Las lágrimas son invisibles en los rostros duros de las madres de África. Los ojos de ellas se clavan en sus niños que amarran fuerte a a sus cuerpos con pañuelos de mil colores.
La alegría de las telas africanas no amortigua el dolor al que huelen los pasillos del Charles De Gaulle, un hospital infantil en la capital de nombre impronunciable que es Ouagadougou en Burkina Faso, medalla de bronce entre los países más pobres del mundo según la ONU.
Los bebés que no merecen sufrir se amontonan, las penas suben por las paredes pero la fatalidad con que estas madres de rostros negros esconden el llanto, conmueve. La malaria o paludismo corre a la hora de matar. Las estadísticas, que pretenden sensibilizar la conciencia apoltronada de occidente, dicen que cada minuto muere un niño de malaria en el mundo, la mayoría son africanos.
La pequeña Marie alimenta la estadística. Ahora lucha sobre la camilla del hospital, que sólo puede ser triste, contra un minúsculo mosquito que se ha colado a traición en su sangre y que le ha provocado un dolor gigantesco.
Ha llegado tarde, con una anemia implacable, con la sangre justita para seguir latiendo pero, a estas alturas, no hay quien le pinche un poco de esperanza porque los sueros, la quinina y las dosis de supervivencia que le inyectan el enjambre de enfermeras y doctores que hay a su alrededor, no podrán regalarle otro día.
El tratamiento para curar esta vieja enfermedad es ya muy asequible, con apenas 50 céntimos de euro se cura a un niño, con un euro a un adulto. Las farmacéuticas como Sanofi, que ha convertido la responsabilidad social en un reto posible, subvencionan los tratamientos para que los medicamentos lleguen, colaboran con las autoridades locales para que se puedan pagar pero los ambulatorios están lejos de los remotos poblados donde viven los pobres a los que el mosquito prefiere picar.
Los doctores y los enfermeros se empeñan en concienciar a las madres de que deben acudir antes en busca de ayuda pero las todoterrenos africanas de este país seco, con una media de más de seis retoños por cabeza, trabajan, alimentan a su prole, le sacan al campo algo de vida, cuidan a los viejos, son motor, ruedas, carrocería y chásis del vehículo de la supervivencia en cualquier comunidad africana.
No siempre identifican bien que la fiebre y el malestar que atrapa a sus niños puede ser malaria, esperan y cuando quieren ir al hospital ya no hay solución. Las tres pastillas de los cincuenta céntimos de euro ya no sirven de nada.
El parasito vence y a Marie, en off, la esconden en un box del tercer o cuarto mundo donde le ha tocado vivir, tres o cuatro veces más triste que los boxes de los hospitales del primer mundo.
La otra pata de la solución, además de la concienciación, las carreteras y la sanidad accesible, es la prevención. Las mosquiteras que adornan los escaparates de las tiendas de decoración en Europa son en este cinturón tropical de África la diferencia entre la vida y la muerte. Los niños menores de cinco años y las embarazadas deberían dormir siempre bajo esta fina tela impregnada en insecticida salvavidas.
Cuestan poco más de tres euros y además el Gobierno de Burkina trata de suministrarlas gratuitamente, ahí UNICEF, las fundaciones internacionales y las farmacéuticas como Sanofi aportan su granito de tela.
Marie es hoy el nombre que le ponemos a la malaria, una vieja enfermedad, por desgracia, de rabiosa actualidad. Quizá algún día se cumplan los pronósticos de erradicación con los que sueña la Organización Mundial de la Salud, mientras tanto los que son como Marie siguen muriendo.