañeras del chocolate, la nata, las migas, los chorretones y los aceites vegetales que jamás salieron de una planta real.

El placer es la sustancia de la vida. Esto es indiscutible, incluso para el fulano del 'placer culpable' y su cilicio intelectual. Y en el placer se encuentra la primera y fundamental decisión que cada cual debemos tomar en cuanto nos soltamos de la mano de nuestra abuela o madre: ¿cuáles son los placeres más importantes para ti, y en qué medida lo es cada uno? A ver: ¿la comida, las relaciones personales, la fama, tu aportación a la sociedad, el fútbol, el trabajo, la comida, el dinero, más dinero, el amor, los hijos, follar sin ton ni son, viajar, o yo qué sé?
A mí, para abrir la ronda de sinceridad, me importa mucho el placer físico, y en ese grupo meto, por ejemplo, la palmera de coco y también la música, así en general (¿qué?, es mi lista y hago lo que me da la gana). El problema del placer físico es que, tarde o temprano, has de acostumbrarnos a dosificarlo: por peligro de adicción, por prescripción médica, por carestía o por simple edad. Normalmente, para cuidarte o para no convertirlo en vicio. El pecado solo funciona cuando lo dosificas. Si se transmuta en rutina, y no te digo en consumo compulsivo, deja de ser pecado: se vuelve vulgar y aburrido. Solo queda el adicto. SI todos los días te empujas una palmera, ya no te pones bruto de pensar en ella, simplemente la necesitas, y con urgencia. Los fumadores y fumadoras sabéis de qué hablo.
Los analistas de nuestros corazones de silicio, o sea la gente que escrutina nuestra dependencia del móvil, las redes y la hiperconectividad, dicen que “consumimos amor” como consumimos camisetas de Zara: para pasar el rato, rendidos al deseo instantáneo, aguardando que la siguiente cápsula contenga el romance verdadero. Miramos el chequeo del Whatsapp como Jay Gatsby miraba el faro verde del embarcadero.
Yo adoro a Jay Gatsby. Pero hace ya tiempo que quité las notificaciones del teléfono. Y de la misma forma que, aún así, peleo para no andar revisando las aplicaciones cada dos por tres (el vicio está anidado), también espacio mis palmeras de coco, mis galletas Lotus y mis chocolatinas Lion. A diario como bien y casero para, cuando me permito mandar el crucifijo al carajo, tener un orgasmo azucarado antológico, aullador, espasmódico, como el que supongo imaginé con aquel bocado a la primera torta de miel que mi abuela me compró con mis hermanas al lado.
Supongo que lo imaginé, vaya; que la memoria también se va perdiendo con los años.
Suscríbete a la newsletter de Gastro y te contamos las noticias en tu mail.